El gran ser de los Gunún Akúna en otros tiempos podía hablar con el sol y la luna. Era un pretendiente de la hija de estos, llamada Pet´n. La oralidad cuenta que la madre a su futuro yerno lo hizo pasar por muchas pruebas de fuerza y coraje. Debía ir en busca de una piedra especial que se usaba para limpiar cueros, que eran de color blanco, amarillo y negro. Había que hacerlo con cuidado porque eran muy filosas, por lo que Elal quedó todo lastimado. La luna quedó orgullosa del futuro novio y finalmente ella y el sol le entregaron a su hija Pet´n.
En aquellos tiempos, los animales podían hablar y en su mayoría eran malos, se comían a las gentes. Elal se encargó de que a todos se les pasara la bronca con los hombres y pudieran convivir pacíficamente. Pero resultó que este ser supremo era bastante malo, porque cuando se llevó a la hija del sol y de la luna, se adelantó caminando por entre las planicies dejándola sola, ella se apresuraba para alcanzarlo pero él se alejaba más y más. Cuando llegaron a orillas del mar, Elal caminó sobre las aguas y Pet´n carecía de esas virtudes; entró al mar hasta que el agua la cubrió y la marea se la llevó muy lejos de la orilla. Sus pies se convirtieron en aletas y se convirtió en una shümyúnchüm, una sirena. En vez de llorar, se armó un tambor de caracoles y salía a cantar llamando a sus padres. El sol no aguantaba ver a su hija en el fondo de las aguas, en cambio la luna cada mes se acerca a verla, cuando está redonda y llena. Pet´n, de tan feliz, da coletazos y agita la marea. Eso ocurre para que las gentes salgan de las aguas, se alejen de las costas cuando madre e hija vuelven a encontrarse.
La identidad de las Primeras Naciones posee una estrecha relación entre narración mítica y vida. Muchas historias se crearon para proteger a la naturaleza, alejar a los humanos cuando hay peligro o simplemente para generar un profundo temor a los wingka que llegaron con la espada y la cruz.
En los fogones se contaba en voz alta sobre Anchimallén, uno de los seres protectores de las gentes de la tierra, que era confeccionado por un kalkú, un “brujo” mapuche, que con el hueso de un fallecido le daba vida a ese ser. Era un golem, una especie de talismán consagrado mediante un rito que lo dotaba de poderes sobrenaturales. Se diferencia de un amuleto, que es un objeto no consagrado y sirve para atraer la suerte o ahuyentar lo maligno. Una garra de puma puede ser considerado un amuleto.
En el caso de los Anchimallén se rumoreaba que podían comunicarse con un interlocutor, que aparecían con distintas formas, como fuego o una persona. Algunos los describían como una señora joven y bella, como le ocurrió al jesuita Miguel de Olivares, que había llegado a territorio mapuche en 1767 a la altura de Mendoza de un lado y del otro de la cordillera. En su manuscrito La historia de la compañía de Jesús en el Reyno Chile, dejó escrito una especie de visión que tuvo sobre algo que se asimilaba a una mujer. Por más que los mapuche le advirtieron sobre lo que era aquella figura terrorífica que levitaba sobre la hierba, el italiano se persignó y se tranquilizó deduciendo que se trataba sin duda de la Virgen María.
Otros testimonios cuentan que un Anchimallén puede aparecer como un niño saltarín y juguetón. Según el alemán Fray Félix José de Augusta, en 1896, cuando pisó el territorio de los mapuche, se quedó a vivir en una choza apartada en medio del campo, para estudiar el idioma y las costumbres. Definió a este ser como “un trasgo o duende que aparece en figura de un pigmeo, es un diablo que parece niño al verlo”.
En la provincia de Buenos Aires y en Patagonia algunas versiones lo describen como una esfera de luz, o un fuego chiquito que puede deslizarse en el aire y hacer extraviar a los viajeros. Era común oír a los abuelos contar que, cuando eran pequeños de once o doce años, en el campo debían hacer trabajos rurales o salir para la escuela de madrugada, entonces se aparecía una gran esfera de luz, del tamaño de una pelota. Cuando estaba frente al caballo, la pelota se dividía en cuatro esferas pequeñas para ubicarse una en cada pata del caballo. Les producía tanto temor que no podían ni hablar, aunque sabían que Anchimallén los protegería de cualquier wingka armado. Casi siempre cerca de donde aparecía, casualmente había algún enterratorio.
Los relatos para proteger los sitios sagrados tambiém nombraban al Witranalwe. Witran significa enganchado y alwe es el alma de los muertos. Es similar al anterior, solo que en vez de parecer un niño, mujer o esfera, este se presentaba como un esqueleto vestido de negro, de sombrero y montado en un caballo. Durante la noche protegía los campos y durante el día descansaba transformado en un hueso. También podía ser confeccionado por un kalkú a pedido. A quien tenía uno, la suerte lo acompañaba hasta hacerlo rico. El Witranalwe cuidaba de las pertenencias del dueño, pero todo era a costa de la vida de su familia, cuya sangre había que ofrendarle. Cuando el dueño moría, salía a deambular en busca de alguien con quien vincularse. Las abuelas siempre aconsejaban no tener uno de esos porque eran desobedientes “y matadores de gente”, por eso no había que ser avariento.
Otra versión bonaerense dice que salía por las noches armado con una espada de madera que manejaba hábilmente, con la que protegía los campos contra los cuatreros. Un solo toque de la espada hacía que el cuerpo del delincuente quedara adormecido o en estado de letargo.
Otro ser mitológico es Epunamún, cuyo nombre significa Dos Pies y era construido para las batallas. Era de contextura baja y piernas grandísimas, con brazos descomunales y musculosos. Su confección era con greda o piedras. Era consultado por los longko para las estrategias de guerra en el siglo XVI. Según los relatos de Alonso de Ercilla, se presentaba en forma de dragón fiero, de cola larga y enroscada envuelta en fuego. Además el espectro tenía una voz ronca con la que amenazó a los blancos, que horrorizados retrocedieron.
Los mapuche le dedicaban ceremonias a Epunamún para hacerse de valentía, tenía sus cantos, sus ritmos y bailes. Una de esas danzas consistía en saltar con los dos pies juntos al ritmo de los kultrún, los tambores de mano. Los bailarines debían tomar impulso y llegar lo más alto posible, con el objetivo de que la tierra sintiera ese latido exterior. Se decía que esa acción imitaba el acto de bombear a la tierra para que les entregara la fuerza a los guerreros para el enfrentamiento.
El misionero Diego de Rosales pisó territorio de Wallmapu en 1628 y se dedicó a aprender el idioma y a convivir entre los mapuche. El madrileño había llegado en plena Guerra de Arauco y le tocó actuar en varias. En una de ellas, el ejército español se ubicó a tres leguas de la fortificación para cortarles el paso. Grande fue la sorpresa de Rosales cuando vio venir a los guerreros mapuche y de pronto “acercándose el ejército de los indios enemigos al fuerte, se turbió el aire de repente y se cubrió de negras nubes, y entre un diluvio de agua, granizo y piedras apareció Epunamún, en forma de un espantoso dragón, echando fuego por la boca, les dijo a los mapuches que se dieran prisa, que la ciudad era suya porque estaba descuidada y luego desapareció”.
Pedro de Oña, nacido en 1570 en el Reyno de Chile, recuerda en su libro Arauco domado, “al gran Epunamún, a quienes le sirven los mapuches, a quien los magos le responden y que es una verdad auténtica”.
Quedará en el imaginario la verdadera forma de estos seres protectores, las apariciones de estos en las batallas, en los campos, en las tierras y aunque no alcanzó, todo de algún modo sirvió para asustar al invasor, alejarlo de los lugares sagrados por un rato. Existe registro del primer juicio que se hizo en 1693 a un supuesto brujo mapuche en la ciudad de Concepción, cuando aún ni siquiera existían los estados de Argentina y Chile, donde se lo acusaba del uso y manutención de seres mitológicos y manifestaciones con animales fabulosos.
En 1879 la persecución hacia las Primeras Naciones siguió también por ese sendero del imaginario. Ese año el acusado fue Panguicheu, Hombre Puma, quien después de torturarlo declaró que “yo y los demás dimos las voces que dan los anchimallen”. Obviamente todos condenados a muerte por crear las leyendas que hoy contamos.
Costumbres de oralidades que luego se tuvieron que ocultar porque quien llegaba a estas tierras poco entendía de respeto a los espíritus de los fallecidos, las enseñanzas ancestrales, los alwe, las almas de los caciques que habitan los volcanes y las lomadas. Un universo con cientos de historias para transmitir, la que nos cuenta el cielo con los astros, el mar con las aguas agitadas por una mujer y su madre, las apariciones misteriosas en los campos bonaerenses en tiempos actuales en que la imaginación todavía es libre de alambrados.