La primera vez que veo al abogado es en un bosque. No sé por qué me ha citado ahí para cobrarme el anticipo del departamento que le quiero alquilar. Nunca vi el departamento. Sólo sé que queda al 400 de una calle de mi barrio que corre hacia el río. El abogado lleva un elegante traje de paño gris bien entallado. Lo ha combinado a la perfección con su camisa y su corbata, igualmente impecables. Su cabello canoso, plateado y ralo, entona con el conjunto. Su sonrisa es peligrosamente creíble. Y le creo.

Le pago la seña sin haber visto jamás ese departamento que nunca encontraré, aunque lo busque por el barrio toda esa mañana y las tardes sucesivas. Al 400 de esa calle en esa mano sólo hay un paredón largo de ladrillos, y detrás, una gran estructura de liso cemento gris. Toda la cosa tiene un discreto aspecto militar, de cuartel o de cárcel. Me canso de preguntarme cómo fue que no le pedí de ir a ver el departamento, si siempre hago eso. ¿Cómo pude confiar tan ciegamente en el abogado?

O en quien dijo ser abogado y le creí. Nunca una oficina, ni un estudio, ni un diploma colgado, nada. Nada más que ese bosque cercano al río y justo al 400 ese enorme bloque de cemento y ladrillo de una cuadra de largo que no es nada: ¿un proyecto arquitectónico fracasado? Me siento muy mal. El horror es muy real. Despertar me produce un gran alivio.

Me levanto con el tiempo justo para anotar el sueño, tomar unos mates y darme una ducha antes de ir a la peluquería de Pablo, que ha prometido café con facturas porque esa promesa me ayuda a llegar temprano. Café hay, pero a las facturas no hubo tiempo de comprarlas. Me siento en el sillón frente al espejo, me acomodan la capa y Pablo me da un libro. El libro es nuevo, de tapas satinadas. En la tapa tiene una calavera en una maceta. Lo hojeo lo mínimo indispensable para descubrir que se trata, una vez más, de la vieja historia del abogado que disolvió en ácido a un empresario. No creo nada de lo que leo: ¿una planta viva en la maceta que tiene ácido en el fondo? Imposible. ¿Una cadenita, una dentadura y un dedo que no se disolvieron en ácido? Imposible de toda imposibilidad. Me da bronca cuando los novelistas son tan descuidados con los detalles.

Mi indignación no hace sino crecer cuando, luego de haber buscado y encontrado con Pablo en Internet los detalles reales del caso, descubro que esas versiones inverosímiles son las que alegó la fiscalía y con las que logró condenarlo. Ya no suelto el teléfono: pongo "Masciaro Sauan" a ver qué aparece. Veo fotos de época, leo unas notas firmadas por un tal Lascano, y el dato de que en ese caso se basó una novela de un colega sobre la que después hicieron una película. Lo que me eriza un poco los pelos recién teñidos por Pablo es que el presunto victimario tiene un prontuario de estafador que hacía maldades como la que hace en mi sueño. Vendió dos veces un terreno que no existía. Se lo vendió a dos personas que confiaron en él porque era un señor elegante con una sonrisa confiable. Quien no le creyó jamás fue el juez. Le mando a Pablo todo lo que voy encontrando. Es una mañana de sol otoñal y camino en busca de un lugar donde sentarme a almorzar que no sea caro. Al fin lo encuentro: un bodegón antiquísimo frente al paredón de la estación de trenes, por el bulevar 27 de Febrero. El tiempo parece haberse detenido en su interior. Soy la única clienta en el salón inmenso y lleno de luz. Una gran pantalla de TV pasa a bajo volumen las bellas imágenes de un canal de viajes. Encuentro recuerdos de mi abuela y de mi niñez en la sencilla perfección y la pulcritud del vaso de agua que me acerca la única mujer a cargo de todo. Le saco una foto al vaso posado en el mantel bordeaux.

En ese lugar, que parece sacado de un sueño, leo una entrevista a la hija del abogado. Le decían que era un "psicópata", lo alejaron de él y hasta le sacaron el apellido del padre sin su consentimiento. Un día, ya grande, ya libre el padre, ella viaja con su novio por la ciudad donde vive su papá y decide, sin aviso, visitarlo en su casa. Toca a la puerta. Se abre. Se miran, se reconocen, se abrazan. El abogado ya es un anciano frágil, a quien los años de cárcel han enflaquecido y mermado. Toda la casa, cuenta la hija, está empapelada de fotos de ella que su padre fue reuniendo y enmarcó a medida que ella crecía lejos de él. Me emociono. Pienso que un padre capaz de tanto amor no es un psicópata. En los años que le quedaron hasta su muerte, hubo aún más reencuentros de abrazos y felicidad.

"Admitía que era un estafador, pero insistía en que no era un asesino", dice la hija. No ha accedido nunca al expediente, pero trae a colación un argumento que al parecer era de la defensa: un cuerpo en ácido y tierra no se disuelve íntegro en tan poco tiempo como el que medió entre la desaparición de Sauan y la entrada de los investigadores de la dictadura. Se me ocurren mil cosas. Recuerdo una nota donde se contaba la historia de dos objetos de valor del desaparecido que se encontraron en lo del abogado, además de lo aparecido en la maceta. ¿Y si se los plantó alguno de aquellos desaparecedores de decenas de miles de argentinos? Me pregunto por qué se insistía tanto en los testimonios de sus conocidos, en otra nota, en el estado depresivo y de desesperación de la víctima por aquellos días, a causa de una separación. Y después, de eso no se habló.

¿Hubo un acuerdo entre testigos para inducir una hipótesis de suicidio, en caso de que fallara la del asesinato? ¿Quién mató a "Chiche" Sauan?

Pasaron muchos años como para hacer nuevas pericias y comprobar si, en efecto, el fibrocemento (material de la maceta, en el cual se insiste en toda la novela: una palabra pesada, que suena pesada) resiste al ácido.

Leo otra nota más, donde el rompecabezas calza perfecto: las llamadas, el secuestro... Busco en el mapa y al 400 encuentro la escuela de policía. Quisiera releer todo lo que leí antes, pero sólo puedo reabrir la nota que le hace Lascano a la hija de Masciaro. Hubo una primera vez, cuando las leí sentada en el sillón de la peluquería y luego en el bodegón frente a la antigua estación de trenes, en que se abrieron y se dejaron leer. Ahora, en cambio, me aparece una advertencia: "Sólo para suscriptores". Otra cosa se me ocurre, más tremenda que todo lo dicho. Sabedor del libro que caería en mis manos, era él. Era Masciaro el abogado en el bosque.