Este pequeño archipiélago de aguas turquesas, compuesto por dos islas mayores y trece cayos menores, está ubicado frente a la costa norte de Honduras, en el departamento de Atlántida. Forma parte de la segunda barrera de coral más grande del mundo, y su biodiversidad marina y terrestre ha sido reconocida a nivel internacional.
Sin embargo, lo que para algunos representa una oportunidad de negocio y descanso, para otros significa despojo, desplazamiento y racismo estructural. El archipiélago está situado dentro del territorio ancestral del pueblo garífuna, una población afrodescendiente e indígena que habita las costas caribeñas de Honduras desde hace más de dos siglos, tras haber sido deportada por la corona británica desde la isla de San Vicente. Su historia está marcada por la resistencia ante el colonialismo y la esclavitud, y hoy a un modelo de desarrollo que continúa vulnerando sus derechos.
La comunidad garífuna ha sido progresivamente desplazada de sus tierras por empresas extranjeras que desarrollan proyectos turísticos exclusivos. A través de mecanismos legales irregulares, compra de tierras a intermediarios y la implementación de restricciones ambientales que no contemplan los usos y costumbres de las comunidades originarias, se ha cercenado el acceso al territorio, impidiendo prácticas fundamentales como la pesca artesanal, base de su economía y cultura.
En 1993, el Estado hondureño declaró el archipiélago como área protegida, y en 2003 lo convirtió en Monumento Natural Marino. Estas decisiones se tomaron sin consulta previa a la población garífuna, en clara violación de sus derechos colectivos. Desde entonces, las restricciones impuestas a la pesca, el ingreso de fuerzas militares, y el avance del turismo extractivo han afectado gravemente a la comunidad.
A pesar de que la Corte Suprema de Justicia reconoció en 2005 los títulos de propiedad de tres comunidades garífunas en Cayo Cochinos, estos derechos siguen siendo vulnerados en la práctica. Las instituciones que administran el área protegida —entre ellas la Fundación Cayos Cochinos y entidades estatales— han elaborado planes de manejo ambiental sin participación garífuna, ignorando su rol como cuidadores ancestrales del territorio. El Estado ha permitido la entrada masiva de turistas y hasta la filmación de programas televisivos sin respetar los límites ecológicos del ecosistema ni la autodeterminación de los pueblos indígenas.
Las consecuencias han sido graves. Pescadores garífunas han sido agredidos, perseguidos e incluso desaparecidos por ejercer su derecho a trabajar en su territorio. Se han reportado casos de disparos por parte de militares, decomiso de cayucos y abandono de personas en alta mar. La represión se suma a una larga lista de violencias racistas e institucionales que enfrentan las comunidades afrodescendientes e indígenas en Honduras.
Pero la respuesta garífuna ha sido firme. Se han organizado en una lucha que interpela directamente al Estado hondureño y a las lógicas coloniales que privilegian el turismo y la conservación sin pueblos. Desde hace décadas, los Patronatos comunitarios de Chachahuate, Bolaños y East End reclaman no solo el respeto por sus derechos territoriales, sino también su reconocimiento como actores clave en la defensa del medio ambiente y la biodiversidad.
La situación en Cayo Cochinos no es aislada. Forma parte de un patrón más amplio de desposesión y violaciones de derechos humanos que enfrentan los pueblos afrodescendientes y originarios en América Latina. La belleza natural del archipiélago no puede separarse de la resistencia garífuna que lo habita. Visibilizar este caso es una forma concreta de acompañar su reclamo por la justicia y las afrorreparaciones.