Quien los entusiasmó con la idea que era de verdad inimaginable, fue una tía de ella, que había ido a la playa la Semana Santa pasada a un hotelito tirado de barato. Se tomaron un par de semanas de imaginarlo sin hablarlo, hasta que él tomo valor y llamó por teléfono y si, era de verdad muy barato.
Entonces comenzaron a juntar de a poquito una plata para viajar a conocer el mar. Ellos y sus hijos. Los cuatro. Lo habían visto por fotos. Incluso él los había sacado al patio una noche sin luna y habían intentado ver más allá del alambrado que da a la calle de tierra. El padre se sintió en la obligación de intentar una explicación preguntándoles si podían ver lejos. Cuando los chicos dijeron que no, el respondió “así es el mar, inmenso y sin límite. Así como ahora pero con olas que llegan hasta tus pies haciendo mucho ruido, y vuelven alejándose. Hay que prepararse porque es peligroso y asusta”. Dijo lo que recordaba claramente de un programa de verano en la televisión, que mostrando imágenes de un ahogado alertaba sobre los peligros de internarse a nadar más allá de lo permitido.
Habían comenzado a juntar peso sobre peso en agosto pasado, y desde entonces no se perdía cualquier información que pudiera darle una idea. Durante el último verano estaba atento al precio del pancho y la coca y las milanesas y el pan, como cualquier inversionista estaba al tanto del índice Nasdaq. La tele se les jodió a principios de marzo. El consuelo fue que ya sabía todo lo que tenía que saber. Alguna noche se animó incluso a imaginar a que sabrían las rabas. Había decidido que los flotadores de brazos para los pibes se los compraría al de la casa de pesca, pero en abril, cuando estuvieran más baratos.
A medida que se acercaba la fecha, en la casa a la hora de la comida no se hablaba de otra cosa. Lo chicos los llenaban de preguntas para las cuales no tenían respuestas así que se tenían que conformar con “cuando lleguemos, vemos”. Una mañana ella le dijo que había soñado con las olas y cuando él preguntó cómo eran, ella miró el mate, el mantel de plástico a cuadros, pasó el dedo por la quemadura de cigarrillo y meneando la cabeza apenas, le dijo “no sabría decirte”. Un vecino que había ido les dijo que era lindo pero olía a verduras podridas. No les importó. Y a pesar de que el vecino ya había ido, decidieron que él decía eso de puro envidioso.
De golpe los días de lluvia comenzaron a preocuparla a ella, que también había visto en un programa de verano a una famosa, decir que lo más difícil con chicos, cuando vas a la playa, son los días de lluvia, porque “o los dejas adentro y te vuelven loca, o los llevas a los jueguitos a gastar plata para que se entretengan y no se maten entre ellos”. Los chicos eran buenitos pero más bien montaraces y tenerlos encerrados le preocupaba, y el gasto de jueguitos la preocupaba más. Pero ya se darían mañas si llovía. Y había que hablar con el Gauchito Gil, que no permitiría que se le jodieran esas vacaciones.
Algunas noches él se quedaba mirando la ruta en el celular. había preguntado cuánto tiempo era de viaje y le habían dicho que si no pasaba nada, eran unas diecisiete horas. Iban en semi cama porque no había nada más barato y había llevado para la hora de la cena, el folleto de la empresa de micros. Los chicos estaban asombrados por el lujo interior y ya se imaginaban en una película de esas donde la gente importante vuela en jets privados con butacas de cuero, techo alfombrado y mesitas desplegables con jugo y sanguches de jamón y queso y todo.
A estas alturas cada uno imaginaba su playa y su hotel con ducha y sus olas y su reposera frente al sol. Él y ella ya se habían reído a carcajadas una noche frente al espejo manchado del dormitorio poniéndose de perfil metiendo la panza para adentro. Y a la hora de dormir el amor fue distinto. Hasta con besos.
A mediados de enero, en una siesta bajo el bochorno sin ninguna brisa de la primera tarde, el hijo le preguntó si en el mar se pescaba. Él no solo le dijo que sí, sino que le enseñaría como se pesca. Hizo un esfuerzo de memoria para recordar como pescaba de chico cuando todavía existía la laguna. Entonces fue hasta el fondo, sacó una de las cañitas que tenía cruzadas sobre los rabanitos recién plantados y le hizo una caña de pescar con eso, un hilo sisal que encontró en el cajón de los cubiertos, un corcho y un pedacito de grasa de pollo. Lo sentó al lado de la zanja y le dijo “ahora hay que esperar. así se pesca. En el mar es un poco distinto, pero así vas practicando”.
La magia de la proximidad del mar había hecho un milagro: en la fecha tan cercana a las pascuas, nadie hablaba de querer huevos de chocolate. En realidad era producto de una sentencia de ella: “o huevos de pascua, o mar. Todo no se puede.”
El lunes pasado y con todo ya listo en demasía, volviendo del almacén y sin soltar el paquete de arroz que había comprado, agarró el teléfono para llamar al hotelito y confirmar que llegaba. La voz de la mujer sonó a disculpa sincera: “cómo le va. Busqué su numero y no lo encontré. Era para avisarle que cerramos. Es que la temporada de verano fue muy mala y ya ve somo subió todo. En fin… no se pudo ¿vio? Disculpe”.
Y se quedó parado mirando los arroces, sin saber cómo asumir un golpe tan corto como: “disculpe. No se pudo.”