Dos obras, Mauil Malá de 1992 y A la Luz de 2012, son el anclaje, los puntos de amarra que nos permitiráìn presentar un ir y venir por los 25 años de trabajo de Diego Perrotta recogidos en este libro. En el primero de los trabajos mencionados, aparece ya la fauna fantástica y la figuración monstruosa, para tomar los términos con los que son analizados aquí por Gabriela Vicente Irrazabal, que dominará el conjunto de su producción posterior. Un ser fabuloso, puro gesto expresivo, que bien podía aparecer en cualquier pared porteña y un artista joven, que ingresaba al mundo del arte, pero que hubiese podido transitar, igualmente, el derrotero de los murales del arte callejero y que, a su manera, reaparecerá posteriormente cuando incursione en la realización de diferentes murales.
A la Luz, la segunda de las obras, integra la serie de trabajos de Mujer latente, presentada aquí por María Carolina Baulo, y a los que pertenece también el Baño de Ema y Ramona, un homenaje a Antonio Berni y Lino E. Spilimbergo. A la Luz es un retrato a la “antigua” en el que los donantes aparecen presentados por sus atributos, un género retomado en diferentes oportunidades en la historia del arte moderno y contemporáneo. Es, a su vez, un interior de taller, otro género histórico, en el que comparten espacio el pintor y la modelo. El título es un juego de palabras en el que realiza un homenaje a Luz Marchio, poetisa, como está indicado por el libro que figura en el piso. Mujer que no es “de” sino una pareja que recorre otros caminos para, a veces, además de acompañarlo en la vida concederle un texto, o realizan juntos una rara edición ilustrada, también en el piso del estudio representado. Las dos copas y la etiqueta del vino anuncian la relación. Es, en este caso, una obra de madurez y síntesis de los años vividos por el artista que, en algún momento, coqueteó con la muerte y aquella necesitó ser exorcizada en una estupenda instalación realizada en 1998 en el Centro Cultural Recoleta. En ella la horizontalidad del montaje de la pintura (como los cuerpos de los muertos), se asocia con un cajón de muertos, una lápida y, en el techo, cintas de coronas. En la pintura aparecen cuerpos que se vacían, volcanes, dolores internos y externos. Como una necesidad reparadora de pintar el sufrimiento. Hoy, A la Luz, refiere también a la vida personal.
Pero siempre se trata de idea y materia y eso nos permite presentar otro de los aspectos de su obra. En efecto, si antes Mauil Malaì estaba dominada por el gesto, ahora, en A la Luz los colores planos dan cuenta de un rasgo recurrente, a saber, la utilización indistinta, según lo requiera el trabajo, de la pincelada lisa de materia diluida y la intensa carga matérica o los fondos preparados con inclusión de otros materiales ajenos a la pintura que bien describe Eduardo Stupía en su texto. La obra de Perrotta es una carga memoriosa tanto personal como de la historia del arte: sea del expresionismo o del borramiento de todo rastro personal característico de la vanguardia geométrica a la que alude aquí o allí en fragmentos o en planos más amplios. En el mismo sentido, manifiesta en la soledad de un objeto o en la quietud de un plano la admiración por la metafísica y su pureza e inquietante extrañeza. Igualmente, el surrealismo emergerá en él no solo en su imaginería, sino fundamentalmente por procedimiento. Nos referimos a cuando realiza trabajos sobre papel donde es conducido por la ensoñación del comportamiento libre del material, casi como si fuera un automatismo no controlado. Así, Perrotta abreva en la tradición, la enuncia, y produce desde allí. Las llamadas por Beatriz Sarlo “citas creativas” que no solo pronuncian sino que producen algo nuevo.
Si antes para revisar aspectos de la obra de Diego Perrotta elegimos dos obras, en verdad, Leopoldo Marechal, Griselda Gámbaro, Mario Levrero e, incluso, el Indio Solari y Charlie García, hubieran podido cedernos igualmente una de sus imágenes para abordar otros problemas de la obra del artista. Un texto fuerte, poblado de seres y enjuagues brindados por la ciudad, un texto que corte, literalmente, la situación de tranquilo deambular urbano para hacernos ingresar en una dimensión dominada por un real mágico imposible de abandonar. En ambos casos, la imagen pictórica y el texto escrito, hablan desde el vientre de las aglomeraciones latinoamericanas, a las que nos hemos referido para pensar la obra del artista en algunos textos que se retoman en este libro. Nos preguntamos también cómo vive y descifra un niño el lugar donde le tocó nacer. ¿De qué manera el niño Perrotta vivió infancia y juventud en un Liniers en el que conviven un cúmulo de migrantes y donde se entrecabalgan mundos imaginarios, creencias, submundos culturales? ¿Cómo reacciona un chico que se forma en un espacio invadido? Lo notable es el modo en el que la historia misma se hace presente en estos cortes barriales, y Perrotta, en lugar de recordar lo italiano de sus orígenes, vive lo latinoamericano de las nuevas migraciones. El espacio habitado es un espacio que para otros es extraño (o vergonzante) pero para él es la norma. Hoy, aparentemente racionalizado, ese universo dio cabida a todos los mundos, todos los ángeles, todos los demonios. Latinoamérica o el recientemente incorporado Oriente son lugares en los que Perrotta se siente cómodo. En ellos percibe, extrae y mixtura el capa sobre capa de sus imágenes, el efecto collage producto del nomadismo, mestizaje e hibridación contemporánea.
Q Historiadora del arte, crítica y curadora. Fragmento del texto introductorio del libro Diego Perrotta - obra 1992-2017, que se presenta mañana a las 18.30 en la sala 33 del primer piso del Museo Nacional de Bellas Artes (Av. del Libertador 1473), en la que participan junto al artista María Teresa Constantin, Luis Felipe Noé, Eduardo Stupía, Andrés Duprat y Alberto Elía.