La imposición unilateral de aranceles por parte de Estados Unidos el pasado 2 de abril significó un hito en una guerra comercial que ya contaba con diversos antecedentes de menor resonancia. En particular, las medidas proteccionistas desplegadas durante el primer gobierno del presidente republicano (2017-2021) y la continuación de dicho enfoque bajo la administración Biden (2021-2025).

No obstante, constituiría un error interpretar la "reacción arancelaria" que conmovió al planeta en los últimos días como un mero capítulo adicional de esa prolongada batalla comercial. En rigor, las recientes acciones del Trumpismo abren una nueva etapa en la cual Estados Unidos intenta reestructurar la economía global —bajo la perspectiva estratégica de las fuerzas nacionalistas-americanistas— abordando con tácticas más crudas y disruptivas las secuelas de un conjunto de movimientos tectónicos que afectaron el orden internacional vigente por décadas.

Reequilibrio global

Nos referimos, centralmente, al reequilibrio de la economía mundial que se produjo con mayor intensidad en los últimos veinte años, donde China y otros países emergentes adquirieron un peso decisivo, al tiempo que la potencia norteamericana entró en una fase de declive relativo que le impide, en las condiciones actuales, reproducir su hegemonía a la "vieja usanza" en un triple carácter: como paladín del libre comercio, en tanto garante de los intereses y la seguridad de sus protectorados centrales (Europa y Japón), y en su papel de artífice y regente de las reglas del sistema económico internacional, rol que ejerció sin grandes contratiempos en aquel mundo unipolar que supo liderar luego de la caída de la URSS.

Se trata de un cambio estructural. En los términos del historiador británico Paul Kennedy, atestiguamos las consecuencias de la sobre-extensión imperial, donde ya no es posible para EE.UU. reproducir los pilares de su hegemonía ni tampoco sintetizar una respuesta compartida entre las élites para enfrentar esta nueva realidad, lo cual además agudiza la fractura interna de la sociedad estadounidense.

Si bien la crisis tiene numerosas aristas, sobresalen en el paisaje yankee tres planos interrelacionados: el productivo, el fiscal y el monetario. En lo que respecta al debilitamiento industrial, los datos hablan por sí mismos. En la actualidad, China representa el 31,8% del PBI manufacturero mundial y EE.UU., el 17,4%.

No es casual que los republicanos definan esta situación como “un gran problema de seguridad nacional”, ya que la impotencia industrial se traduce en debilidades en las áreas de defensa y en la proyección tecnológica, además de impactar negativamente en el mercado laboral.

Escenario fiscal y monetario

El panorama fiscal también es complejo. Se deben incrementar los recursos para reducir el agudo déficit, y así lograr bajar la carga de la deuda pública total, que orilla el 125% del PBI. Ahora bien, si no es posible relanzar un proceso de acumulación virtuoso (que supone resolver, entre otras cosas, el intríngulis productivo) a fin de reducir las tensiones sociales en un marco de crecimiento, el interrogante pasa a ser más sombrío: ¿cómo realizar un ajuste del gasto sin que se disparen las tensiones entre las clases y fracciones al interior de EE.UU., en una sociedad que se encuentra polarizada, con una fuerte inequidad distributiva y con un estancamiento relativo de los ingresos de millones de hogares que lleva años?

Ciertamente, en el ámbito recaudatorio los aranceles podrían mejorar (parcialmente) las cuentas públicas, pero simultáneamente se incrementarían los precios internos, se reduciría el poder de compra de los ciudadanos estadounidenses y se afectaría la competitividad-precio de sus productores al aumentar el costo de los insumos importados, entre otros efectos.

De todas formas, los hechos indican que se está privilegiando un uso de los aranceles menos influenciado por las necesidades fiscales y más cercano al de una “moneda de cambio” destinada a imponer los intereses del país (económicos y extra-económicos) frente a sus contrapartes en negociaciones bilaterales, “cobrando” así el acceso al todavía principal mercado nacional del planeta. Esa lógica requiere cumplir otra condición: dinamitar los compromisos asumidos bajo el sistema multilateral de comercio, que EE.UU. forjó en pleno ejercicio de su rol hegemónico. Todo un síntoma del declive.

Finalmente, y respecto a la mencionada cuestión monetaria, se avizora otro reto adicional: ¿cómo propiciar una devaluación del dólar que le otorgue mayor competitividad a la economía estadounidense? Esto es algo que se ensayó exitosamente en el pasado, tanto en la década del 1970 con el fin del patrón oro, como en 1985, cuando las cinco naciones más industrializadas de aquel momento acordaron un programa conjunto para devaluar el dólar (Acuerdo Plaza). Pero el poder disciplinador para alcanzar resultados de ese tenor ya no es el mismo. El mundo cambió a tal punto que hasta la hegemonía del dólar estadounidense como "moneda mundial" se ve amenazada ante ciertas tendencias que apuntan hacia la desdolarización.

Sombras chinas

El brusco despliegue de una guerra comercial urbi et orbi también tiene ramificaciones muy significativas. A modo de ejemplo, al afectar incluso a los “aliados”, “protectorados” y “vasallos”, EE.UU. no puede evitar el resquebrajamiento del sistema de alianzas sobre las que se asentó su hegemonía. Los acercamientos —hasta hace poco impensados— entre China, Corea del Sur y Japón, como con Europa, son un claro signo de los nuevos tiempos.

La respuesta de Beijing ante las iniciativas de Trump, por otra parte, expusieron ante los ojos del mundo el creciente poder oriental. La potencia asiática decidió resistir a “las prácticas de acoso” mediante: a) un incremento de aranceles “en espejo” a los aplicados por EE.UU.; b) la aplicación de restricciones a las exportaciones de tierras raras, donde China explica el 80% de la producción mundial, fundamentales para la tecnología civil y militar avanzada; c) la suspensión de importaciones de ciertos productos agrícolas; d) la inclusión de las corporaciones estadounidenses a la lista de control de exportaciones, prohibiendo el envío a EE.UU. de productos de doble uso (civil y militar); y e) la imposición de restricciones a la aprobación de nuevos proyectos de inversión de empresas chinas en EE.UU.

Esta réplica contundente modifica las condiciones de partida para iniciar cualquier negociación. A ello se suma un dato incuestionable que dispara otros interrogantes sobre el porvenir de las tensiones comerciales y la posición del gobierno republicano. En una economía mundial con un grado de apertura e integración profundo, y donde China se erigió como la "fábrica del mundo", no es posible golpearla sin afectar la situación interna de EE.UU. (y, por supuesto, el estado del resto de las economías del planeta).

Las rupturas en las cadenas de suministros no son gratuitas y la alteración de los precios de los bienes importados no será inocua en el mercado estadounidense. Asimismo, es impracticable para EE.UU. sustituir de la noche a la mañana una parte sustancial de las compras chinas, que ascendieron a 439 mil millones de dólares en 2024, sin que ello genere importantes alteraciones en las condiciones económico-productivas en las que se desenvuelven sus firmas.

También es ciclópea, a decir verdad, la meta de reconducir el proceso de acumulación “fronteras adentro”, y mucho más teniendo en cuenta que ello implica un enfrentamiento con los grandes capitales que mundializaron sus procesos productivos al calor del despliegue de las cadenas globales de valor.

La posición argentina

La disputa descripta con el país liderado por Xi Jinping se produce en conjunto con el repliegue estratégico estadounidense que, mientras lidia con los maltrechos pilares de su hegemonía, ambiciona expandir su territorialidad estatal continental.

En este escenario se inscriben las referencias expansionistas que contemplan tanto la incorporación de Groenlandia y Canadá, como el cambio de las condiciones operativas del canal de Panamá y la búsqueda de asegurar el control sobre el "hemisferio occidental”, es decir, América Latina.

Este último punto no es un deseo compartido. Si bien nuestra región recibió un trato inicial comparativamente benévolo el día de la imposición de los "aranceles recíprocos" —10% adicional, que luego se aplicó a múltiples países, exceptuando a China—, en la reciente Cumbre de la CELAC las principales autoridades llamaron a la unidad para enfrentar la política yankee, con dos excepciones resonantes: Paraguay y Argentina.

En el caso nacional, el gobierno de Javier Milei no sólo se ausentó de la Cumbre, sino que presentó el tratamiento arancelario dispensado como un subproducto de su supuesta amistad con Donald Trump, y celebró ser “uno de los primeros países en sentarse a negociar” con las autoridades de dicho país.

Cabe aquí una breve digresión. La importancia de esa negociación queda fuera de toda duda. EE.UU. es nuestro segundo destino de exportación (representa el 8% del total de ventas externas de bienes), el tercer origen de las importaciones (dando cuenta del 10% de total importado), constituye el primer inversor extranjero en el país y tiene una ascendencia central en el FMI, acreedor principal del país luego del endeudamiento macrista. Sin embargo, la mimética colonial que define al gobierno libertario, que ajusta sus decisiones en función de los dictados de Washington, permite albergar serias dudas acerca de los resultados de las conversaciones en marcha.

Por cierto, si el espíritu fuese alcanzar un acuerdo que conduzca a la "reciprocidad" entre las partes, deberían ponerse en primer plano tres cuestiones centrales. En primer término, que en los últimos diez años nuestro país acumuló un déficit en el intercambio de bienes con EE.UU. superior a los 29 mil millones de dólares.

En segundo término, que aunque las exportaciones de nuestro país no enfrentan altos aranceles en el mercado estadounidense –de hecho, buena parte estaban exentas—, sí sufren numerosas restricciones no arancelarias. Un nítido ejemplo lo constituyen los contingentes arancelarios (en azúcar, lácteos, carne, maní, tabaco) así como las diversas medidas de defensa comercial que enfrentan nuestros productores (en biodiesel, aluminio y acero, miel, jugo de limón, mosto de uva).

En tercer lugar, se debería dejar en claro un aspecto esencial: los aranceles que median las relaciones comerciales entre los dos países no fueron producto de una negociación bilateral en la cual “Estados Unidos fue perjudicado por Argentina”, sino el resultado de lo acordado en el sistema multilateral de comercio impulsado por ese país durante décadas.

Es probable que la desesperación libertaria por congraciarse con las autoridades estadounidenses conduzca a los negociadores argentinos a aceptar sin ton ni son el conjunto de reclamos que enumera el flamante informe de la Oficina del Representante Comercial de EE.UU.

Entre ellos, que nuestro país elimine la tasa estadística a las importaciones y los requisitos de consularización; autorice la importación de bienes usados y remanufacturados; permita el ingreso del ganado vivo; y acelere los trámites de solicitud de patentes para productos farmacéuticos que reclaman los laboratorios estadounidenses, entre otros asuntos.

¿Lo harían incluso a cambio de seguir consolidando el déficit comercial y validando las restricciones existentes en ese mercado, pero enfrentando “menores aranceles” aun cuando fue Washington quién los subió intempestivamente sin respetar las reglas del sistema multilateral?

En 2017, cuando comenzaba a desarrollarse la primera fase de la guerra comercial, quedó grabada una frase lapidaria de Trump en la previa a una reunión con Mauricio Macri: “Yo voy a hablar de Corea del Norte y él me va a hablar de limones".

Más allá del tono irónico e imperativo, con esta afirmación el mandatario estadounidense ponía de manifiesto la utilización de la cuestión comercial en relación al alineamiento geopolítico. En el momento actual puede repetirse esa dinámica, pero de un modo más penoso: ya que no se percibe negociación alguna. En cualquier caso, en breve se develará este misterio y podremos examinar entonces cuán contemporánea resulta la famosa frase de Henry Kissinger: “Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser amigo es fatal”.

Adelantándonos al proceso y como demuestran distintas experiencias internacionales, es preciso recordar que otros caminos no sólo son deseables, sino también posibles. Pero requieren fortalecer la autonomía relativa nacional, dejar de lado los alineamientos automáticos y apuntar a la unidad regional para robustecernos en las negociaciones y así alcanzar una real reciprocidad.

Bajo ese enfoque, el desafío en esta crisis de hegemonía y transición de poder mundial sería otro: establecer las condiciones políticas y materiales para la defensa de los intereses nacionales, acrecentando nuestra influencia en un escenario relativamente multipolar y multicéntrico como parte de un bloque regional emergente que quiere hacer valer su derecho al desarrollo.

*Profesor e Investigador de la UNLP y del CONICET

**Profesor e Investigador de la Universidad Nacional de Quilmes