En la hora de la siesta, en ese paréntesis del día, estamos con mi amiga inmersas en una charla sobre las preocupaciones, es un descenso lento y una preocupación arrastra a la otra, la social, lo afectivo, el ánimo devaluado, lo incierto.
La conversación apenas se interrumpe para dar unos sorbos de café. Estamos frente a un ventanal y, en el punto más angustiante del diálogo, un pájaro de otoño se posa en el picaporte exterior, detrás del vidrio, y desde allí nos mira.
Mi amiga me comenta que suele visitarla casi todas las tardes a la misma hora, dice, no sé qué busca, tal vez está desorientado. La conversación toma la dirección del ave sorpresiva. Le pregunto qué nombre tiene, ella cree que es un benteveo, pero no está segura. A mí me cuesta retener los nombres de los pájaros, de las plantas, de las personas. Me cuesta cada vez más fijar datos. Comento esa dispersión cuando se escuchan pequeños golpes. El pájaro da con el pico en el vidrio, como si quisiera participar con ese lenguaje hecho de golpecitos. Nos reímos, cosa que parece asustarlo. Agita sus alas, levanta vuelo, se aleja.
Leí hace unos días El fin es el fin del sol, de Marina Gersberg, editado por Vinilo. Lo había comprado en la feria Florida, en La Paz Arriba, uno de esos espacios de la ciudad que funcionan a modo de búnker contra tiempos complicados. Suceden encuentros, lecturas, canciones, cierta placidez y bienestar que contrasta con el afuera. Agarré ese pequeño libro porque lo recomendaba Soledad Urquia, de quien había leído con fascinación La luz y la montaña.
En muy pocas páginas Marina narra una vivencia crucial. El momento en donde algo sale mal, el tiempo en donde lo cotidiano cambia y se complica. Un parto que no sucede como se lo había previsto, una maternidad que debe adaptarse a la diferencia.
Contado de manera descarnada y bella, el libro de Marina bordea lo que apenas se puede nombrar, las marcas de un trauma y las formas de la aceptación.
Hay dos elementos que le dan particularidad. El primero es que, a diferencia de otros relatos, aquí no hay nada aleccionador, no está esa manía de la época de hacer una especie de charla TED del dolor. La narradora no se pone como ejemplo de superación, todo lo contrario, cuenta cómo siguen los días. Y describe pequeños movimientos, algo parecido a una tenue esperanza. No hay nada heroico en su accionar y lo que se termina imponiendo es el lenguaje. La forma en que puede articular el desconcierto. Tal vez por eso duela menos al leerlo, por la delicadeza con la que está escrito.
El segundo elemento que particulariza al relato es el paisaje de fondo. Escribo “de fondo”, pero creo que no es del todo exacto. La montaña. El libro es también un viaje hacia la montaña. Habitar esos espacios, contemplarla. Una presencia constante que organiza la mirada y los días. No es una montaña metafórica, es real, sucede en Traslasierra, Córdoba. Es la montaña la que modifica o ampara esta historia. Se puede leer este libro con relación al de Soledad Urquia, es posible imaginar un mismo paisaje y a esa comunidad que se organiza bajo esa presencia inmutable.
Al leerlo, tuve anhelo de montaña. No tengo relación directa con la gran montaña. Tuve una infancia en las sierras bajas. Fuimos pocas veces a las Altas Cumbres, nos llevaron con mis hermanos a conocer la nieve. Miraba con temor el precipicio en el camino del ascenso. Recuerdo poco y nada, el frío, la nieve apelmazada. El vuelo de un cóndor negro recortado en un cielo prístino.
En la primera juventud fui con una amiga unos pocos días a Traslasierra, ella vendía cositas a los turistas del verano y la acompañé, nos bañamos en un arroyo donde casi me ahogo, dormimos a la intemperie al costado del río. En realidad ella dormía, yo me mantuve en alerta, con incomodidad, todos los sonidos de la naturaleza me aterraban. Recorrimos los pueblos de Traslasierra. Pero tenía mucho cansancio y el sol de la somnolencia me resultaba molesto. Tuve alivio en el colectivo de regreso, el que me llevaba a la ciudad. No volví. No supe cómo hacerlo. Ahora regreso a ese espacio con el libro de Marina.
En el medio de la pandemia filmamos una película muy pequeña en Sierra de la Ventana. Estaba vinculada a la poesía de Roberta Iannamico. Nos desplazábamos con un equipo mínimo en un par de autos, usábamos barbijos, viajábamos en silencio, con cierta alegría de poder trabajar en ese contexto. Yo miraba por la ventana esas montañas, me preguntaba cómo sería tener esas presencias cada día, de qué manera modificaban las montañas los días, las horas. Cuando terminó ese rodaje abandoné esas preguntas, me olvidé.
La amiga del pájaro que mencioné al principio, una vez, después de escuchar mi desencanto por una situación laboral que no se resolvía y se hacía cada vez más intrincada, en un tiempo de agobio, me dijo que tal vez debería pensar en un futuro lejano. En un lugar donde eso que tanto me afectaba ya hubiera pasado. Permitirme imaginar un después.
En momentos donde la mirada se acorta. Las pantallas tan cerca de la cara, con su bombardeo de imágenes y estímulos violentos. El agobio de la información. Vuelve la idea de ir a la montaña como punto de fuga.
No creo poder subir a ninguna cima, cada vez me resulta más complicado cualquier esfuerzo físico, pero necesito que la mirada se desvíe. Mirar más allá de lo inmediato.
Vivo en el centro de la ciudad. Desde hace años habito un piso alto. El viento corre con insistencia algunas noches. Hay una ventana desde donde veo el paisaje de edificios grises y calles. Mientras escribo esto miro la copa de los árboles. En los últimos días han abandonado el verdor que les daba el verano. Ahora tienen hojas amarillas y rojizas. No tengo una montaña, pero esa mutación lenta y colorida de los árboles me anima y modifica.