Durante muchos años estuve alejada de la Iglesia católica. De chica fui criada bajo la fe cristiana y disfrutaba de ir todos los domingos a misa, hasta que empecé a sentir que esa iglesia condenaba mi ser, mi existencia. Con el tiempo, me di cuenta de que eran los hombres que manejaban la institución quienes me alejaban de ella, pero tuve que vivir unos cuantos años con esa sensación extraña de orfandad de la fe. Me costaba creer que Dios despreciara mi ser. Él nos creó, nos decían. Yo ya no podía ni quería luchar contra mi naturaleza y ellos me repetían que lo que yo era estaba mal. Ese argumento me separó de la religión, pero aun así, mi corazón siempre había estado unido a la idea de la existencia de Dios. Volví a ella gracias a Francisco, así que sentí una tristeza profunda y un vacío cuando me enteré de su fallecimiento.

Cuando nacieron mis hijxs quería que se bautizaran. Era un deseo que teníamos con Pablo, que se veía como un gran desafío: que los hijxs de una mamá travesti, alejada de la Iglesia en ese momento, fueran aceptadxs y bautizadxs. Con Pablo le dábamos vueltas al asunto: ¿cómo lo íbamos a lograr? Como si fuera obra del Señor, tuvimos la suerte de conocer a un curita en ese momento, que conducía una parroquia en una villa de Tigre. Se llama Jorge García Cuerva y hoy es arzobispo de la ciudad de Buenos Aires. Un ser encantador, que nos dijo: “Yo voy a bautizar a sus hijos”. La felicidad que teníamos era tan inmensa como el miedo. No quería que rechazaran a mis hijxs por su mamá trava, no quería causar ningún escándalo. Lo único que deseábamos con Pablo era bautizarlos. Pensamos, en ese momento, que lo podíamos hacer a escondidas, en algún hotel perfil bajo, y recuerdo que cuando se lo comentamos a García Cuerva, se quedó pensando. Al día siguiente me llamó por teléfono y nos dijo que había hablado con el arzobispo de la ciudad de Buenos Aires --en ese entonces, Jorge Bergoglio-- y le había comentado la situación. La respuesta de Jorge Bergoglio fue contundente: “De ninguna manera: esos niños no tienen por qué esconderse. Serán bautizados en una iglesia. En la iglesia más linda Buenos Aires”. Y así fue: los bautizamos en la Basílica del Santísimo Sacramento.

Ese fue el papa Francisco, el papa de los excluidos. El que repetía sin parar “yo quiero una iglesia sin puertas, una iglesia para todos que entren todos”. El que decía que los ideólogos falsifican el Evangelio y que cualquier interpretación ideológica, venga de una parte o de otra, es eso: una alteración. Con todas las contradicciones de la Iglesia católica, en un mundo cada vez más inhumano y cruel, elijo la iglesia del papa Francisco, la de los excluidos.

En su paso hacia la inmortalidad, le rindo homenaje a un hombre que no solo fue el líder de la Iglesia católica, sino un verdadero apóstol del amor y la humanidad. El papa Francisco, con su humildad y autenticidad, me volvió acercar a la fe católica de una manera nueva y vibrante. Su generosidad de espíritu se reflejó en su compromiso con los humildes, los migrantes, las travas y aquellxs que han sido olvidadxs por una sociedad que a menudo prioriza el beneficio personal sobre el bienestar colectivo. Su mensaje resonó con un amor que trasciende barreras, recordándonos que todos somos hijos de Dios. Además, su acogida hacia el colectivo LGBTQ+ fue un testimonio poderoso de su creencia de que el amor es lenguaje universal. Como él mismo dijo: el amor siempre es más fuerte que cualquier división. Nos enseñó que la dignidad y la compasión son esenciales en nuestra interacción con los demás, independientemente de cómo se identifiquen. Su llamado a abrir los ojos ante los hambrientos nos recordó que la indiferencia es el peor pecado, y la verdadera fe se manifiesta en actos de amor hacia quienes más lo necesitan. Nos inspiró a participar la empatía y la comprensión en todos los aspectos de nuestras vidas.

Hoy, cuando miro al cielo, siento que su luz brilla intensamente, guiando y cuidando de nosotros desde lo alto. Querido papa Francisco, tu amor omnipotente y tu voluntad de servir a los más vulnerables dejarán una huella imborrable en el corazón de la humanidad. Con el corazón abierto y lágrimas, te agradezco por haber sido un faro de esperanza y fe en mi vida. Gracias por recordarnos la importancia de amar sin límites, de abrazar a los que están heridos y de nunca dejar de buscar la paz de Dios. Querido papa, tu legado de amor perdurará en nosotros eternamente.