Durante la madrugada del 28 de abril de 1984, alrededor de la confitería La cosechera, en pleno centro de San Miguel de Tucumán, unas personas de civil detuvieron al actor Bernardo Kehoe y lo subieron a un “auto verde”. El intento de secuestro no prosperó, “duró media cuadra”, porque un grupo de gente se plantó frente al auto y la presión hizo que tuvieran que liberar a Kehoe. Esta represión, supuestamente ejercida por policías de civil, se debe entender en el contexto de los conflictos alrededor de la obra Torquemada, donde Kehoe interpretaba a una marica, que tuvo que ser bajada de cartel a un mes de su estreno en Tucumán, porque los productores y actores fueron presionados y su director, Enrique Porce, fue agredido en la calle. Torquemada era la puesta en escena de una obra del dramaturgo brasilero Augusto Boal, dentro de su proyecto de Teatro del Oprimido, donde se denunciaban las torturas en las cárceles. La obra había sido escrita en los dos períodos que Boal estuvo preso en 1971 por la dictadura brasileña, y fue terminada en su exilio en Argentina el mismo año, para estrenarse en 1972 en Buenos Aires, una vez que la dictadura de Lanusse llamase a restituir el sistema de partidos en vistas a una elección que restablecerá la democracia en el país.
Arte subversivo
Con valentía inusual, Kehoe y sus colegas volvieron a escenificar Torquemada en 1984, a pocos meses de un nuevo restablecimiento democrático, como una inteligente y pionera denuncia artística de los crímenes de la dictadura en el contexto de una Tucumán que había sido autoproclamada recientemente como “sepulcro de la subversión”.
Y eso provocó que para Bernardo Kehoe, ese intento de secuestro nocturno sea la confirmación de que, como parte de la comunidad LGBTIQ+, no gozaría de muchos de los beneficios de la nueva democracia, sino que las persecuciones, las detenciones, las torturas en comisarías y otras formas de represión se seguirán cumpliendo de forma tan regular como en dictadura. La democracia no alcanzaría para todo el mundo. Por esa amenaza, Kehoe eligió un exilio interno; abandonó su Tucumán natal para establecerse en Buenos Aires no solo para intentar seguir buscando formas artísticas donde pudiera expresar su sensibilidad, sino incluso para amplificarla, contaminarla, como forma de desafiar toda represión.
En El cisne equivocado, las directoras Lucila Frank y Andy Morasso, hacen un documental alrededor de Bernardo Kehoe, ayudando a esa misión sin mapa prefijado que es hacer de las prácticas artísticas un lugar más poroso, volátil, vibrante, incluso de un misterio inquieto.
Lejos del didactismo biográfico, del documental de divulgación artística, El cisne equivocado es una película que tiende a ser una experiencia inmersiva: su aliento principal es construir un territorio para sentir esa zona de dimensiones inciertas que habita Kehoe, su comunidad, sus obras, su cuerpo, su historia, sus ideas.
En un lugar liminal entre la performance y la pintura, sobrevolando una lírica múltiple, las imágenes van a situarse allí donde modelo y el retrato se confunden, donde el equívoco que evoca el título es parte del juego que ejerce la mirada poética. Aunque podemos tener pistas de su periplo biográfico, el boleto que nos ofrecen Frank y Morasso es para participar de una mascarada, de un bailes de disfraces, menos una película sobre lo personal como una identidad (esa palabra que a veces amaga con anclarse en lo idéntico), que una puerta a mezclarnos con otras experiencias. Así, en ese mix de “Hollywood y el bajo Tucumán” con que Kehoe define parte del impulso de su obra como pintor y performer, el glamour puede ser mancha o maquillaje, infierno acuoso o adonis onírico, barro o basura, río seco o fuente de Lola Mora con una Anita Ekberg fuera de registro, una geisha trabada en el tráfico urbano o dibujando el suelo de una galería de arte. Hay, por supuesto, aires de Manuel Puig en todo esto, pero volcados a una iconografía donde el pop de patio se enrarece por una poesía más volada.
Las formas del caos
Hay también en El cisne equivocado una serie de sutiles desvíos que hacen que no podamos ubicar cómodamente este documental en lo que las instituciones y el mercado llaman positivamente “gay” flameando banderas del arcoiris. Tanto por el profundo vínculo afectivo y sexual de Kehoe con una mujer y su consecuente embarazo como por una ceremonia matrimonial con un hombre con fiesta más bien pagana y brindis por el “caos organizado”.
Kehoe y la película coinciden en escapar del orden prefijado, de cualquier patrón, para adoptar el caos y darle formas. Por eso de los registros en distintas texturas de video se pasa al Super 8, el blanco y negro interrumpe el color, de la video-performance se salta al registro documental pasando por materiales de archivo, por momentos rumbeando por una musicalidad de lo visual, un montaje que reúne hechos del pasado y del presente en el flujo de un tiempo incierto. Devenir queer no está garantizado solo por variaciones del contenido sino por vicisitudes de formas incontinentes.
Un registro de la preparación de una muestra retrospectiva de los cuadros de Bernardo Kehoe pareciera organizar parte del documental, pero en lugar de una cronología del armado de la exhibición, El cisne equivocado ofrece el reverso. Los cuadros se rompen: las telas están rajadas, los marcos no quieren salir de donde están guardados y se quiebran. Se prefiere mostrar una secuencia de descolgar las obras y envolverlas antes que el montaje de la exhibición en la galería. La obra del pintor se va descomponiendo, se va desarmando a la vista, presenciamos la inevitable destrucción del arte más que su creación. Pero no es una destrucción programática, orgánica, es el testimonio vivo de que en el desmontaje, en las ruinas de lo que creamos, en las grietas que se abren en el camino, se pueden crear perspectivas que nos permiten tener nuevos puntos de fuga que podemos habitar o, al menos, hacer habitables.
El cisne equivocado, dirigida por Lucila Frank y Andrea Morasso, se estrena el domingo 4 de mayo, a las 19:30, en el cine Gaumont, Rivadavia 1635, CABA.