A primera vista, parece un gesto a favor del Estado laico: la Corte vetó que las escuelas públicas salteñas dicten educación religiosa como parte de su currícula y en horario de clase. Pero a segunda vista aparecen otros hilos de la trama, que de respeto a la laicidad del Estado, por no decir a quienes eligen no profesar ninguna religión, tienen –más que poco– nada. Mientras excluye de los contenidos obligatorios la materia de educación religiosa tal como se enseña hasta ahora –como parte de los contenidos obligatorios, sujeta a calificación, asistencia; una materia más–, el fallo abre la puerta a que los establecimientos escolares sean la base de operaciones de clases de educación religiosa fuera de ese horario. De hecho, dos horas después de informado el fallo, el gobernador salteño anunció que envió a la Legislatura provincial un proyecto de ley para adecuar las normas en los términos indicados por la Corte. “Este proyecto establece que la educación religiosa no integra los planes de estudio obligatorio y se impartirá fuera de los horarios de clases”, dijo Juan Manuel Urtubey. Una cabeza conspiranoica sospecharía de esa velocidad.
De manera contundente, la Corte reconoce que, en el mundo real, las normas salteñas están a años luz de cualquier neutralidad y tienen impactos profundamente discriminatorios. El fallo dice muchas cosas: que está acreditado que la educación religiosa en las escuelas públicas de Salta tiene carácter proselitista; que ha habido y hay rezos antes de comenzar la jornada escolar; que aunque sus padres habían pedido explícitamente que fueran excluidos de cursar religión hubo chicas y chicos metidos de prepo –por sus docentes y autoridades escolares, adultos con poder sobre ellos– en el aula; que el Estado salteño violó la intimidad y el derecho a la privacidad de sus ciudadanos al obligarlos a dar cuenta por escrito y en un formulario sus preferencias religiosas.
Entonces, ¿cómo los jueces de la Corte pueden creer que ese mismo Estado provincial velará por “la enseñanza de las religiones como fenómeno socio-cultural siempre y cuando tal enseñanza sea objetiva y neutral”? (De hecho, en las audiencias celebradas ante el máximo tribunal a fines de agosto, algunos de los defensores de la ley sostenían que así funcionaba ya en la práctica.) Curiosamente, el fallo abre también otra puerta, más por omisión que por mención: ¿quién establece cuáles serán esos contenidos? La ley de la discordia dejaba esas decisiones en manos de las jerarquías religiosas, al igual que las de la formación de docentes ad hoc; el Estado apenas tenía la función de validar esas decisiones, más como una formalidad. El fallo, ahora, advierte que “resulta imprescindible la elaboración de un contenido curricular específico y claro respecto de la neutralidad, que se enfoque en el encuentro interreligioso y en el respeto de los laicos como una manera de lograr la paz social en la búsqueda de una unidad en la diversidad”. ¿Pero quién los elaborará?