PáginaI12 En China
Desde Macao
En Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, Bertolt Brecht imaginó una “ciudad-red”, fundada por tres proscriptos para que en ella cayeran los ilusos en busca de diversión y placer, y terminaran dejando todo, hasta lo que no tenían. Siempre fue fácil asociar esa “Netzestadt” con Las Vegas, pero considerando que allí el juego recién fue legalizado en 1931 y Brecht y su compatriota Kurt Weill compusieron su ópera entre 1927 y 1929, no resulta descabellado pensar que quizás en la libérrima Berlín de Weimar tuvieron noticias de Macao, una ciudad –como Mahagonny– en la que nada está prohibido, “salvo no tener dinero”. Por ómnibus, por ferry, por avión y hasta por helicóptero, llegan hombres y mujeres de toda China (donde el juego por plata no está permitido) y se sumergen inmediatamente en sus casinos, donde la impasibilidad del gesto y el diseño del uniforme de los croupiers recuerdan el rigor del Ejército Rojo. Extraña paradoja la de esta ex colonia portuguesa, hoy “región administrativa especial” de la República Popular China, convertida en la “capital asiática del entretenimiento”.
Y si de Brecht, paradojas y portugueses se trata, es imposible no hablar de A Fábrica de nada, la extraordinaria película de Pedro Pinho, que sin duda es uno de los más puntos altos de la segunda edición del International Film Festival & Awards Macao (Iffam). La película de Pinho (40 años) arrancó en mayo en la Quincena de los Realizadores de Cannes, donde ganó el premio de la crítica, y desde entonces viene recorriendo el circuito de festivales internacionales. Estuvo en el de Mar del Plata y viene de exhibirse en la 5ta. Semana del Cine Portugués en Buenos Aires, pero en una única proyección. Y merece muchas más, máxime en este momento que vive la Argentina.
La primera paradoja es que este film fuera de norma, de una enorme libertad creativa, sea parte de un festival como el de Macao, que recién está en sus inicios y para el que no deja de ser un riesgo programar una película de casi tres horas de duración, completamente ajena a la rutina de la narración homogeneizada tanto del cine de Hollywood como del mainstream de acción asiático, que dominan la grilla del Iffam, con algunas honrosas excepciones, como Zama, de Lucrecia Martel, por ejemplo.
La segunda paradoja –y aquella que lo hace complejo y verdaderamente valioso– es intrínseca al film en sí mismo, en la medida en que A Fábrica de nada es un film sobre el mundo del trabajo y sobre las terribles consecuencias del desempleo, que golpea en Portugal como en todo el mundo (empezando por la Argentina de Macri), pero que a la vez se cuida de sacralizar el trabajo en sí mismo, a la manera del pensamiento de la izquierda tradicional. Se diría que en A Fábrica de nada hay una actitud anárquica, casi punk que le permite al film dar cuenta de todo: del dolor de la pérdida –económica y psicológica– ante una empresa que decide “reestructurar” y llevarse su producción a otros territorios donde la mano de obra es más barata (China, por caso), pero también de la dimensión lúdica que puede llegar a disparar una situación tan crítica como sorpresiva, en la que los obreros encuentran su fábrica vacía de la noche a la mañana.
Firmada por Pinho junto a sus compañeros de la productora Terratreme, lo que hace de la película una obra auténticamente colectiva, A Fábrica de nada tiene un elenco integrado por actores profesionales y por otros que no lo son. Consecuente con esta decisión, el punto de partida es de un realismo crudo y duro, pero paulatinamente la película se va abriendo a otras instancias de relato, donde el documental y la ficción se van impregnando permanentemente, hasta hacerse indiscernibles, creando un objeto poético singular, de un lirismo y una melancolía muy propios del mejor cine lusitano. “En el fondo, todos somos un poco hijos de Pedro Costa”, confesó Pinho en Cannes, refiriéndose al magnífico autor de No Quarto da Vanda y Cavalo Dinheiro. Pero el hecho de ser “un poco hijos” de Costa no hace a los de Terratreme sus imitadores. Muy por el contrario: lo toman apenas como trampolín para lanzarse a recorrer su propio camino, que incluye el desparpajo y el humor, completamente ajenos al oscuro universo de Costa, hecho esencialmente de sombras.
En A Fábrica de nada, la aparición de un personaje misterioso, que dice ser un cineasta argentino interesado en el tema de la autogestión (interpretado por el realizador Daniele Incalcaterra, que en 2004 hizo Fasinpat, fábrica sin patrón, un documental sobre la experiencia de Zanon) da pie a que se incorpore una primera instancia de distanciamiento brechtiano. Paralelamente a las discusiones de los obreros mismos, que debaten caminos a seguir (desde aceptar la indemnización con la cabeza gacha a tomar la fábrica y asumir la producción), el cineasta y unos pensadores políticos portugueses y franceses reflexionan durante una cena informal acerca de este momento del capitalismo tardío y las respuestas que debe dar –y sobre todo imaginar– la nueva clase trabajadora. ¿Cómo escapar, por ejemplo, de la contradicción de tomar una fábrica y asumir el control de la producción para finalmente tener que aceptar las reglas inherentes al mercado?
Las soluciones ya no pueden ser las de antes, hay que pensar otras nuevas, distintas, parece decir la película, que en una segunda vuelta de tuerca brechtiana pone a sus trabajadores a cantar y bailar su situación, en una suerte de precaria “cantata escénica en pequeña escala”, como fue el Mahagonny-Songspiel, que luego dio pie a la ópera definitiva. Esta instancia, sugerida por el personaje de Incalcaterra, a su vez es puesta duramente en cuestión por el más impulsivo y a la vez más lúcido de los trabajadores, el joven Zé: “¿Qué mierda querés con este musical neorrealista?”, le recrimina, furioso al punto de llegar a los puños. Para luego, en una escena conmovedora, pasoliniana, a campo abierto, increpar al mundo a los gritos, por todo el dolor que le ocasiona; y a la vez terminar confesando su amor absoluto, incondicional a la vida.