Especialista en nada. Pero agitador de cuanto género y forma cultural se acercara a su mano, Jean Cocteau es un artista del más allá. Todavía se conserva en YouTube la carta dirigida al año 2000 en la que no hace sino predecir verdades. Toda su obra son versiones definitivas de todas las formas posibles de lo estético: el dibujo, la novela, el cine la fotografía, el cuento, el teatro. No tenía ningún temor y ninguna superstición sobre la técnica moderna a la que enfrentaba y ponía a prueba en cada uno de sus ensayos estéticos, de modo que puede unir en una misma pieza estética, el cine, el dibujo y la literatura, como si fueran, bajo su dirección, artes que estuvieran hechas para completarse.
Consideraba a un poeta un tipo de profeta que era capaz de enunciar algo en el lenguaje que exploraba a una profundidad más honda que el individuo que hablaba.
Era una humanista. Es decir una persona que creía en la posibilidad de construir una historia humana que excedía al individuo, a su destino personal o a los azares de su historia. Por lo mismo, creía en el error como el motor de todo conocimiento y de todo arte. No intentó jamás disciplinar o ejemplificar con sus propias convicciones. Veía el progreso como una suma "virtuosa" de errores, de entredichos y de "pentimentos", más que como la recta sucesión del éxito. Y finalmente, muchas de sus obras dibujan una línea que no tiene posibilidad de encontrar el "error". Como si hubiera descartado el concepto para siempre.
El libro blanco es uno de los primeros relatos de formación "gay" que se escribieron en la historia y que ha colmado la imaginación gay de marineros y "almae matres" desde ese momento, pasando por Querelle de Brest (que él mismo ilustró) hasta los cruceros gay de Fort Lauderdale. Y su personaje mítico, ese "Dárgelos" (que está en Opio y en Los niños terribles, entre otras apariciones), del cual Adrián Babasónico tomó su nombre, sigue impregnando la fantasía de salvación heroica gay. El estado de la cultura hizo que en el momento de su publicación ese personaje cuyo nombre pasaría a ser un mito, tuviera durante mucho tiempo un autor anónimo, oculto en la clandestinidad picaresca de su aventura.
Este año se publicó en Argentina una traducción espectacular, de Martín Abadía, de Opio (Nulú Bonsai). El libro, como todos los de Cocteau, inventa un género, una nueva forma de pensar el diario íntimo que luego fue duplicada hasta el hartazgo. Se trata de la narración sucesiva y progresiva de la desintoxicación de las drogas. Como el libro es la experiencia de una internación y de una cura, Cocteau no ahorra sus pensamientos más densos ni sus ocurrencias más frívolas. Junto a la descripción de los efectos físicos y psicológicos que va descubriendo el "intoxicado", aparecen reflexiones sobre la cultura, pequeñas viñetas de libros, películas o artistas, ilustraciones, asociaciones luminosas (por ejemplo entre Proust y Roussell, o ésta entre el cine y la literatura: "El Acorazado Potemkin de Eisenstein ilustra esta frase de Goethe: lo contrario de la realidad para obtener el colmo de la verdad")
Si algo tiene de disruptivo su arte, (que estaba concentrado en cosas, objetos, sentimientos, y la tragedia de la vida cotidiana, mucho más que en la transgresión en sí) es que siempre logra encontrar el otro lado del sentido común, o de las ideas que se propone; como si supiera que no hay posibilidad de que una idea se sostenga con convicción por mucho tiempo, porque ella misma está sometida a un escrutinio que la sacudirá por siempre. Cocteau, sabía que a los "niños terribles" había que oponerles siempre unos "padres terribles" y que era inútil que se hiciera una crítica radical de la técnica moderna si no se ponía bajo la lupa no ya las transformaciones que genera la comunicación con seres remotos ni la histerización de la vida que puede provocar la fragmentación del cuerpo en una parte o en partes móviles y suplementarias. Cocteau buscaba al final del cable del teléfono lo que persistía como parte de la tradición humana: la demanda infinita, el deseo obsesivo, la necesidad insoslayable, la voz. Parece casi una ficción decirlo a esta altura opio de la cultura, pero Cocteau sabía algo que la cultura iba a reprimir para siempre desde el teléfono en adelante: del otro lado de la comunicación inhumana, hay un ser humano.
Hay algo en Orfeo, en el mito de Orfeo, que Cocteau revivió en el cine que muestra la posibilidad de revertir el tiempo, la vida, y la historia. En una de sus intervenciones explicó el motivo de su trabajo con los mitos como la búsqueda de una verdad verdadera: "la historia es la presentación de una verdad que a la larga se convierte en una mentira; mientras que el mito es la presentación de una mentira que terminará volviéndose verdad".
Buscando siempre el costado monstruoso en cada gesto, en cada material o en cada técnica de la cultura; para terminar indudablemente encontrando el lado humano de la monstruosidad. Ese era su ambición máxima: no contar "La bella y la bestia", sino encontrar la bella en la bestia.