Al poliédrico Jean Cocteau (1889-1963) ninguna expresión artística le fue ajena. Pero su mejor obra acaso no haya sido su vasta y difusa producción, sino la “manera” en que supo ser, desde los tiempos libertarios de la Belle Époque, el gran panteísta mundano de las artes, un descubridor de talentos y un experimentador de “nuevas” formas de vida. Niño sobreprotegido luego del suicidio de su padre, su libro de exordio llevará un título premonitorio: La lámpara de Aladino (1909). Llamado más tarde el “príncipe de los poetas”, el mote de “gran generador de sueños” le sienta bien a este ilusionista que, habiendo aprendido de Diáguilev que el arte es cuestión de actitud y alquimia, se entregó a la fusión de temperamentos y circunstancias para que, cual lámpara maravillosa, ocurriera. No hay otro propósito en la vida, decía Cocteau, más que embeberse de la atmósfera de los seres y de las cosas. Con su figura de pájaro metafísico, flacucho y elegante, Cocteau fue el mejor de los “novios” posibles que uno se pueda conseguir: un novio para quien la vida debe siempre transmutarse. De sus amoríos con su el notable Raymond Radiguet, muerto a los veinte años, le debemos Tomás, el impostor (1923), que trasvasa fatalidad en escritura; de su relación con el boxeador Panamá Al Brown, la “maravilla de ébano”, le debemos varios ensayos en favor del amor libre que superaron los enmascaramientos con que publicó El libro blanco (1928); de su pareja más duradera con el guapísimo Jean Marais -con quien diseña uno de los primeros modelos de pareja gay del mundo contemporáneo por sobre los tortuosos ejemplos de Rimbaud/Verlaine y Wilde/Douglas- le debemos la reescritura de La Bella y la Bestia (1946), escrita a modo de ofrenda y que inicia para el cine la “travesía del espejo” que completará con Orfeo (1950) y El testamento de Orfeo (1959). Si Gide se arrepentirá toda la vida de haber rechazado el manuscrito de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Cocteau dudó del talento salvaje de Jean Genet la primera vez que lo vio, al rechazar de plano el texto de Nuestra Señora de las Flores. Pero, al día siguiente -en apenas un solo un día- se arrepintió y comprendió que ese libro bello y oscuro era una obra maestra. Si Proust y Gide tuvieron problemas con el armario, Cocteau -menos ambiguo- es el eslabón necesario no sólo para que Genet exista sino para que aquello que conocemos como orgullo venza a la vergüenza. La “marca” Cocteau -como si habláramos de la “marca” de algunos de sus amigos más famosos como Picasso o Chanel- puede que sea menos notoria, pero es indeleble y define gran parte de la subjetividad queer que se cuajó en esa primera modernidad parisina de “los años locos”. Antes de morir y nunca cansado de amar, le legó sus bienes a su amante, actor fetiche e hijo adoptivo, Edouard Dermit. Y supo morir un día después de Edith Piaf, para quien escribió El bello indiferente (1940) en el que en el ocaso de su carrera una cantante de cabaret descarga su odio contra un amante de turno que, para el colectivo gay de hoy y del futuro, será el más poderoso e inaccesible de los chongos posibles. El ojo de Borges no se equivocaba: “A la manera de Wilde, Cocteau fue un hombre muy inteligente que jugaba a ser frívolo”.
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