Entre el cine y la historieta argentinos hay vínculos fuertes y precarios; Don Fulgencio y Avivato, el Doctor Cureta y el señor López (el de las “puertitas”), tuvieron pantalla grande. De todos modos, la relación es asimétrica. Por ejemplo, entre el cine y la obra de Héctor Germán Oesterheld hay una distancia enorme. Es tanta la producción de Oesterheld, tan vasta, que abruma. Y es recién con la serie El Eternauta donde comienza a saldarse tanta deuda. Deuda porque es un tesoro a descubrir. Más allá de los lectores de aquellos años, de gloria para la historieta argentina; como de quienes persisten en este berretín mayúsculo y rastrean revistas, leen, dibujan y editan; la obra de Oesterheld es prácticamente desconocida para las nuevas generaciones. Bienvenida sea la serie.

Eso, por un lado.

Ahora bien, ¿de qué maneras imprevistas hablan hoy aquellos cuadritos? Las páginas, memorables, dibujadas por Francisco Solano López marcaron el imaginario de toda una época, pero también las de otras. En los años ’70, la misma historieta, editada originalmente entre 1957 y 1959, adquirió otras capas de lectura. También después; y así, ahora. Lo hace desde el formato de una serie, un soporte tal vez ideal para un “continuará” que tuvo en vilo, a un ritmo de dos páginas semanales y durante dos años, a toda una generación. (En el documental Imaginadores, el guionista Carlos Trillo rememoraba su infancia diciendo que a El Eternauta “lo leíamos con unción de misa”.)

Toca ahora la primera persona.

El Eternauta me llegó a través del relato de mi viejo. Las revistas no las había conservado -se las tiró mi abuela, parece-, pero la experiencia de pibe, en los kioscos, viviendo el semana a semana de la Hora Cero, entre aventuras de Ernie Pike, Randall The Killer y Nahuel Barros, no se lo olvidó nunca. El Eternauta, gracias a mi papá, es una de mis historias fundantes. Después leí la nevada en los dibujos de Solano. Quedé, claro, más fascinado. Una nieve que ahora miro caer en la serie de Bruno Stagnaro. Y vuelvo, entonces, a conversar con mi viejo sobre su impacto letal e intacto. Me dice que la serie le resulta “espectacular”, coincidimos en lo mucho que nos gusta el Favalli de César Troncoso, y me hace dos comentarios preciosos. Por un lado, sobre la relación entre José León Suárez y el fusilamiento que los “hombres robots” practican sobre inocentes. Y me hace notar algo que había pasado por alto: Rodolfo Walsh y Operación Masacre. Y por otro, sobre cómo el “trazo negro” de Solano López reaparece en la carnadura visual de los lugares y actores, en una plasmación tan fiel como inspirada en ese dibujante ejemplar, que supo graficar lo cotidiano -como observó Juan Sasturain- como pocos.

Mi viejo me sigue “contando” El Eternauta.

Mi hija se asoma a mi habitación con una pregunta: “¿Tenés un libro de El Eternauta para mi biblioteca?”. 

(Fin de la primera persona).

En sus seis episodios, Bruno Stagnaro dibuja una cosmogonía propia. Toma la historieta de HGO y Solano y la sitúa en un lugar próximo; es decir, en su poética. Su Eternauta es un paso más en la consolidación de una obra personal, de convivencia nada forzada entre Pizza, birra, faso y Okupas. Se respira lo que se espera de un director de cine: una mirada distintiva. En este sentido, cada episodio sabe indagar de manera diferencial, a partir de un plot manifiesto: la invasión sobre Argentina. El “mundo”, para esta historieta y para esta serie, es Argentina. Es aquí donde sucedió y sucede, ¿volverá a suceder?, esta invasión. Es aquí porque, sencillamente, son estas calles, palabras y costumbres, las que resaltan y prevalecen, mientras una avanzada en forma de nieve, bichos y Manos, esconde un misterio que parece cíclico, con el cual habrá que confrontar tantas veces sea necesario.

Por eso, la inclusión de Malvinas es precisa. Juan Salvo es el mito que puede integrar un episodio esencial a la historia argentina, al que encastra de manera perfecta. Es creíble, es necesario, que Salvo sea un excombatiente; así como su desconfianza sobre el Ejército. En este sentido, Stagnaro perfila cuerpos de mando a veces no tan distintos. Entre las formaciones de bichos domesticados, guiados a la muerte -que Salvo observa con sabiduría silenciosa-, y los vozarrones militares que ordenan desde el grito y el desprecio larvario hay más de una semejanza. A diferencia de su destrato, Salvo propone, escucha, se equivoca. Antes que dar órdenes, hace. Y comparte: victorias y derrotas.

En este sentido, la serie enhebra una voz colectiva. Necesita, para ello, de un personaje guía, a la manera del relato clásico que el propio Oesterheld supo construir (en toda su obra, como en Bull Rockett, Sargento Kirk, Mort Cinder); un personaje al cual disuelve en la relación equitativa entre amigos y familia. Es decir, serán tanto Juan Salvo (Ricardo Darín) como Elena (Carla Peterson) quienes vistan, por igual, el traje aislante; una ecuación con la que la serie diluye el protagonismo masculino de la historieta en una simetría a tono con estos tiempos. Y con una pareja además separada. El Salvo de Darín no resuelve ninguna relación matrimonial, antes bien, cuida de los afectos. Y sale, por eso, en busca de su hija. Ayuda también a sus amigos. Y ellos, lo ayudan a él.

Stagnaro retrata todo esto y es esto, además, lo que se espera de él. Se trata, en suma, del director de Pizza, birra, faso; donde la voz de personajes marginales y marginados construye un entramado plural. A diferencia de aquel film -o de Okupas-, el grupo de El Eternauta es de clase media, tiene una vida -más allá de ciertos conflictos- casi resuelta. Pero, de pronto, lo que se tenía se pierde. Y no hace falta pensar en una nevada mortal, basta con poner el ejemplo que se quiera: casa, trabajo, dignidad. La nieve mortal equivale a cualquiera de tales cuestiones. Y de pronto y por eso, la clase media desaparece. Y aparece el grupo indiferenciado, que debe repensar la situación; allí las referencias que la serie entabla con diciembre de 2001. En esta desaparición de clases, dicho sea de paso, late un socialismo que ciertos “socialistas” bien harían en recordar.

Y finalmente, entre tanto más y porque la historieta es el guion primero y porque es necesario transgredirla y orientarla hacia otro lenguaje, aparecen las preguntas inevitables. ¿Cómo se resolverán algunos de los momentos inolvidables como la “canción de muerte” de los Manos? ¿Aparecerá “el escritor”; aquél a quien El Eternauta narra su historia? ¿Y el final paradojal? Es un hermoso dilema el que enfrenta el grupo de guionistas.

Pero más allá de las diferencias o similitudes con la obra de origen, lo que de veras importa es la voz propia de este Eternauta, de consonancia con los tiempos que tocan, en sintonía con una pandemia que “favoreció” sus imágenes y complejizó su semántica. Todas cuestiones que no podían preverse, tal vez intuirse, pero solo algunas. “Lo viejo funciona”, “nadie se salva solo”, máximas que resuenan en el diálogo cotidiano de estos días. Junto a una pregunta que resuena aún en las voces de quienes la niegan: ¿Dónde está Oesterheld?

Aun en medio de la nieve, las huellas de El Eternauta siguen indelebles.