En noviembre de 1960 llegó a Malí un viajero de origen impreciso, de piel oscura pero no africano. Según el pasaporte, emitido en Túnez capital dos años antes, regalo del Gobierno de Libia, era un médico tunecino nacido en 1925. Altura: 1,65 cm; color del cabello: negro; color de los ojos: negro. Las hojas estaban llenas de sellos de Nigeria, Ghana, Liberia, Guinea, Italia. El nombre que figuraba en él, Ibrahim Omar Fanon, era un nombre de guerra. El psiquiatra Frantz Fanon no había nacido en Túnez, sino en Martinica. No iba a Malí a ejercer de médico; formaba parte de un comando.

El grupo con el que iba, de ocho hombres, había realizado un largo viaje en coche desde Monrovia, la capital de Liberia: unos dos mil kilómetros de jungla tropical, sabana y desierto. Y lo que les quedaba. El diario que llevaba Fanon revela que el paisaje lo cautivó. ”Esta parte del Sáhara no es monótona”, escribió. “Aun el cielo cambia constantemente. Hace unos días asistimos a una puesta de sol que hacía violeta el manto del cielo. Hoy es un rojo muy duro el que limita nuestra mirada”. Las entradas del diario oscilan libremente entre declaraciones entusiastas de esperanza y recordatorios sombríos de los obstáculos a los que se enfrentaban las luchas de liberación africanas. “Un continente va a ponerse en movimiento y Europa está lánguidamente dormida”, escribe. “Hace quince años, era el Asia la que se agitaba. Hoy, seiscientos cincuenta millones de chinos tranquilos poseedores de un secreto inmenso edifican solos un mundo. El parto de un mundo”. Y “una África por venir” podría emerger perfectamente de las convulsiones de la revolución anticolonialista. Sin embargo, advierte que “el espectro del Occidente, los matices europeos, estaban presentes y activos por todas partes”. Su amigo Félix-Roland Moumié, un revolucionario de Camerún, acababa de morir envenenado por el servicio secreto francés, y él mismo había escapado por los pelos a un intento de asesinato durante un viaje que había hecho a Roma. Mientras tanto, una nueva superpotencia, Estados Unidos, “se mete en todas partes, con los dólares a la cabeza, con Louis Armstrong como heraldo y los diplomáticos negros norteamericanos, las becas, los emisarios de la Voz de América”.

Sin embargo, Fanon creía que, a la larga, el continente africano tendría que vérselas con amenazas más severas que el colonialismo. Por un lado, la independencia de África llegaba demasiado tarde: no sería fácil reconstruir y dar cierta orientación aparente a unas sociedades traumatizadas por el poder colonial, sociedades a las que habían obligado durante mucho tiempo a acatar órdenes de otros y a verse a través de los ojos de sus amos. Por otro lado, la independencia llegaba demasiado pronto, empoderando a la “clase media nacional” del continente, un estrato narcisista que descubrió “súbitamente su gran apetito”. Escribió: “Cuanto más penetro en las culturas y en los círculos políticos, más se me hace certidumbre que el gran peligro que amenaza a África es la ausencia de ideología”.

Portada de la edición en castellano del libro de Shatz

UN HERMANO ADOPTADO

Fanon registró estas impresiones en un cuaderno de profesor de tercer curso, azul, de las escuelas de Ghana que había conseguido en Accra. Se conserva en el Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine, una biblioteca de investigación alojada en un antiguo monasterio de Normandía que sirvió como refugio a partisanos durante la Segunda Guerra Mundial. Tenerlo en las manos sesenta años después y hojearlo es estar frente a los pensamientos de un moribundo: Fanon no sabía entonces que sufría leucemia ni que su vida terminaría en 1961 en un hospital de Maryland, en el corazón del imperio esta­dounidense que tanto detestaba. En aquel viaje por África occidental tenía una actitud abierta y reflexiva, y le intrigaba el continente desde el que antaño habían llevado a sus ancestros en barcos de esclavos hasta la colonia francesa de Martinica.

En Malí se imaginó en casa, entre sus hermanos negros, pero no dejó de ser un forastero. Había ido allí como agente encubierto de un país vecino perteneciente a lo que él llamaba el “África blanca”: Argelia, enfrascada entonces en el séptimo año de lucha por liberarse del poder francés. El objetivo de su misión de reconocimiento era establecer contacto con las tribus del desierto y abrir un frente meridional en la frontera argelina con Malí, de modo que se pudiesen transportar armas y munición desde Bamako, la capital maliense, por el Sáhara, hasta los rebeldes del Frente de Liberación Nacional.

El cabecilla del comando de Fanon era un mayor del ala militar del FLN, el Ejército de Liberación Nacional (ALN, por sus siglas en francés). Era un “hombre extraño” que respondía al nombre de Chawki: “Pequeño, seco, con los ojos implacables como en general los de los viejos maquis”. Fanon se quedó impresionado por su “inteligencia y la claridad de sus pensamientos” y por su conocimiento del Sáhara, un “mundo en el que Chawki se mueve con una temeridad y una perspicacia de gran estratego”. Nos cuenta que Chawki había pasado dos años estudiando en Francia, pero que regresó a Argelia para trabajar la tierra de su padre. Cuando el 1 de noviembre de 1954 el FLN emprendió la guerra de liberación, “descuelga su fusil de caza y se reúne con sus hermanos”.

No mucho después, también Fanon se incorporaría a “los hermanos”. Desde 1955 hasta que lo expulsaron de Argelia dos años más tarde, dio cobijo a rebeldes en el hospital psiquiátrico que dirigía en Blida-Joinville, situado en las afueras de Argel. Les proporcionó cuidados médicos y corrió todos los riesgos posibles salvo el de unirse a los maquisards en las montañas, su primer impulso cuando estalló la revolución. Nadie creía con más fervor en los rebeldes que el hombre de Martinica. Después se incorporó al FLN en el exilio, en Túnez, sintiéndose argelino y predicando la causa de la independencia de Argelia por toda África. Cada palabra que escribió rendía tributo a la lucha argelina. Sin embargo, nunca pudo llegar a ser realmente argelino; ni siquiera hablaba árabe ni bereber (amazig), las lenguas de los pueblos autóctonos del país. En su trabajo como psiquiatra, a menudo tenía que recurrir a intérpretes. Argelia quedó siempre fuera de su alcance, un objeto amoroso elusivo, como lo fue para tantos otros extranjeros a quienes había seducido, en especial a los colonos europeos que empezaron a llegar en la década de 1830. Como mucho acabaría siendo un hermano adoptado que soñaba con una fraternidad que trascendiera tribus, razas y naciones: la misma promesa que le había hecho Francia cuando era joven y que lo había empujado a luchar en la guerra contra las potencias del Eje.

El norteamericano Adam Shatz, autor de La clínica rebelde

LLEGAR Y QUEDARSE

Francia no cumplió su promesa; sin embargo, aunque se revolvió con violencia contra la madre colonial, Fanon siguió fiel a los ideales de la Revolución francesa, con la esperanza de que quizá se hicieran realidad en alguna otra parte, en las naciones independientes de lo que se conocía entonces como “el tercer mundo”. Era un “jacobino negro”, como el marxista de Trinidad C. L. R. James describió a Toussaint Louverture en su clásica historia de la revolución haitiana. Casi seis décadas después de perder Argelia, Francia aún no ha perdonado la “traición” de Fanon: hace poco tumbaron una propuesta de nombrar en su honor una calle de Burdeos. Qué más da que hubiera sangrado por Francia de joven y después luchado por la independencia de Argelia en defensa de los principios republicanos clásicos, o que su obra siga vigente ante la problemática de muchos jóvenes ciudadanos franceses de ascendencia negra y árabe a quienes hacen sentir extranjeros en su propio país.

En 1908, Georg Simmel, sociólogo judioalemán, publicó un ensayo titulado El extranjero. El extranjero no es “el nómada que llega hoy y parte mañana, sino el que llega hoy y mañana se queda”. Esa fue la experiencia de Fanon a lo largo de su vida: como soldado en el Ejército francés, como estudiante de Medicina antillano en Lyon, como francés negro, como no musulmán en la resistencia argelina contra Francia. Simmel señala que, aunque el extranjero levante sospechas, se beneficia de un privilegio epistemológico peculiar, ya que puede “ser objeto de inopinada apertura, receptor de confidencias, confesiones y otras revelaciones que se tienen cuidadosamente ocultas a las personas más próximas”. Escuchar ese tipo de confesiones era lo que hacía Fanon como psiquiatra, y fue en el transcurso de su ejercicio cuando decidió entregarse a la lucha por la independencia, incluso ser argelino, como si el compromiso con el cuidado y la recuperación de sus pacientes requiriera una solidaridad aún más radical, un casarse con la gente a la que había acabado amando.

Desde luego, el siglo XX estuvo lleno de revolucionarios nacidos en tierras lejanas, forasteros de ideas radicales arrastrados a otros países en los que proyectaron sus esperanzas y fantasías. Pero Fanon era distinto, mucho más que un simpatizante comprensivo. Con el tiempo sería el embajador errante del FLN en África –su aspecto físico era una cualidad indiscutible para un movimiento norteafricano que buscaba apoyo en sus primos subsaharianos– y alcanzaría la reputación de “teórico principal” del FLN.

Cosa que no fue. Habría sido muy sorprendente que un mo­vimiento tan nacionalista hubiera escogido a un forastero como su teórico. Su tarea se limitaba a comunicar objetivos y decisiones que otros habían formulado. No obstante, interpretó la lucha de liberación argelina de tal modo que ayudó a que se transformara en un símbolo global de resistencia a la dominación. Y lo hizo en el lenguaje de la profesión que practicaba y, al mismo tiempo, reimaginaba radicalmente: la psiquiatría. Antes que revolucionario, Fanon era psiquiatra, y sus ideas sobre la sociedad tomaron forma en espacios de confinamiento: hospitales, manicomios, clínicas; y, además, en el presidio de la raza, que en cuanto negro experimentó durante toda su vida.

Frantz Fanon

UN IMPACTO ELECTRIZANTE

En su obra, así como en su trabajo como médico y revolucionario, Fanon conservó la esperanza desafiante de que las víctimas colonizadas por Occidente inauguraran una nueva era en la que serían libres no solo del poder extranjero, sino de la asimilación forzada de los valores y del idioma de sus opresores. Pero primero debían estar dispuestos a luchar por su libertad. Literalmente. Fanon creía en el potencial regenerador de la violencia. La lucha armada no era una mera respuesta a la violencia del colonialismo; él la veía como una especie de medicina que revivía una sensación de poder y de dominio de uno mismo.

Fanon defendió la violencia en su última obra, Los condenados de la tierra, publicada justo antes de su muerte, en diciembre de 1961. El halo que hoy en día aún lo envuelve se debe en buena medida a este libro, la culminación de sus ideas sobre la revolución anticolonialista y uno de los grandes manifiestos de la era contemporánea. En el prefacio, Jean-Paul Sartre escribió que “el tercer mundo se descubre a sí mismo y se habla a sí mismo por medio de su voz”. Es una exageración, desde luego, y además paternalista, aunque no a propósito; si bien la voz de Fanon fue una entre muchas en el mundo colonizado, en el cual no escaseaban los escritores y los portavoces, es difícil sobrestimar el impacto electrizante de su libro en la imaginación de escritores, intelectuales e insurgentes del tercer mundo.

Algunos lectores occidentales han expresado horror ante la defensa de la violencia que realiza Fanon y lo acusan de apologeta del terrorismo; habría mucho que discutir sobre ello. En cualquier caso, sus escritos sobre el tema se malinterpretan y se caricaturizan con facilidad. Señaló repetidas veces que la base de los propios regímenes coloniales, como el de Argelia bajo dominio francés, es la violencia: la conquista de la población “indígena”; el robo de su tierra; la denigración de su cultura, lengua y religión. La violencia de los colonizados era una contraviolencia que se adoptaba después de que otras formas de oposición más pacíficas se hubieran mostrado impotentes. Por atroz que a veces fuera, nunca llegaría a la altura de la violencia que imponían los ejércitos coloniales con sus bombas, sus centros de tortura y sus campos de “reubicación”.

Los lectores que han sufrido experiencias íntimas de opresión y crueldad suelen comprender que Fanon insistiera en el valor psicológico que posee la violencia para los colonizados. En un ensayo de 1969, el filósofo Jean Améry, veterano de la resistencia antifascista belga y superviviente del Holocausto, declaró que Fanon había descrito un mundo que él conocía muy bien de su época de Auschwitz. Lo que Fanon entendía, dijo Améry, es que la violencia de los oprimidos es “una afirmación de la dignidad” que se abre a un “futuro histórico y humano”. El hecho de que tantísimos reivindiquen a Fanon, quien en toda su vida nunca perteneció a ningún lugar, como un hermano de revolución –de hecho, como un profeta universal de la liberación– es un logro por el que se habría sentido feliz.