En este libro hay epifanías cotidianas, lotos que se convierten en milagros cuando el pie de la poesía los pisa. Así, un caminito en el jardín hecho de los materiales del descarte se hace metáfora: “pequeño, tortuoso y empedrado/ yendo sin cesar de la nada  a la nada –dice– (…   ) Es tan precioso y tan banal como una vida”. O una hojita de otoño es ella misma, Lidia Fernández Budelli, mirando como una nena, a la altura de la vereda, por entre las piernas de la gente grande. Ese redescubrimiento de lo cercano, sobre todo en “Cuando baja la marea”, primera parte del libro, se agradece en estos tiempos tan atiborrados de significaciones e interpretaciones. Estos poemas son construcciones simples y la decisión formal parece corresponder a la idea de que la poesía es un arte que en cualquiera puede habitar, en cualquiera sin señas particulares, como dice en el poema “Subterráneo”: “Y qué si esa mujer/ sentada en el vagón del subte/ sin señas particulares y con la vista perdida/ mete por su boca un gancho/ hasta el vastísimo hueco/ y diciendo: / ¡Oh!, ¡Et voila!:/ saca de él/ una pantera un pelícano un pez un/ chiriguano una judía/ un vikingo un bantú/o más sencillamente pregunta/ dónde está, cómo llegó./ Sentada frente a ella la observo, /recelosa dentro de mi cuerpo”. Entiendo que esta serie zoológica “una pantera un pelicano un pez”, imágenes que viven en el interior de esa mujer común del subte –ella misma, o su yo lírico–, son los mismos portales a los que alude en el poema “Certeza”: “la poesía participa de usanzas y clamores/ Cuello de cisne, coño, labio de coral, / portales todos para/ entrar en la semiótica buscada”. Esa semiótica es, obviamente, la del poema. Y estos portales son las llaves para acceder al universo de la lírica, son su contenido, su ritmo, su voz, la historia  de la poeta, su raigambre en el mundo. Esa palabra “portales”, trae, además, resonancia de otras dimensiones, de un cambio de estado que transforma el discurso coloquial, 3d, en poético, 4d. Portales a la mutación que Lidia Fernández Budelli hace operar en un plato de pescado frito para convertirlo en un plato de estrellas. “Comer estrellas”, dice bellísimamente: comer estrellas. Ser la misma energía en uno y otro lugar, nutrirse de ellas. Como es arriba es abajo, dice el libro ocultista, El Kivalion. Escamas plateadas y fogonazos estelares, la lírica es siempre o casi siempre bifronte, aun cuando, como con Fernando Pessoa, podamos decir que el único misterio de las cosas es que no tengan misterio. A veces es esto lo que expresa la autora al mostrarnos que hay poesía al ras de la tierra, a la altura de lo instintivo. Como en esos versos del poema “En la Basílica de Flores” donde cuenta que los homeless que hacen cola en la iglesia de flores mean las paredes porque no tienen donde hacerlo mientras esperan un plato de comida. La segunda parte de este libro se propone más conceptual, aparecen las preguntas y las teorías, cierto alejamiento con la materia para que surjan reflexiones como las de “Investigación”: “¿Y qué hay de su hermana la ausencia?/Es al menos un hueco definido por contornos,/ arbitrarios o no,/sin duda imágenes, dolor en ciertas/ partes del cuerpo./ Alguna materia ha estado en algún lugar,/ aunque puede no ser el mismo que el hueco ocupa./ Este, fijo como un ícono,/ sólo podrá ser reemplazado por igual materia/ de igual sentido en el mejor de los casos/ y en el peor/ abarcar más y más sentidos hasta representar, un día,/ al propio cuerpo que lo ha originado/ y hoy es parte de la falta que representa”. Es lo que el psicoanálisis diría de la melancolía, que nos lleva con lo que hemos perdido. Ahí la poesía arroja su cedazo, trae a la luz lo que queda y abre nuevos portales maravillosos: la sinapsis que se lentifica con los años permite el ingreso de una información inaccesible a la juventud. Hay una poesía que solo es posible escribirse con el tiempo, porque no es una inspiración arrebatada, no es un rapto de iluminación violento que corta en dos el mundo. Aquí no anochece enseguida como en el poema de Salvatore Quasimodo, sino que el claroscuro gobierna como condición poética.