Ninguna mujer está exenta de las violencias machistas. Están por todos lados, abarcan todos los sectores y clases sociales. Hoy pude darme cuenta de que sufrí violencias machistas desde muy pequeña y todos mis vínculos fueron repitiéndose con el tiempo. Con el progenitor de mis hijas hubo un antes y un después. Fui violentada psicológica, emocional, física y económicamente. Pero no podía verlo. Si él me decía “puta” era porque me lo merecía, pensaba hace una década.
Escondía las marcas que me dejaba en el cuerpo, ponía mi mejor sonrisa en espacios que compartíamos con gente, todo se veía perfecto desde afuera. Él me manipulaba de tal forma que estaba convencida que todo era mi culpa. Al principio de la relación no fue tan así. Una vez supe defenderme cuando me violentó mientras yo le daba la teta a la nena recién nacida, se acercó a insultarme y escupirme. Le pegué una patada en la entrepierna, y cerré los ojos y esperé lo peor; una mujer que se defiende merece ser castigada por su manipulador. Con el tiempo aprendí a callarme cada vez más, porque tenía miedo, culpas y el deseo de una “familia aparente feliz”.
Todo lo que sucedía era un motivo para desatar su violencia: desde el horario que yo me acostaba hasta el llanto de las niñas. Él tenía un trabajo formal, llegaba a casa y no podía volar una mosca mientras descansaba, miraba fútbol o jugaba con el celular. La vez que me tiró arriba de la mesada con fuerza estando embarazada de mi segunda hija me di cuenta de que era realmente peligroso. Me costó todo el embarazo y varios meses más poder decirle que me quería separar. Cuando lo hice me amenazó con que si yo me iba con las nenas, él me denunciaría por secuestro de menores. No nos separamos porque él accedió, sino que le propuse tomarnos un tiempo. Ya separadxs, su violencia se acrecentaba cada vez más. Lo denuncié ante la OVD en 2009 por violencia de género. Durante los primeros meses de 2010 vino lo peor. Mi hija de 4 años me relató los abusos sexuales a los que la sometía su progenitor. Realicé la denuncia.
Esta persona me invitó a una guerra y tengo que enfrentarla. Atravesé y atravieso violencias machistas todo el tiempo, de su parte y de todo un sistema judicial patriarcal y misógino que lo avala. Una mujer que habla es castigada por hablar, pero primero por ser mujer. Por todo eso el sistema judicial nos castiga: absuelve a los violentos e incestuosos, planean revinculaciones forzadas. “¡Mirá en lo que te convertiste, lesbiana! Me das asco” me gritó el pedófilo en su última violación a la prohibición de acercamiento. Yo estaba con mis hijas y con mi pareja. Encima de todo, ahora lesbiana. Libre diría yo. Esa libertad que tanto molesta.
Al aparato misógino no le gustan las mujeres que no cumplimos con sus expectativas de buenas esposas, buenas amantes, buenas madres y a la orden del macho. No toleran mujeres empoderadas. Si bien después de tantos años de violencia me siento cada vez más encerrada y con mínimas herramientas frente al sistema judicial para poder cuidar y proteger a mis hijas, elijo y celebro todos los días ser una mujer libre, a la que no van a callar mientras viva.
* Madre protectora.