A mi pieza llegás subiendo una escalera de madera, cubierta por una alfombra roja, protegida por una tela arratonada y áspera. La sujetan barrales de bronce. El calor inflado por la humedad de abril sublima todos los productos de limpieza usados en su mantenimiento: Brazzo, cera Suiza, Flit. La escalera es una chimenea que exhala esos vapores en mi habitación. Abro el balcón bajo que da a la calle, los vecinos se enteran de que somos muy pulcros.

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La escalera está desnuda. Brilla ahora el plastificado. Sin aromas. Una simplificación del progreso. Se extendió en cosas y personas. No hay huellas en los escalones y pocas cosas nos penetran.

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Atardece. Los últimos rayos de sol hacen pentagrama en la vereda del cine después de atravesar la pérgola de mi terraza. Se anima mi grillo escondido al canto inoportuno. Lo busco debajo del ropero, nada. Se instaló junto al otoño. Desde abajo, más allá del hall y de las mamparas, desde la cocina, llegan conversaciones que compiten con la voz de la novela de las siete y de las ollas en marcha.

Pongo el Winco: Love me do. Se borra todo. Éxtasis. La voz de mi madre es audible recién en el último escalón. Tengo la certeza de que arropar la escalera es una estrategia para tomarme por asalto.

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Ya no me sobresalto, aunque lo deseo. Sería experimentar la perplejidad: la aparición abrupta de mi madre. La rebelión, un alegato. No hay donde había, ¡los pasos son tan huecos!

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Me dice que baje eso. Eso son Los Beatles. Frena mi explicación que, presiente, viene llena de hits y de rating: bajá a comer. No pide, ordena. El que pide te ve, el que ordena está arriba, mete las manos bajo tus axilas, pasito a paso, no te vayas a caer. La odio.

Las papas fritas se comen el enojo. Compito con mi papá por la última de la fuente. Aprovecho el impasse: en casa, la comida es sanadora. Digo: voy al cine con los chicos.

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El cine, una construcción con clara pertenencia a la Bauhaus. En el hall: dos boleterías, dos escaleras a la tertulia y a los palcos escalonados. Puertas de cuatro hojas para acceder a la platea. Butacas mullidas sin adornos, con apoya brazos de hierro. Cielo de estrellas cuando se corre la claraboya. En el fondo de las boleterías, puertas secretas para acceder a los túneles. Los gatos y los chicos más grandes dan fe de ello. Los planos, no. Descreo de explicaciones posteriores que incluyen camarines y un pasado de teatro. Me aferro, todavía, a la fantasía de que llegan al fondo mismo de la tierra. Incluyo dragones y serpientes de mar. Me aterra más la realidad.

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“Al cine de las sábanas blancas vas a ir vos”. Mi mamá tiene un abanico de excusas que despliega según la ocasión: que mañana hay que levantarse temprano; que te van a decir callejera; que mejor ponete a leer, que no hay plata. Irrebatibles todas por más que mi protesta esté fundada en la más pura razón. Van todos los chicos al cine. Nos colamos.

Mi papá alienta con un carraspeo disuasorio, busca la mirada materna para desbloquear el sí, pero se rinde. Hay que ir a la cama, anoche tuve guardia y se acabó.

Lee un rato. Se compró El pájaro canta hasta morir. El plan puede cambiar y encarar con entusiasmo el crucigrama del diario. Come unos chocolates como botones de madera forrados en dorado. Un médico le dijo que para mí son veneno y los saborea a escondidas. Me siente caminar cerca y me dice que en la heladera tengo queso y dulce. 

Doy vueltas por mi habitación, otra vez la odio. Salgo al balcón. Enfrente, se encendieron todas las luces del cine. La sala de proyección tiene el ventiluz vertical abierto, en paralelo al cartel de neón: “Cine Victoria”. Escucho el ruido de la cinta al final de cada rollo. Harold D´Elía, el operador, se asoma en camiseta. Mientras se apantalla con un cartón, apoya la mano tras la oreja, ladea la cabeza. “Escuchá, piba. ¡Help!, recién empieza”. Socorro, qué hago, socorro ¡mierda! Cierro la celosía.

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Celosía, de celare. Ocultar, dividir sin separar. También del latín zelus, celo. En las ventanas del harem para mirar sin ser vistas. El constructor, no dudo, siguió al celare. Mis padres, sin haberlo hecho consciente, deben haber tomado el zelus. Sus cuidados y prohibiciones tenían un tinte árabe arrastrado del medioevo español. Las celosías eran plegables, abanicos de hierro. Se estiraban en un muro rígido con fallebas inviolables. Las mirillas, como párpados de pestañas espesas, dejaban espiar a los chicos. Ya no están. Un blindex y una reja las suplantan. Dicen: los narcos, los robos.

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Me tiro en la cama. La cama es el colchón pelado. La almohada, desnuda, descansa sobre las sábanas y el cubrecama doblados sobre el sillón. Lloro de bronca. Encima, hacer la cama.

Un cascarudo impacta en la persiana. Me levanto con el zapato en la mano. Camino con cuidado por si el bicho rebotó para adentro. Otro golpe, eran piedras. Miguel pregunta si voy al cine. No me dejan, estoy acá en el de las sábanas blancas. ¿Cada cuánto cambian las sábanas en tu casa? Se ríe, eso hacen las mujeres. En la película del miércoles, una de guerra, los alemanes dicen que no usan sábanas. Dale, el acomodador me dijo que hoy no viene el dueño, nos deja. Bajá, te hago anca.

A caballito del lateral del balcón, estiro la pierna. El pie hace tope en la moldura superior de la puerta del frente. Miguel tiene las manos en forma de estribo. Me largo, tambalea, salimos enteros. Cruzamos al cine.

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Cruzo al banco. Donde las boleterías, los cajeros automáticos. Donde las butacas mullidas, sillas de plástico. Donde el Cinemascope, plasmas con numerarios. Donde los palcos, cajeros humanos. Donde el cielo, otro piso, otro techo. Cerraron el cine sin aviso. O se fue por sus túneles. Como la Bauhaus. Víctimas de nuevas épocas.

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El acomodador prende un cigarrillo, sale a la calle. Nos hace un guiño. Nos apuramos. Sin decir ‘ábrete sésamo’, la puerta cede; las cortinas de pana se corren. En la pantalla, una mujer toda de blanco muerde un anillo rojo en los dedos de Ringo. Mañana la vemos desde el principio.

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@mariadolores.rodriguez.7