Tan mala que es buena. La frase resume un universo cinematográfico contenido en sí mismo. Un mundo particular que no depende necesariamente de géneros, formatos o valores de producción y logra ir más allá del consumo irónico, esa experiencia existente desde tiempos inmemoriales que, como la autofoto, sólo cambió de nombre para continuar siendo fiel a su esencia. Pero para que alguien crea que una película “es tan mala que es buena” debe existir, antes que nada y ante todo, algo llamado amor. De allí, por supuesto, surgen varios equívocos, muchas veces insalvables. Era bastante común escuchar (lo sigue siendo) que Plan 9 from Outer Space era, en el fondo, una buena película. Genial incluso, aunque de una manera poco convencional. La febrícula comenzó a marcar el termómetro luego del estreno de Ed Wood, de Tim Burton, y la lógica detrás de la falacia es fácil de diagnosticar y sencilla de describir: la película buena es la de Burton, un retrato amoroso de Wood y del actor Bela Lugosi y una oda a ciertos modos de hacer cine hoy inexistentes, y no la homenajeada. The Disaster Artist - Obra maestra promete lograr un efecto similar con The Room, otro largometraje tan rematadamente malo –su trama argumental de “hondo contenido humano”, su ridículo triángulo amoroso, sus actuaciones estrafalarias, el particularmente innecesario uso del chroma key, los problemas de continuidad narrativa, la entrada y salida de los personajes en los sets, las escenas de sexo casi idénticas pobladas de rosas rojas y gemidos superpuestos en doblaje, entre otras delicias– que no puede sino generar asombro, sonrisas, risas y carcajadas, no necesariamente en ese orden. Y, en ciertos casos, amor. Mucho amor. A tal punto que, desde su estreno original en el año 2003, la película no ha hecho más que sumar admiradores y adoradores, efecto sin dudas favorecido por la facilidad con la cual circulan actualmente las películas, en particular en las plataformas digitales online. Un culto que, paradójicamente y de una manera retorcida, terminaría dándole la razón a su creador. El Arte con mayúscula, el arte minúsculo y el “arte” tienen sus caminos misteriosos, no siempre predecibles, a veces insospechados.

Raza peculiar de película de culto, la “tan mala que es buena” genera pasiones y adicciones, repeticiones de diálogos y gestos aprendidos de memoria, sesudos ensayos sobre la cultura basura y amorosas defensas de todo aquello que se salga de los márgenes de lo que suele considerarse profesional, correcto y de buen gusto. En algunos pocos casos, los realizadores de esas producciones –que parecían predestinadas al olvido casi inmediato, pero lograron con creces sobrevivir al paso del tiempo– resultan tan estrafalarios como sus creaciones. Es el caso de Ed Wood, desde luego. Y también el de Tommy Wiseau, factótum de The Room y el polo de atracción del amor prodigado por James Franco en su nueva película como director y protagonista. Impensada ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián (a veces lo jurados afinan la puntería), The Disaster Artist - Obra maestra es un extraño caso de comedia contemporánea que oculta un afilado retrato de una relación que bien podría definirse como enfermiza –en el mal y también el buen sentido de la expresión– al tiempo que registra la gestación, puesta a punto y nacimiento de una obra cumbre del cine tan pero tan malo que termina resultando bueno. O algo así. “Adoro esa película. La he visto unas cincuenta veces”, afirma con total seriedad James Franco en una entrevista televisiva producida por The Hollywood Reporter junto a otros actores de la talla de Tom Hanks, Willem Dafoe y Gary Oldman, cuyos rostros entre risueños y confundidos reflejan cierto grado de escepticismo. “The Room ha estado en cartel desde hace catorce años, proyectándose una vez por mes en muchas ciudades grandes de los Estados Unidos. Por lo tanto, hay que admitir que allí hay algo, y no creo que sea solamente el hecho de que Wiseau haya tomado las más extrañas y bizarras decisiones a lo largo del proceso de realización sino la pasión que late debajo de la superficie. Hay miles y miles de películas malas que no volveremos a ver”. Franco tiene ahí un punto. La mayoría de las películas malas (malas en serio, las que son malas más allá del gusto o las predilecciones) suelen caer en un piadoso olvido. Algunas pocas son etiquetadas como placer culpable. La elite de las películas malas, sin embargo, es otra cosa, y The Room ostenta con honores el más negro de los paladares.

Un loco suelto en Hollywood

Tommy Wiseau, el “artista del desastre” del título, nació en teoría en la ciudad polaca de Poznan, pero fue criado en Nueva Orleans y obtuvo en algún momento de su vida la ciudadanía estadounidense. El “en teoría” es pertinente, ya que su origen europeo fue ocultado por el propio interesado durante mucho tiempo, un detalle que, por su propia fuerza, se impone como innecesario. Y, por cierto, muy difícil de ocultar. Su fuerte acento con reminiscencias de algún país de Europa del Este es una marca de fuego en The Room y no son pocos los momentos de The Disaster Artist que juegan al humor justamente a partir de su particular manera de pronunciar el idioma inglés. Otro misterio irresuelto es del origen de su dinero: The Room terminó teniendo un costo cercano a los 6 millones de dólares –salidos directamente del bolsillo de Wiseau–, un dineral para una producción resuelta en dos o tres sets poco sofisticados y algunas secuencias rodadas en locación. Una parte esencial del guion de Scott Neustadter y Michael H. Weber para el film de Franco –basado libremente en el libro The Disaster Artist: My Life Inside The Room, the Greatest Bad Movie Ever Made, de Greg Sestero y Tom Bissell– registra los pormenores del comienzo de la producción del film. La visita a una empresa de alquiler de equipos de rodaje termina con una situación insólita: Wiseau compra las cámaras en lugar de rentarlas –un disparate en grado sumo– y no sólo adquiere los equipos de 35mm que todavía eran el formato estándar de la industria a comienzos de siglo, sino que también se lleva a su casa las más novedosas cámaras digitales profesionales. Que esa situación un tanto técnica para aquellos espectadores alejados de la jerga cinematográfica se transforme en la película en un excelente paso de comedia ejemplifica a la perfección el tono jocoso buscado y encontrado por el actor y realizador (Franco, desde luego; no así Wiseau, que siempre intentó que su film fuera un drama puro, duro e inolvidable). El proceso de filmación de The Room según de The Disaster Artist se basó en parte en aquello que se detalla en el libro, pero también en los cientos de horas de backstage grabados hace quince años, según detalla Franco en varias entrevistas. El resultado es el núcleo duro humorístico del largometraje, apoyado por un plantel de muy buenos secundarios, entre otros un amigo de Franco de toda la vida, Seth Rogen.

“Esta era la historia que nací para contar, supongo”, afirmó el realizador en conversación con los periodistas del portar Vox. “Debo darle crédito a Tommy porque es su bizarra historia, su comportamiento y sus cualidades únicas las que cargaron de combustible todo el proyecto. También a Tom Bisselll y Greg Sestero por tocar este tema de una manera tal que logra mostrar todo aquello que hay de universal en la historia de Tommy y Greg. Esa idea de luchar por seguir con tus sueños frente al rechazo, de no conseguir ningún apoyo del mundo exterior, de depender el uno del otro para transformar un deseo en algo concreto. Lo que esperé fue poder contar una historia sobre la creatividad, sobre tener una visión en la cual nadie más creía y lanzar esa visión al mundo, pero a través de los lentes deformados, patas arriba, de esa película extraña y única llamada The Room”. El encuentro casual entre Wiseau y Sestero (un modelo y actor en potencia nacido en San Francisco que, luego de The Room, tendría una carrera esporádica en la pantalla, sobre todo la televisiva) marca el primer acto de la película, una relación de amistad, pero también de admiración creciente entre ambos, en particular del veinteañero y carilindo Sestero (babyface, lo llama su mentor) hacia el mayor Wiseau (¿45, 50 años? Su edad real sigue siendo otro misterio). Un vínculo reforzado por el amor común a la figura trágica de James Dean, que no casualmente da origen a una de las líneas de diálogo más famosas de The Room, “You’re tearing me apart, Lisa”, tomada literalmente del clásico de Nicholas Ray Rebelde sin causa y expresada por Wiseau en modo histriónico potenciado por anabólicos. El viaje de la dupla a Los Ángeles, su cualidad de eternos roommates y el fracaso a la hora de triunfar en la ciudad de las estrellas termina desembocando en lo que aparenta ser la única posibilidad de lograr aquello tan ansiado: hacerlo por su propia cuenta. Wiseau escribe un guion y financia la realización de su obra de manera absolutamente independiente: The Room, esa película que terminaría recibiendo el mote de “El ciudadano de las películas malas”.

El año Franco

La carrera de James Franco como actor ha sido, desde luego, muy diferente a la de Wiseau. El californiano de 39 años logró uno de sus primeros reconocimientos públicos en 1999, en la legendaria serie Freaks and Geeks y, tres años más tarde, como el joven Harry Osborn en la primera relectura cinematográfica de Spiderman, el primero en una serie de coqueteos con el mainstream que nunca se transformaría en puntal de un estrellato real, al menos en un sentido rotundo. Y a mucha honra. La de Franco no es una carrera típica para un actor de Hollywood: a papeles en producciones multimillonarias le han seguido roles principales o secundarios en comedias de presupuesto bajo –muchas veces dirigidas, producidas o coprotagonizadas por amigos en la vida real– y apariciones en largometrajes independientes o más cercanos a aquello que, en ciertos ámbitos, se sigue considerando “autoral”. Al mismo tiempo, en películas como Spring Breakers: viviendo al límite, de Harmony Korine, se pone de manifiesto de manera patente su afición a la interpretación de incógnito, oculta bajo capas de utilería, vestuario y/o maquillaje al punto de resultar irreconocible. Es lo que ocurre en The Disaster Artist, donde su Tommy Wiseau encarna en un clásico caso de mímesis física absoluta con la figura retratada: la forma particular de sentarse y moverse, el pelo largo, ensortijado y a punto grasoso, el rostro ligeramente asimétrico, los párpados caídos, la mirada algo perdida, el inglés marcado por una sintaxis y pronunciación que denota un origen foráneo, la inolvidable forma de carcajear, incluso en momentos donde el guion del film dentro del film no lo permite. Cuando, sobre el final de The Disaster Artist, la pantalla se divide en dos para compartir el contraste entre algunas escenas selectas de The Room y su reversión en la película de Franco esa imitación al milímetro termina de confirmarse con creces.

La carrera de Franco como realizador, en tanto, continúa siendo un misterio para la mayoría de los espectadores de cine casuales o poco atentos a todo aquello que no llega a la cartelera comercial. Más de doce largometrajes llevan su firma (a veces en codirección) desde los tiempos de su ópera prima, la extraña comedia The Ape (2005). Una filmografía no necesariamente atada a constantes temáticas o de estilo, pero realizadas por lo general con libertad creativa, dentro de las cuales se destacan Good Time Max (2007), un estudio de personalidades enfrentadas a pesar de estar unidas por la misma sangre, el drama policial Child of God (2013) y, producida ese mismo año, la docu-ficción Interior. Leather Bar., que imagina cómo pudo haber sido la media hora de metraje eliminada del montaje final del clásico Cruising, de William Friedkin. Nuevamente, el cine dentro del cine. La cantidad de proyectos como director de Franco en pre o post producción incluyen no menos de media docena de títulos, pautando uno de los períodos de actividad más frenéticos desde que comenzara a moverse delante y detrás de las cámaras. Y 2017 parece haber sido el año Franco. Su doble papel en pantalla en la notable serie The Deuce, donde además ofició de productor ejecutivo, estuvo coronada por el estreno de The Disaster Artist, que promete empujar particularmente su carrera como cineasta. Mientras tanto, Tommy Wiseau disfruta de un nuevo renacimiento de su película-desastre, estirando las piernas y vocalizando un “jajajajaja” inconfundible en cuanto reportaje le hagan para apoyar el estreno del film de su nuevo amigo.