Por ahora, el mérito histórico de Santiago Rey es el de haber sido el primer artista argentino cuya obra viralizó en las redes. Una imagen de su escultura “Urna”, realizada en algún momento de 2012, circuló aceleradamente por fuera del limitado contorno del mundo del arte para ingresar a esa periferia máxima llamada sociedad vía Twitter, Whatsapp y cochambrosos sitios web de periódicos provinciales. La obra en cuestión es un bloque de madera torneada simétricamente en distintos volúmenes; una especie de moldura abstracta, del tamaño de una urna funeraria y pintada de un celeste lóbrego y patriótico, de baja intensidad. Los usuarios, sin conocer ni su ingeniería ni su procedencia, la definieron como “la tapa de un termo”. Al interponer este objeto frente a un haz de luz se produce el milagro y la imaginación de las masas se excita: la sombra que se proyecta delinea el perfil exacto de Néstor Kirchner. Rey retoma un hito futurista (el busto continuo que Renato Bertelli hizo de Mussolini), pero al incluir la luz como una propiedad agregada al sistema de esta escultura, habilita también una dinámica de percepción flexible y colectiva, justo lo contrario a los dramáticos mandatos del fascismo. De ahí que haya viralizado y de ahí que algunos usuarios la hayan visto como una bondadosa manifestación hierofánica –señal de que Néstor garantizaría desde el más allá el destino de consumación emotiva del Modelo– y otros, los castigados por las cadenas nacionales, como la continuidad implacable de un acoso que ya adquiría tintes metafísicos. En este Néstor mágico había algo para todos, porque los memes son propaganda de la neurosis civil, hechos por los mismos civiles para su propio consumo neurótico. Nadie imaginaba que detrás de esta aparición había un artista, que la tapa del termo era una escultura y que el milagro era en realidad una obra de arte, que por culpa de alguna anomalía llegó más lejos de lo que una obra de arte en el siglo XXI puede llegar.
Cinco años después, con otro bloque político definiendo la agenda, Rey sigue haciendo bustos de Kirchner y sigue queriendo señalar algo sobre la economía contradictoria de los símbolos. Nunca hicimos amistades es el nombre bajo el cual decidió reunir un par de obras, no más de diez, en una de las últimas “galerías jóvenes” porteñas con presencia de mercado, Isla Flotante. El Néstor esmaltado y abstracto que el sector nacional de internet tan bien supo recibir mutó ahora en un traje-cabeza de “Nestorlenin”, notoriamente grotesco. Es la caricatura volumétrica en papel maché de un personaje con barba de chivo y ojos exotrópicos, de interior hueco como para montársela sobre el cuerpo y salir a repartir panfletos en carnaval. Otros dos retratos deformes, uno de Cristina Fernández y otro de Jorge Bergoglio, ambos desplegando una lengua stone, comparten este mismo registro de bricolaje bruto. Hay una gárgola con alas de cartón, condenada a la Tierra. Más allá, acercándose al centro geográfico de la sala aparece un Siam Di Tella modelo 1962 conducido por una pandilla de esqueletos. El paupérrimo estado de conservación del auto extrema lo que las presencias de Lenin, Néstor y el argentino que encabeza la Iglesia parecen susurrar adentro de la sala, como un coro de ángeles podridos: las lágrimas unidas jamás serán vencidas.
Discípulo y asistente de dos almas meticulosas –Miguel Harte y Sebastián Gordín–, Rey sabe lo que se necesita para hacer una escultura que al menos se vea pulida. El vuelco formal que caracteriza a esta exhibición lo pone sin embargo más cerca del cocoliche ochentoso que de las formas que se fueron consolidando en los 90, mientras Maresca agonizaba y le soltaba la mano al siglo. Ese anacronismo deliberado podría tener que ver con cierta ansiedad frente a la idea de que una identificación más ajustada con el registro contemporáneo implicaría estar buscando refugio en el utopismo reaccionario del arte institucionalizado. Esta es una muestra clavada en los 80, entre la aparición de Oktubre (un disco que viene sin “ensayos pretenciosos en el librito”, dice Rey), las instalaciones conjuntas de Kuitca-Prior y la sanción de la Ley de Punto Final. Pero más que eso, le mete una rama en el ojo a cierta actitud cultural, para ver si sigue viva: la de buscar complicidad y comicidad apelando al grotesco “popular”, el mismo de la Kermesse y la Conquista, el mismo que Gumier Maier atacó desde el Rojas por ser una “pasión morbosa” condenada a lo gestual y lo matérico.
Ciertamente podría hablarse de pasión morbosa en una exhibición sostenida por monolitos culturales de la derrota. Y por eso mismo el nombre de Marcia Schvartz reemplaza al de Schiavi, al de Schirillo y al de Harte en la genealogía imaginaria de esta muestra. Con cierta mala fe a Schvarz se le ha cuestionado que su pintura no fuese un vehículo de “autocrítica” setentista y se enfocara en la ficción del mal. Pero las fábulas de fantasía política que pinta, donde López Rega no es un cuerpo político sino una encarnación literal de Belcebú, hablan de un sentimiento profundo de frustración. Sucede algo parecido con Lux Lindner, un artista que definió la visualidad indolente de los 90 pero con un discurso tan morbosamente derrotista como el de Rey. La impotencia civil de Lindner proviene del forzado exilio argentino lejos del continente de la modernidad, y aparece representada por planos precisos de maquinaria y urbanizaciones que se disuelven en la nada; la impotencia de Schvartz viene de su incapacidad emocional de concebir que determinadas líneas de pensamiento definan políticas de hecho. En el medio, y señalando que estos dos artistas son, de alguna manera, iguales, está Rey. Al hechizo cíclico de la derrota propone dispersarlo con una quema de figuras gigantes en la esquina de la galería, a fines de diciembre, el mes en el cual, según la mitología política de este país, todo confluye en un parto trágico.
Nunca hicimos amistades se puede ver en Isla Flotante, Avda. Don Pedro de Mendoza 1561, hasta el 31 de diciembre