Eso que empezó como un juego terminó apuntalando una obra total. Ciertos textos breves, algunos escritos nacidos en los tiempos muertos de ensayos y viajes, algunos mensajes de audio. Todo versado sobre una cosa: las relaciones amorosas y sus formas posibles: “Personajes que tenían que ver con las diferentes etapas de la locura del amor” define. De a poco fue tomando forma. Uniendo e hilvanándose en un disco. Y Nahuel encontró en dos personajes –una guerrera, un soldado– la manera de graficarlo: una especie de ying-yang sobre eso que –a juzgar por el arte, los dibujos del disco y las canciones– a veces tiene forma de corazón y otras de bomba. O ambas a la vez.
Guerrera/Soldado, editado hacia mitad de año en forma de disco/libro bajo una estética de cómic, ilustrado por Luciano Vecchio, presenta esos personajes contrarios y complementarios a la vez. Briones (veintisiete años, platinado el pelo, prolijo el bigote sobre la barba de algunos días, las uñas fucsias, el cuerpo flaco, unas Chocolinas sobre la mesa y una locuacidad siempre a mano) cuenta: “Tenía algunas músicas, estaban todos estos textos y empecé a armarlo. Encontré a estos personajes. El amor, el mal amor en realidad, tiene mucho de una droga. Es duro sentir que la otra persona es una persona más. Es difícil”.
Algunas de esas músicas, cuenta, eran más acústicas. Otras más electrónicas. “Pensé en hacer dos discos pero estar todo un año con un disco electrónico me iba a embolar. Un disco enteramente acústico tampoco. Pensé en dos EPs y los terminé grabando juntos. Los temas estaban separados en dos mitades pero un día los puse en random y me encantó”. Así, las canciones maduraron bajo esos dos conceptos: Guerrera el costado electrónico y Soldado, más acústico, folk. Por ello, para la banda que lo acompaña por estos días y con la que se siente muy a gusto, pensó en integrantes que tocaran dos o más instrumentos. Además todos cantan y hacen coros. Por momentos la propia voz de Nahuel se pierde entre el magma vocal de los demás: “Hay ratos donde siento que tengo que dejar de cantar para que entren ellos y meterme después. Hay una búsqueda vocal. Es lo único que extraño cuanto toco solo: una libertad en la afinación, en los tiempos, pero sí a veces me dan ganas de dejar el micrófono, escuchar una respuesta y volver a entrar”.
En canciones que son puntos altísimos de un gran disco (por ejemplo, “Garantizame”, “Basura blanca”, “Sailor Moon”, la épica y final “Soldado”) pueden encontrarse algunos pasajes: “Garantizame que voy a estar bien, sólo así, eventualmente, dejame”, “Permitiste que fuera una niña y un bandido montados en una riña. Vos no dejabas de sorprenderme, de apagarme y de prenderme”, “Estamos todo el tiempo, comunicándonos con el recuerdo del recuerdo del recuerdo del otro” (“Sailor Moon”). Allí, hacia el final, canta: “Quiero que seas feliz, sé libre, se lo que quieras menos policía, por favor”.
Hay que decirlo: todos los discos de Briones siguen ese hilo, ese motor letrístico. El amor, las relaciones amorosas, lo que se sufre, lo que se goza, lo que se grita, lo que no se dice, lo que se va, lo que no se deja ir. Muchas veces bajo esa mirada irónica y, a veces, cínica. “Me cuesta mucho escribir sobre otra cosa. Siempre me parece lo más importante”. Vale pensar, entonces, este tercer disco como una especie de punto de llegada, un lugar donde Briones, de alguna manera, aúna formas y modos musicales, instrumentación, timbres que son varios. “Es como una miscelánea” dice. Tanto Pera reflexiva (2010) como El cruce de los unders (2015) son discos de mucha instrumentación, cargados, largos, con muchos invitados –aunque diferentes: aquel un tanto más experimental y electrónico; éste más crudo y eléctrico, distorsionado y con más tracción a sangre–. Digresión necesaria: en El Cruce... había dos baterías. “Aquellos discos los siento como compilados. Me gusta llevar una idea, una canción de paseo. Eso me lo han criticado muchos. Dicen: esta canción tan larga pueden ser tres. No, ¿por qué? Esa la idea de la industria. Soy independiente, no tengo a nadie que me diga que hacer. Hago lo que me parece que me gusta a mí”.
Nahuel encuentra algunas marcas personales que, a la distancia, cobran más que un sentido: su padre siempre le recuerda que, no bien pudieron encontrar un lugar en la cancha de Racing en 1997, mientras Los Redondos encaraban la primera canción del recital, él dijo: quiero ser eso. “Son una banda mucho más fina de lo que se cree. Me interesa mucho el laburo de guitarras de Skay. Me parece sumamente fino y sutil”. En Guerra/Soldado son varios los pasajes en los que su voz suena rayana a Solari. Y dice que ese mismo fanatismo lo sentía por María Elena Walsh.
Como productor, haberlo sido de Todo como es (2017) de Diana Leonelli. Y como producido, por el mítico Jorge Álvarez en El cruce... Esas cosas, dice, le cambiaron la vida. Y cuenta: “Es raro, yo quería laburar con él sin saber si estaba vivo. Nunca hizo una canción y sin embargo es uno de los productores más importantes de este país. Y de España. Mi primo le pasó un disco. Nos encontramos y me dijo: el disco me parece una cagada. En un momento le mostré lo que estaba haciendo, le canté Serenata y le encantó. No tenía un mango pero con que le pagara los almuerzos y los taxis ya estaba. Vino a todos los ensayos durante un año. Estaba loco y viejo y es raro laburar con un tipo así, pero estuve todo ese tiempo con las antenas paradas para sacar toda la información que pudiese. Era duro también: te podía decir ‘esta canción es increíble pero la letra es tan pobre que da mucha vergüenza’. Me enseñó el valor del gusto al momento de producir. Un día llegó y estábamos ensayando sentados: se re calentó”. Que uno de los últimos discos que Álvarez produjo se llame, justamente, El cruce de los unders, no hace pensar, sino, en eso que se (re)conoce como justicia poética.
En todos sus discos puede rastrearse tanto un irresistible pop como un sonido puramente desde el rock. Y en todos ellos –además tiene uno en vivo, de 2012, y otro de remixes, de 2015, ambos editados digitalmente– puede rastrearse un pulso vital, corpóreo, dirigido hacia el movimiento, el baile, la pérdida de ciertas formas. Por eso, tal vez, en cada uno de esos trabajos puedan encontrarse varias aristas apuntando hacia el sonido, el beat, la marca de los ochenta. “Si a lo que estoy componiendo siento que no puedo bailarlo, lo abandono”. Además de sus discos, las clases de composición que da –este año retomó como alumno esa misma disciplina y el año que viene quiere hacer lo propio con canto– y los discos que lo tienen como productor, es parte de la banda de Paula Maffía y Diego Frenkel –aquí, reemplaza a otra exquisita guitarrista como Lucy Patané cuando ella no puede. “Me gustan mucho el ritmo del reggaetón y de la cumbia. Pero me pasa, sí, que no escuché un solo reggaetón que me guste la letra. Me choca. Por ejemplo, Virus, las letras de Solari o mismo Charly cantando ‘No bombardeen Buenos Aires’, diciendo algo cínico, duro pero con una música súper bailable. A los nenes chiquitos le ponés Stockhausen o el Bolero de Ravel y se ponen a bailar, flashean. Hay todo un prejuicio de que hay que escuchar determinada música para cada cosa. ¿Porqué tenemos que dejar de bailar?”.