Mi viejo es cantante de tango.  Recuerdo que desde muy chico lo acompañaba a sus clases de repertorio por las salas de ensayo del centro, esas con olor a humedad como las del sótano del café Las Palmas, frente al Teatro San Martín.  

Durante esos años conocí la cultura del café, mucho antes de poder tomarme uno. Conocí personajes insólitos que hablaban en lunfardo y me divertían muchísimo, eran todos cantantes y músicos de tango de la época  que paraban en el mismo bar. 

Durante los ensayos  mi viejo me dejaba jugando en las salas que quedaban vacías. En cada una de ellas había un aparato gigante lleno de teclas amarillas. Era un imán para mí. El sonido que se generaba al apretar el pedal de sustain y armar texturas con algunas teclas me dejaba inmerso en una especie de mantra que podía durar horas. 

Los compañeros de mi viejo vieron que yo andaba muy entusiasmado con el piano y le recomendaron que me comprara uno. Eso era imposible,  no teníamos un mango, menos que menos para comprar un piano de verdad; valían una fortuna. Un amigo del café escuchó la conversación. Al rato uno de los mozos se acercó a nuestra mesa y  nos dijo: “Armandito, el loco Rufino empezó a pasar por las mesas del café haciendo una colecta para comprarle el piano al pibe de Duval”.  El loco Rufino  era el cantante Roberto Rufino, uno de los ejemplares más adorables del café al que siempre recuerdo con cariño y risa.

Finalmente, allá por los 90,  me compraron el piano. Empecé a estudiar con mi adorada Laura Ramírez (hija de Ariel Ramírez). Ella fue sin duda mi maestra más importante en el desarrollo musical y humano. Tenía la sensibilidad del músico popular y la disciplina de un maestro académico, pasábamos de escuchar discos de Marta Argerich a discos del Chango Farías Gómez y La Manija.  

La navidad de aquel  año fue una bisagra en mi vida, recibí de regalo mi primer CD. Nunca había tenido uno de esos entre mis manos, y menos de Jazz.  Me lo trajo mi tío que pasó por la mítica disquería del Paseo La Plaza y le pidió una recomendación al vendedor. Era una reedición del LP Köln Concert de Keith Jarrett, grabado en vivo en el año 1975 y editado por ECM. Cuando comencé a escucharlo, quedé embelesado desde el primer track: en los primeros diez segundos aparece el motivo principal del tema sobre el que Jarrett luego improvisa durante 26 minutos. Este disco transformó mi percepción musical y fue mi iniciación en el mundo del piano jazz, en la improvisación y  en la posibilidad increíble de reconocer cuándo la música bordea esa línea finita donde ya no hay  género y la complejidad musical más admirada deja de ser una destreza técnica para convertirse en una resultante artística. En ese momento era muy chico y no entendí muy bien lo que pasaba, pero sí estaba seguro que algo había cambiado para siempre. 

En la adolescencia comenzaron a aparecer nuevos amores: Egberto Gismonti, Astor Piazzolla, Chick Corea y Bill Evans, entre otros. Fui enamorándome de su capacidad de transmitir a través del lenguaje musical e intentando absorber todo lo que podía de sus discos y de sus obras,  

Este contacto tan impactante con semejantes músicos fue la génesis de mi pasión por la composición y el primer punto de quiebre en mi identidad artística. No puedo negar que vino acompañado de una profunda crisis existencial –un tanto difícil, pero inevitable– porque había llegado el momento de aceptar lo que tenía para decir, con lo mucho o poco que sabía y con toda mi honestidad como artista. 

Al decidirme a componer hurgué en mi intimidad y lo primero que me salió fué una zamba... ¡Nuevo problema a resolver y nueva crisis existencial, dado que yo ni siquiera sabía quién era el Cuchi Leguizamón! 

Por aquel entonces conocí a Paulina Fain, mi compañera de aventuras desde hace muchos años. Juntos  comenzamos a estudiar y experimentar, con nuestro dúo de piano y flauta, todas estas locuras que se venían procesando durante los años de laboratorio. Ahí comenzó una hermosa etapa, la de enamorarnos juntos de la música argentina y emprender miles de proyectos alrededor de la misma. Todavía hoy nos apasiona aventurarnos en esa y otras búsquedas. Incluso la de convertirnos en una familia.

Hace un tiempo, uno de mis alumnos de composición me trajo a la clase una desgrabación que había encontrado en internet del Köln Concert de Keith Jarret. Le había llegado ese disco y le había volado la cabeza. Volví a escucharlo y fue hermoso. Habían pasado años, vida, experiencia, alegrías y dolores. Sin embargo volví a experimentar la misma emoción que sentí de niño y pude volver a esas salas de ensayo donde me quedaba horas improvisando en los pianos desafinados sin saber qué estaba improvisando. Hoy  lo sé, hoy puedo comprender los valores artísticos de esta obra magnífica; hoy comprendo con la razón pero por suerte guardo la misma emoción e inocencia del que no sabe sabiendo. 

Ahora es mi alumno el que descubre por primera vez esa misma sensación maravillosa que me embargó a mis quince años, y me toca jugar el rol de aquellos cantores y amigos de mi padre, que me transmitieron la emoción en aquel café con olor a humedad al que suelo volver con mi recuerdo para nunca perder la emoción de aquel niño.