Algunas claves de la obra de Margaret Atwood se deslizan por los costados. En los epígrafes, los prólogos o los epílogos hay detalles elocuentes. Por ejemplo, El cuento de la criada, está dedicado a Perry Miller, un intelectual especializado en puritanismo, con quien la escritora estudió en Harvard en los sesenta. Y también, a Mary Webster, acusada de brujería en el siglo XVII. Una noche, los habitantes de la comunidad religiosa de Massachusets donde ella vivía, la colgaron de un árbol. A la mañana siguiente, seguía viva. Eligieron dejarla en paz, aunque el resto de su vida vivió señalada como una rara. Atwood ya estaba interesada en ella: hace unos años le dedicó el poema “Half-hanged Mary” (un título que significa “Mary colgada a medias” con humor sutil y macabro, ése que la autora adora). Allí escribió: “Fui colgada por vivir sola / por tener ojos azules / faldas andrajosas / una granja minúscula a mi nombre / y una cura segura para las verrugas”. A la protagonista de El cuento de la criada la secuestran, también le borran el pasado y aún, el nombre. Encerrada en una tiranía higienista y eficaz en la República de Gilead, la abren de piernas para que conciba hijos que debe entregar. Sí, una violación tras otra por el bien de la Nación.
Hay más sobre aquella genealogía. “El nombre de soltera de mi abuela era Webster. Y si nos seguimos remontando en el álbum familiar, el quinto gobernador de Connecticut tuvo ese mismo apellido. Un lunes mi abuela decía que Mary había sido pariente nuestra y el miércoles lo negaba. Nunca supe qué pensar”, dice Atwood. Y agrega: “Me acostumbré a que me digan que soy capaz de predecir cosas. Pero eso no es cierto. Simplemente estudio mucho, empiezo a unir hechos históricos y escribo”.
Atwood bebe otro sorbo de café porque el aire acondicionado, se excusa, le hace sentir frío. Es diciembre. Es Buenos Aires calurosa pero en esa enorme suite del Hotel Alvear todo está preparado para que la escritora canadiense se sienta cómoda. Ella, sin embargo, está sentada en un rincón, sobre una butaca de brocato rojo. No se mueve de ahí. Acomoda su ropa oscura, simple. Sus ojos claros miran de frente, como quien desea ver algo más. ¿Será posible que una gota de sangre Webster se haya colado en su genética? Alguien dijo que sabe leer las líneas de la mano.
Ella y su marido, el también novelista Graeme Gibson, fueron invitados a dar dos charlas en la Biblioteca Nacional, convocados por su director, Alberto Manguel. En ese marco, fue posible conversar con Atwood en exclusiva. “Ella es la estrella y por eso Gibson en algún momento dejó de escribir. Pero él vino a presentar The Bedside Book of Birds y The Bedside Book of Beasts, que son una preciosura”, informa Manguel en el lobby del hotel. Un libro de pájaros, uno de bestias. Alguna vez Atwood, interesada en la ecología, vino a la Argentina como miembro de la organización Birdlife International y se maravilló con los horneros. También vino como integrante de Amnesty International, en 1983. Supo que en este país una dictadura entonces reciente había secuestrado y asesinado gente, se había apropiado de sus hijos. En el nuevo prólogo de El cuento de la criada ella señala esta aberración argentina como una de las situaciones que investigó para escribir el libro. Reeditado varias veces, es un best seller mundial e incluso, una serie flamígera de diez capítulos producida por el servicio de streaming Hulu.
Usted participó en un capítulo de la serie donde las criadas están reunidas y una de ellas, puesta en el centro, confiesa haber sufrido una violación. Todas son obligadas a levantar el dedo y decirle “fue tu culpa, fue tu culpa, fue tu culpa”. Usted dijo que se sintió horrible al terminar la escena. Y que había tenido una sensación similar al escribir la novela, en 1984.
–Desgraciadamente, los dos momentos están vinculados entre sí. Recuerdo que una noche fui a visitar a quien entonces era mi editora, Phoebe Larmore, que estaba en cama. “Te ves peor que yo”, me dijo. Y le conté que estaba escribiendo una historia que me tenía horrorizada pero sobre la que tenía que avanzar. Era aterrador porque no estaba contando nada que, en términos políticos, no hubiese sucedido. Decidí volver a publicarla porque lo que ocurre en el mundo es inconcebible. Apenas asumió Donald Trump, habló de arreglar el mundo cambiando algunas reglas; entre ellas, restringir el derecho de las mujeres. Así que esa posibilidad dictatorial está siempre, no sólo en Estados Unidos sino en cualquier país cuando las cosas se ponen inestables y algún gurú asegura: “Sé cómo arreglar esto por ustedes”. Eso se traduce en una ciudadanía obligada a ceder derechos. En aquel momento, algunos dijeron que lo que yo decía era erróneo. Aún lo dicen. Niegan el terrorismo, la esclavitud modelo siglo XXI, las mujeres aún hoy lapidadas. Mirá lo que pasó con los secuestros de Chibok en Nigeria en 2014, cuando el grupo Boko Haram entró en una escuela, secuestró y esclavizó a unas trescientas alumnas.
¿En qué sentido, entonces, El cuento de la criada es ciencia ficción?
–En el sentido que le daban Ursula K. Le Guin u Octavia Butler, autoras que no necesitaron llenar sus libros de marcianos. Estamos hablando de una escritura que sabe ver en el presente, aquello que vendrá. Pero no porque sea oracular sino porque si unís determinados hechos históricos, el resultado es aterrador. Algunos hablan de “especulación”, pero supongo que eso es para que la gente conserve la calma, porque lo cierto es que todo esto está aquí, rozándonos la piel.
El cuento de la criada fue tipeado en una máquina de escribir alquilada mientras Atwood vivía en Berlín Oriental, rodeada todavía por el Muro. Quizás por eso ella ha dicho que para escribir todo lo que se necesita es un par de lápices (por si uno se rompe), un cuaderno y una buena historia. Por esa época, visitó varios países al otro lado del Telón de Acero, como Checoslovaquia o Alemania Oriental, y siempre se sentía observada. Si en 1984 pensaba en Orwell ahora menciona una y otra vez a Trump y el apoyo electoral que tiene entre muchas mujeres mientras él las desdeña.
Antes de dedicarse a la narrativa, Atwood fue poeta. En su ensayo Under the thumb cuenta que nació el 18 de noviembre de 1939 en el Hospital General de Ottawa, dos meses y medio después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. “El haber nacido al principio de la guerra me proporcionó un sustrato de ansiedad y miedo en el que inspirarme, algo que resulta muy útil en una poeta”, escribió. Esto último está dicho en tono de solfa porque ella abjura de los poetas solemnes “que usan pulóveres de cuello volcado y están obsesionados por sistemas simbólicos de cualquier tipo”. Escribió su primer poema cuando era adolescente: unas rimas inspiradas en Edgar Allan Poe, con un toque de Shelley y Keats. “No sabía que la palabra ‘poetisa’ constituía un insulto y que un día me llamarían así. Aún ignoraba que el que me dijeran que había trascendido los límites de mi propio sexo femenino iba a convertirse en un cumplido”, recuerda. Con apenas 27 años su primer libro, The Circle Game, ganó el Governor General’s Award, uno de los premios más prestigiosos de Canadá.
Su padre era entomólogo y su madre, dietista. Así que Atwood y sus hermanos pasaban largas temporadas en el norte de Quebec, en medio de la naturaleza. Allí, en 1945, descubrió las historias de los hermanos Grimm, que le parecieron encantadoras y pavorosas a la vez. Con el tiempo siguió a su hermano a la Universidad de Toronto y estudió filosofía. “Los únicos autores de los programas académicos eran varones británicos. ¿Dónde estaban las chicas?”, se preguntó. En 1972 hizo justicia al publicar Survival: A Thematic Guide to Canadian Literature, una recopilación de escritores (y escritoras) canadienses. Más tarde, en Harvard se metió con una tesis doctoral sobre novelas góticas del siglo XIX que nunca terminó. Nadie le reprocharía ese desliz a una escritora que ha ganado más de cuarenta premios por su escritura, incluido el Príncipe de Asturias, aunque el Nobel se le siga escapando.
Cuando Alice Munro ganó el Nobel, muchos dijeron que ninguna otra escritora canadiense obtendría ese premio.
–¿Por qué no? ¿Qué lo impediría? Alice y yo somos grandes amigas desde 1970. Es maravilloso que ella haya ganado el Nobel en un momento en el que le había ocurrido algo muy triste como la muerte de su marido. “Todos me van a odiar ahora”, fue lo primero que dijo. Pero eso no es cierto. La amamos.
Hablando del temor al odio, a mitad de los noventa usted investigó una historia real de la que surgió su novela Alias Grace. Allí se cuenta la historia de una chica de 16 años acusada de asesinato en 1843, que pasa décadas en la cárcel y es considerada monstruosa. La novela tiene una estructura epistolar, similar a Frankestein. ¿Cree que haya un vínculo entre ambas?
–La mía fue una novela de crimen considerada dentro del gótico femenino, una línea muy propia de Canadá. En el gótico femenino hay fuerzas siniestras y oscuras como las que rodearon a Grace. También es cierto que la escritura tiene que ver con la oscuridad y con un deseo de penetrar en ella, como dije alguna vez en un libro de ensayos, Negotiating with the Dead. Pero esta historia está basada en un hecho real, como decís. ¡Pasa que las bodegas oscuras son lugares muy góticos! En fin, yo no pensé tanto en Frankestein como en el aislamiento de las hermanas Brönte o The Woman in White, una novela epistolar de Wilkie Collins, que fue publicando en la revista literaria de Charles Dickens. Pero vuelvo a subrayar esto: Grace no es una ficción. Fue un crimen resonante de un asesinato doble del dueño de una finca y su amante. Supuestamente participaron dos empleados de él: un James McDermont, y Grace, una irlandesa pobre de apellido Marks, inteligente y hermosa, que emigra a Canadá. Él fue condenado a la horca y ella se salvó. Pero las aguas se dividieron: o era mentalmente insana y en consecuencia, inocente; o estaba poseída por el demonio. Todo el ajetreo del juicio la transformó en una mujer bastante famosa… Se hicieron tours a la prisión para visitarla y llegó a trabajar para altos burgueses de la época. Nunca confesó que fuera culpable o no. Ese silencio me pareció muy atrayente.
En los epígrafes de Alias Grace -editada a mitad de los noventa y reeditada ahora gracias a la exitosa serie basada en el libro, que se puede ver en Netflix- también aparece otra mujer de la que Atwood se ocupó: Susanna Moodie. Esta escritora inglesa emigró a Canadá -por entonces, colonia británica-en 1832. En 1853 publicó Life in the Clearings, donde incluyó su investigación sobre el caso Marks. “En el momento de mi visita sólo había cuarenta mujeres en el penal. Eso dice mucho a favor de la formación moral del sexo más débil”, observó. En los setenta, uno de los libros más aclamados de Atwood fue El diario de Susanna Moodie, donde la autora se permitía imaginar en primera persona los pensamientos de la cronista inglesa. Allí se incluyen unos de los versos más hermosos que ha escrito Atwood, esenciales para entender su escritura (o la literatura en general): “sólo encuentras / la forma de lo que ya eres / pero qué / si lo has olvidado / o si descubres / que nunca lo has sabido”.
Grace cose para sus amas unos acolchados típicos llamados quilt, hechos con retazos de tela que van formando composiciones geométricas. En uno de los encuentros que mantiene con el doctor Simon Jordan –un precursor de la psicología que se interesa vivamente por su caso– ella le cuenta que está cosiendo el modelo Caja de Pandora. Él le pregunta si sabe quién es Pandora. Grace responde que era una griega que abrió una caja prohibida de la que escaparon guerras, enfermedades y otras calamidades humanas. Al fondo de la caja, sin embargo, estaba la esperanza.
Atwood cree en la esperanza. “Si no lo hiciera, no tendría sentido escribir”, razona. Y cree que la voz de las mujeres es capaz de alzarse bien alto en defensa de eso. “Que en un texto aparezcan mujeres no significa que sea un texto feminista. Ahora, si esas mujeres son seres humanos, tratadas en toda su complejidad y lo que les ocurre es crucial para el asunto, la estructura y la trama del libro… Entonces sí. En ese sentido, muchos libros son feministas”, escribió en el prólogo de El cuento de la criada. Ella también se reivindica desde el feminismo.
Esa misma convicción, personal y política, la ha convertido en una escritora ecléctica, autora de más de sesenta novelas para adultos y para niños, poemarios, libros de ensayos, guiones para series televisivas (El cuento de la criada tuvo una primera versión televisiva en 1974). “Estoy al tanto de la supervisión de El cuento de la criada y de Alias Grace en sus versiones como series porque se trata de novelas basadas en hechos reales y me interesaba que eso se reflejara en la pantalla. Estoy muy contenta con los dos trabajos”, afirma. También le gustan las invenciones. Tiene listos una adaptación literaria de La Tempestad, de Shakespeare y un libro de cómics con un superhéroe mitad gato, mitad aviador: Angel Catbird. Su quilt actual se completa con una nueva novela que publicará en 2019 y un libro de poemas para el año siguiente. “Me he tomado mi tiempo con los poemas”, reconoce, ya que su último poemario, La puerta, es de 2007. “Y no preguntes de qué va cada libro porque no lo contaré”, se adelanta con un susurro cómplice.
“¿Por qué no investigar todos los géneros y todas las posibilidades de publicar? La web es buena para eso”, responde cuando se le pregunta por su eclecticismo y por su manejo hábil de las nuevas tecnologías como aliadas de su obra. Abrió su cuenta de Twitter en 2009 -donde tiene casi dos millones de seguidores- y los primeros capítulos de su novela Por último el corazón, de 2015, fueron publicados en la plataforma Wattpad. En esta nueva distopía (que también será serie, cómo no), el enemigo es muy tangible: se llama “crisis económica”. Una pareja desempleada decide participar en un extraño negocio que consiste en pasar un mes en una casa con todas las comodidades de la clase media, y un mes en una prisión modélica, haciendo trabajos de carpintería y criando pollos. El asunto es que nada es gratis en los paraísos artificiales. Atwood se permite hablar de la pena de muerte que, a través de inyecciones letales, detiene el corazón de los díscolos cuyo crimen es denunciar las miserias del capitalismo. O de hombres que se transforman en imitadores de Elvis Presley (a quien ella adora) para ganarse la vida cuando el negocio idílico se cae a pedazos. Tanto como la pareja protagónica, devorada por la dictadura del mandato. “Con el amor soy menos esperanzada. Bah, creo que el amor es demasiado cambiante como para obligar a las personas a hacer las cosas de un único modo”, observa Atwood.
Por último el corazón está dedicado a Angela Carter, la misma que al final del prólogo de la compilación de relatos Niñas malas, mujeres perversas, que publicó a mediados de los ochenta -donde incluyó a Colette, Djuna Barnes y Jamaica Kincaid entre otras- dijo, refiriéndose a los personajes del libro: “Estas mujeres se saben dignas de algo más que lo que el destino les ha preparado. Están preparadas para conspirar e intrigar; para arrebatar; para luchar; para salir de la madriguera y hacerse con esa porción extra ya sea de amor, dinero, venganza, placer o respeto”. No siempre es fácil.
A sus 78 años, Atwood sigue buscando en otras mujeres del pasado y del presente, en la complejidad de sus deseos, el hilo de Ariadna que la conduzca a una nueva historia. Exhumar voces silenciadas es, en el fondo, un trabajo de arqueóloga, no exento de cierta mística que en siglos pasados condenaba a las chicas Webster a la hoguera. Reconstruir esas voces, darles identidad perdurable, es una tarea que aprendió del obsesivo oficio de su padre, que pasaba los días mirando detalles en la naturaleza. Además, cuenta que su hija Jess –nacida en 1976– es experta en historia del arte. Todas esas capas de conocimiento que vienen de familia, amigos y lecturas incansables le han servido para entender desde una perspectiva literaria los períodos históricos en los que se mueven sus personajes. “Me importa mucho la fecha de nacimiento y eventualmente, la de muerte. Anoto todo en un cuaderno porque es lo que me permite indagar la época que le tocó vivir a cada uno. Una historia se arma con muchas notas que jamás son publicadas pero que hacen al alma del libro”, afirma. En ese sentido, tiene una amiga que vive en Edmonton, estudiosa de la obra de El Bosco, quien asegura que detrás de la abigarrada simbología del pintor, se esconden referencias astrológicas. “Una noche muy larga y muy fría me enseñó un poco de astrología”, confiesa Atwood. “Pero no, no lo uso para los personajes”.
Hace un tiempo, en un perfil publicado por The New Yorker, se afirmaba que la escritora, además, sabe leer las líneas de las manos. Esta cronista, que garabateó notas a lo largo del encuentro con su mano izquierda, pregunta si es verdad.
Sí, es verdad.
En ese momento aparece Manguel. Dice que a Atwood la esperan otros compromisos. Ella no se inmuta. Acomoda su espalda sobre el sillón tapizado de brocato. Pide un kleenex para sonarse la nariz y que bajen el aire acondicionado. Saca de su cartera minúscula unos lentes con marco de carey rojo que no ha usado hasta ahora. “Querida, observé que sos zurda. ¿Sabías que en esa mano se cifran los deseos presentes? La derecha, más bien sirve para comprender un poco de dónde venimos”. No, la cronista no sabe eso. “Si no estás apurada, yo tampoco. ¿Me dejarías leer tus manos?”, ofrece. Si bien es posible que una entrevistada quiera saber sobre su entrevistadora, no deja de ser inquietante el ofrecimiento quiromántico, aún en su generosidad. La cronista confía: apoya sus manos sobre las de Atwood que, con sus dedos finos, escruta los accidentes y las líneas de la piel como quien descifra letras minúsculas de un libro arcano. Manguel entiende que no es adecuado intervenir cuando dos mujeres comparten un secreto. Quizás por eso se retira discretamente.
Atwood sonríe, se aclara la voz y comienza a hablar de aquello que no se revelará aquí.