Una de las categorías competitivas del Festival de Cine Latinoamericano Rosario -organizado por Punto Audiovisual, dependiente de la Secretaría de Cultura y Educación- está dedicada a los Largometrajes Santafesinos, un lugar de encuentro bienvenido para algunas de las más recientes producciones locales y regionales. Asistir a tales funciones es uno de los atractivos del festival, sea porque permite apreciar las temáticas diversas y los abordajes personales de cada propuesta, pero también por el desafío que implica, siempre, hacer cine. El desafío viene a cuento, y es urgente.

El desfinanciamiento que sobre el sector lleva adelante el gobierno nacional, afecta de manera mayor a la provincia de Santa Fe. Como es de público conocimiento, Santa Fe no tiene una Ley de Cine, como sí, dado el caso, Entre Ríos y Córdoba, provincias con las cuales se conforma la Región Centro. ¿Cuál será el porvenir de las producciones santafesinas sin una ley que las financie? Un problema que ya afecta, y de manera ostensible, a quienes venían trabajando de forma sostenida. Vale, por eso, la pregunta que desprende la misma categoría competitiva; de continuar este escenario, ¿tendrá continuidad en un corto tiempo?

De manera perspicaz, el mismo festival ha programado para este miércoles (a las 17 en Cine Lumière, Vélez Sarsfield 1027), el conversatorio “Una Ley de Cine para Santa Fe”, integrado por representantes de la Comunidad Audiovisual Santafesina y los productores Paula Mastellone (Entre Ríos) y Antonio Pita (Córdoba). En otras palabras, la atención por parte de sectores del municipio como así también de la provincia sobre la necesidad de una Ley de Cine se ha manifestado en reiteradas ocasiones (como lo señala, por ejemplo, Pulsar: Mercado de la Industria Audiovisual de Santa Fe, y las discusiones que allí se promueven); y ésa es una buena señal. Pero ya pasó mucho tiempo; años, en verdad. Que el cine es una máquina económica se sabe, lo que parece cuesta todavía es lograr que el entendimiento llegue a los oídos (y las firmas) de quienes deciden.

Vistas las cinco películas santafesinas -con proyecciones en Cine El Cairo durante el pasado fin de semana-, lo que persiste es un gusto apreciable, por la variedad de propuestas y la calidad que de ellas se desprende. La ceremonia de premiación será el sábado próximo; lo que a continuación se detallan son algunas impresiones sobre lo visto, con el anhelo puesto en que sus artífices puedan seguir adelante con lo que eligieron hacer: cine.

De acuerdo con el orden de las funciones, el primer título fue Abuelo Gaucho, con dirección de Martín Donatti. Una película que es una nota de cariño a Orlando Vera Cruz; casi documental, casi ficción, a la manera de uno de los mismos relatos o cantos que habitan en la poética de su protagonista. Se cruzan momentos de vida rural, el río, el cielo, la arboleda, la pulpería (real o soñada), la indiada (que subsiste en el decir de Vera Cruz y en el gesto fraterno con uno de ellos: un momento sublime); con la guitarra como nexo. La película es una celebración, y logra un gesto sensible propio, que sabe estar a la altura del poeta elegido.

 

En otro orden, haber visto Santa Rosa de Lima 1997 fue asistir no solo a uno de los capítulos nodales sucedidos en el barrio santafesino de ese nombre durante aquel año, sino también a la construcción narrativa de un documental que su director, Pablo Bertoldi, organiza a partir del solo uso de material de archivo: informes periodísticos en bruto, que Bertoldi reúne y hace dialogar mientras reconstruye el hecho, sin voces en off ni intervenciones, sino desde el ejercicio del corte de montaje. Lo que surge es un fresco cercano, bien próximo, que dice de maneras que parecen venidas de una época más o menos lejana, cuando surgía el movimiento piquetero, para rebotar con un golpe justo en el presente, a partir de las consecuencias de las políticas neoliberales impulsadas por el menemismo (con la complicidad de muchos de los que por allí hablan y hablan). De lo expuesto, sobresale la dignidad de quienes lucharon (y luchan) por sus derechos, para el logro de conquistas que la película acentúa y celebra; vale decir: trabajo digno.

 

En El infierno de los vivos, basada en la novela de Alicia Barberis, Alberto Gieco retrata el calvario de una adolescente, víctima de un padrastro abusador, en un contexto que pretende disimular y anestesiar su dolor. Familia, iglesia, médicos, una sociedad ante la cual la joven queda a merced, mientras procura una ayuda que le haga posible el reencuentro con su padre. La actriz Cielo Eberhardt sabe soportar el peso de su personaje, al huir de su casa, al gritar en silencio, en la luz que irradia cuando sabe que está cerca del reencuentro con su papá, y en el desconcierto de saberse finalmente sola. En otras palabras, tendrá que encontrar la manera de lograr un espacio propio y en medio del infierno, con el consuelo que le depara una frase de Italo Calvino en Las ciudades invisibles. Un infierno próximo y filmado en locaciones de Santa Fe, Rincón y Santa Clara de Buena Vista.

En Qonoq: Lo que comemos nosotros, Mario Caporali recrea la vida de una joven qom, que acude a palacio para alertar sobre los peligros del desmonte. En la corte, la recibe la reina blanca. Los ornamentos y el vestuario sitúan la historia en un lugar más o menos posible; con alusiones a cuentos de hadas, y en el marco de una naturaleza tan poética como misteriosa. La imaginería despierta alucinada en la propuesta de Caporali -todo un hallazgo-, con la Casona Yiró como una de las muchas locaciones elegidas para su relato fascinante, a través de una semblanza arquitectónica que entreteje un laberinto epocal.

Finalmente, Karma Negro de Juan Mangiantini, relata en clave policial la peripecia desafortunada de un remisero que decide hacerse con el dinero de un secuestro, aun cuando esto ponga en riesgo a sus seres queridos. La ilusión de sobrevivir a la cárcel para reencontrarse con el botín maldito es uno de las máximas del relato noir, que la película elige en su deriva argumental.