Volví treinta años después, llevando de la mano a mi hijo de ocho. Había dejado el club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA) en 1974, cuando fui detenido mientras hacía la colimba. Mi último campeonato lo jugué un año antes, en el mismo equipo en el que estuve tres temporadas. Se llamaba Moreno y era uno de los mejores de GEBA, pero también uno de los más indisciplinados.
El mejor, sin dudas, se llamaba Buenos Aires. En ese equipo jugaba un pibe muy flaquito, endeble y retraído, zurdo y con una gambeta demoledora. Era un diez capaz de arrancar en su propia área y llegar a la opuesta dejando desparramados en el camino a todos los que intentaran detenerlo. Nadie quería marcar a Alejandro Sabella, que con sus medias bajas y sus piernas delgadísimas, absorbía todos los golpes sin quejarse nunca por ninguno. Alejandro jugaba y hacía jugar. En esos años era fanático de Boca, igual que Marcelo, su hermano, un cinco de categoría al que le decían “El Rata” y que también brillaba en ese equipo. El padre de ambos el “Toto” Sabella se pasaba las tardes en el club, sentado atrás del arco de la cancha donde sus hijos tejían sueños, goles y gambetas, mientras mamá Nelly cebaba mate para todos. Ambos eran una postal de Geba en esos comienzos de los setenta.
Marquitos Cohen, el técnico, era famoso por su grito de “largala Alessss, largalaaa”, cuando el futuro diez de River, de Estudiantes de La Plata y luego técnico de la Selección Argentina Subcampeona del Mundo en Brasil, se excedía en su habilidad. Cohen convertía la “x” en “s” y era gracioso escucharlo gritar desesperado. Junto a Alejandro jugaron Daniel Crespo y Carlos Avanzi, que luego fueron también excelentes volantes de la Primera de River.
Seguí viendo a Alejandro Sabella, pero ya no en el club sinó en los pasillos de la Facultad de Derecho, donde ambos estudiábamos. “Pachorra” ya brillaba en la tercera de River, y de vez en cuando concurría a alguna asamblea en la facultad, porque la política no le era para nada indiferente. Su debut en Primera sólo se retrasaba porque el diez titular en esos años era el Beto Alonso, uno de los más grandes ídolos riverplatenses.
Finalmente “Ales” debutó en el 75 y luego fue transferido a Inglaterra, donde brilló durante algunas temporadas. Seguí sus éxitos desde mi oscura celda en la prisión de Magdalena, adonde fui a parar en diciembre del 74. Mi padre, el Capitán Soriani, que también lo admiró en Geba y en River, era el encargado de traerme sus noticias. “Sabella is Magic”, repetía orgulloso el Capitán los títulos de los diarios deportivos ingleses.
Moreno era un cuadrazo y la cara opuesta de Buenos Aires. Muchos de sus integrantes preferían ser suplentes en ese equipo que titulares en otro. Jugar en Moreno daba chapa de buen jugador y todos reventábamos de orgullo cuando nos poníamos su camiseta. Fue el único equipo de Geba que nunca tuvo Director Técnico. Nadie quería dirigir un cuadro de atorrantes que jugaban como se les daba la gana, que no estaban dispuestos a recibir órdenes de nadie, que nunca podían completar los once si les tocaba jugar los domingos por la mañana, porque no renunciaban a la noche del sábado, ni a los primeros vinos y las primeras novias.
Esas mañanas de domingo varios de sus jugadores caían directo desde el boliche, felices con el bolso al hombro, pero más ansiosos por contar sus hazañas nocturnas que por ponerse los botines con tapones que estábamos obligados a usar por reglamento, aunque algunos prefirieran las zapatillas Flecha, a las que pintaban de negro para que la trampa no fuera advertida por los jueces.
Los clásicos entre Moreno y Buenos Aires levantaban las expectativas de todo el club, y algunos de esos partidos Moreno los jugó con ocho integrantes, el mínimo permitido para poder entrar a la cancha, por culpa de los dormilones.
El equipo se disolvió en el 74. Ese cuadro de cracks rebeldes y transgresores, sufrió primero la sangría de la fiebre militante y luego la represión salvaje que sacudió al país.
En Moreno atajó Hernán Invernizzi, que fue detenido en setiembre de 1973 por su militancia política. Hernán era un arquero-jugador que se las arreglaba solo para cubrir los huecos que dejaban sus defensores, todos con neta vocación ofensiva. Hernán y el nueve del equipo, Mario Álvarez, hijo del famoso arquitecto Mario Roberto Álvarez, eran los galanes del club, atildados y prolijos, siempre llegaban a los partidos acompañados de chicas hermosas que los demás envidiábamos.
Allí jugaron un marcador de punta pelirrojo y aguerrido, Carlos Baidelbaum, y un cinco muy prolijo, de pelota al pie y cabeza siempre levantada, Carlos Prigollini. Ambos, perseguidos por la triple A, tuvieron que exiliarse en México de apuro.
El marcador central, Alberto Giachello, fue asesinado a mediados del 75 también por comandos de la triple A y un ocho muy metedor, de incansable ida y vuelta, Jorge “Bocho” Navarro, dirigente estudiantil de la JUP en la Facultad de Derecho, fue muerto en dictadura. Tiempo después su padre, el “Chiquito” Navarro, un socialista sin partido que jugaba en la categoría de veteranos del club, fue secuestrado junto a su esposa Ana, la mamá del Bocho. Nunca se volvió a saber de ellos.
Moreno tuvo otros jugadores inolvidables, que no llegaron a profesionales porque la vida los llevó por otros caminos.
Recuerdo un diez tan vago como exquisito: Armando Torres, “Nomano” para nosotros, que prefirió el periodismo. Fue el primer Director del diario BAE y luego también vocero de Roberto Lavagna cuando “El Pálido”, como lo llamaba Néstor Kirchner, era Ministro de Economía de Duhalde.
Nomano Torres, enterado de mi libertad, me visitó una tarde en la redacción de PáginaI12 y, a pesar de las diferencias políticas que nos separaban, me abrazó solidario y conmovido por mis años pasados en prisión.
Los hermanos Pablo y Mauricio Breiman, puntales de aquel equipo, me ayudaron con generosidad cuando luego de liberado los visité en su empresa y les pedí una mano para empezar de nuevo. Los años compartidos en ese grupo, diezmado por la represión, forjaron amistades que soportaron todas las tormentas.
Desde las gradas de GEBA hoy, tantos años después, veo jugar a San Andrés, el equipo de mi hijo, en las mismas canchas donde brilló Moreno. Y cuando Joaquín celebra alguno de sus goles, vuelven de golpe, por un segundo que se hace eterno, aquellos días donde todos fuimos craks, atrevidos y goleadores. Aún los que no lo fueron.