Vivir a ras del suelo, en una planta baja, puede devenir una pesadilla, con una suicida que se arroja descalza desde un quinto piso. Dos amigas tienen que luchar cotidianamente contra la plaga de cucarachas, en plena guerra de Malvinas, y hacer el duelo por la muerte de un chico en el hundimiento del General Belgrano. Una nochecita de 1977 una chica que se la pasa leyendo poesía en un bar de mala muerte de Constituición, de la mano de un joven desconocido empieza a ver quince mariposas gigantes entrechocándose en el aire. “El mundo ya es cocainómano, consumir cocaína es ampliarse la dosis de mundo que te toca”, piensa una mujer poco antes de recibir el primer puñetazo en el ojo de quien pronto se convertirá en su ex pareja. Rogelio, el dueño cocainómano de una agencia de publicidad, maltrata a una joven que trabaja como recepcionista. Un grupo de adolescentes escucha a la hermana mayor de una de ellas decir: “Anda bien, pero se politizó”. “Ninguna de nosotras sabía exactamente qué quería decir ‘politizarse’, pero Tina y sus amigos lo repetían todo el tiempo, y sonaba a dejarse traspasar por algo, que podía ser el rayo abductivo de un plato volador, una iluminación religiosa, un amor intenso, o la comprensión histórica. Algo que a uno le pasaba y lo transformaba”, asegura la narradora asumiendo la voz colectiva de los que “llegaron tarde a todas partes”. El oído y la mirada de Sandra Russo en Veintidós cuentos cortos y ligeros (Sudamericana) capturan los pliegues más sutiles de diversos malestares vinculados con el amor, la amistad, el desamor y la maternidad.
Escribió los relatos del libro durante un mes y medio. “Me encerré a escribir de cinco de la mañana hasta las nueve o diez de la mañana, todos los días. Los hubiese podido dejar en reposo, pero soy un poco compulsiva, soy lo contrario a los que están diez años escribiendo un libro. Cuando pasás del periodismo al formato libro, ya no sacralizás tanto al libro. Hay gente que sacraliza el libro como algo en que se juega la identidad. A mí me viene muy bien esa cosa expulsiva del periodismo”, reconoce Russo en la entrevista con PáginaI12. El mozo del bar Varela Varelita sirve dos cortados con espumas y “dibujos de autor”. En uno, el que le corresponde a la periodista y escritora, dibujó una mariposa muy parecida a las que ilustran la portada de Veintidós cuentos cortos y ligeros. “Ahora con el pelo largo y como hace dos años que no salgo a ninguna parte, lo único bueno que me está pasando es que no me reconocen. Yo no tuve una notoriedad gozosa, me la pasé muchos años bancándome escupidas e insultos. Nos puteaban los de adentro y los de afuera, y después nos tiraron a la banquina”, plantea la panelista del programa 6,7,8, autora de Milagro Sala. Jallalla. La Tupac Amaru, utopía en construcción, La Presidenta. Historia de una vida, La Cámpora por dentro y Lo femenino, entre otros libros. “Ahora me reconocen los que me quieren porque se acuerdan. Los que me puteaban se olvidaron; es la situación ideal”, bromea.
–Hay varios cuentos atravesados por la dictadura como “1979” y “Cucarachas”. En uno de esos cuentos la narradora dice: “Eran años raros, tristes, peligrosos, y eran los años de nuestra juventud”. Queda claro por qué eran peligrosos, pero ¿por qué eran años tristes?
–Eran tristes para estos personajes, que eran pibes de 18 o 19 años. Yo los viví con mucha tristeza. Cuando me acuerdo de esa época, no me acuerdo tanto del terror porque yo no tenía militancia política. Lo primero que me aparece es la tristeza, la imposibilidad de fiesta. No había alegría; eran años melancólicos, no eran años divertidos. Era todo muy silencioso, muy en secreto, muy inexplicable. Si sabías, era terrorífico. Si no sabías, era inexplicable. Eso era triste.
–Estos cuentos no tienen nada de “ligeros”...
–Los escribí ligero; pero igual están todos escritos en un registro que es el que más me gusta, que yo llamo “falso light”, que engancha un poco con lo ligero. Aunque esté contando algo que por abajo es medio tremendo, la voz narrativa es una voz ligera, es una voz que no se detiene en lo terrorífico ni en lo lúgubre. La voz narrativa es lo ligero. Que la voz narrativa sea entretenida, aunque lo que te cuenta te vaya dejando un sabor amargo. En realidad, los Veintidós cuentos... es un homenaje a los Nueve cuentos de Salinger. De Salinger aprendí esa voz narrativa de un veterano de la guerra de Corea. Y si leés “Un día perfecto para el pez Banana” o “Para Esmé, con amor y sordidez”, la voz narrativa es una voz que incluso te hace sonreír. El cuento te deja en contacto con un borde de la existencia. Yo aprendí eso y me lo apropié usándolo de otra manera. Es esa marca que yo reivindico. Lo que quiero decir no es chistoso, pero lo trato de decir de un modo llevadero.
En el cuento “1979” la narradora, una estudiante de Letras que pronto dejará la carrera, consigue trabajo en una agencia de publicidad de un escritor cuyo nombre no revelará, pero que los lectores podrán identificar fácilmente. “Hay mucho núcleo biográfico entrelazado de una manera ficcional. Nada pasó exactamente como está contado, pero sí tuve una escena violenta y además me maltrataba como empleada. No lo quise decir porque él murió y no quería que pareciera una denuncia de acoso de Ni Una Menos”.
–¿Por qué su generación era “la que llegaba tarde a todas partes”?
–Llegamos tarde a la lucha armada, llegamos tarde a la militancia política. Yo llegué a Sociología cuando levantaron la carrera, llegué a Letras cuando ya estaban desapareciendo a todos. Cuando llegué al Conservatorio de Arte Dramático, me dijeron: “llegaste tarde; hace un par de años esto era una gloria”. Por eso tampoco cursé ninguna carrera hasta que cursé Comunicación muchos años después. Salí del secundario en una época donde empezaba la dictadura y lo mejor ya había pasado. No se sabía qué era lo que venía, pero la sensación con la que uno creció era que llegaba tarde a todas partes. Es una sensación que uno arrastra.
–¿Qué marcas deja ese “llegar tarde”? ¿Deja marcas en la escritura, en el modo de mirar?
–Yo nunca escribiría nada de los años de plomo que no fuera como el enfoque que aparece en el cuento “Los estudiantes medievales”, en “1979”, en “Cucarachas”, porque es la perspectiva vital que tenía de esos años. También hubo gente menor que yo que desapareció y yo tenía la edad de los chicos de la Noche de los Lápices. Pero por una cuestión de azar me tocó ir a un colegio privado chiquito del conurbano. Si hubiera ido al Pellegrini o al Nacional de La Plata, tal vez hubiera sido otra mi historia. La primera marca, que no sé si está transmitida bien, es la sensación de sentirte un pelotudo, como cuando llegás a una fiesta y te dicen “ya terminó el baile”. La sensación era que nos habíamos perdido algo que había estado bueno, por lo menos en términos de participación. Siempre se dice que los que sobrevivieron se quedaron con la culpa de sobrevivir, pero se habla poco de los que ni siquiera participaron, que no tenían cinco años, tenían 16 o 17. Ese es otro tipo de malestar; las fichas fueron cayendo más lentamente, yo tampoco tenía tanta información: sabíamos que estaba pasando algo terrible, pero no manejábamos los códigos, no entendíamos por qué nadie nos invitaba a su casa, tardamos en decodificar eso; por qué se estudiaba en los bares, por qué podías tener un romance con un pibe, pero no te decía el apellido, porque todo el mundo tenía mucho miedo. Son marcas fuertes que te deja el hecho de entrar a una dictadura sin entender muy bien que la vida no era eso. En “Cucarachas” una de las amigas dice que no sabe por qué se quedaron en esa casa llena de cucarachas, cuando vieron que los insecticidas no les hacían efecto y no entendía por qué no se habían mudado. Y pensando en voz alta dice que cree que fue porque era 1982 y que por lo menos vivían con lo que aparecía. Con lo que se convivía era con lo que desaparecía. Aunque fueran las cucarachas, aparecían. Todo lo siniestro de esa época se revelaba en cosas mínimas, pero se revelaba. En 1982 llegó la Guerra de Malvinas y apareció el relato de otro tipo de víctima. Erika, en ese relato, es una víctima de la dictadura, pero de otro orden. El ojo no está tan puesto, hasta ahora, hacia este tipo de personajes de los que yo hablo, porque no eran personajes con valor. La marca de la época es que tu vida no transitó por el andarivel central de la época; entonces no fuiste muy interesante. Yo no sabía en el 77 que había campos de concentración: tenía compañeros que dejaban de venir a clase, pero qué pasaba, no lo sabía.
–El clima político que prevalecía mientras escribió estos veintidós cuentos, ¿incidió en ambientar varios relatos en distintos momentos de la dictadura: el 77, 79, 82?
–Tenía atragantadas un montón de situaciones y un montón de estados de ánimo. El cuento de las cucarachas, en otras circunstancias y en otro año, no sé si lo hubiera pensado con un pibe muerto en el crucero general Belgrano, con una piba que relata ese duelo, no el duelo de un novio que se murió en un accidente de moto. Ahí aparece algo de lo que decía de Salinger: él jamás habla de la guerra; no hay un solo párrafo en el que se sepa qué le pasó a Seymour Glass en los diferentes libros en los que él habla de ese personaje. La guerra está como telón de fondo y yo siempre que leía eso pensaba en relación a la guerra de Malvinas que acá todo lo que se escribió había tenido a Malvinas no como telón de fondo sino como objeto de relato. Eran núcleos que tenía encapsulados y que por algún motivo nunca se me había ocurrido desarrollarlos porque para escribir una contratapa tenía que ser más fiel a la verdad, pero la verdad no tenía interés. Lo que tenía interés era la atmósfera.
–Otro núcleo temático tiene que ver con la muerte y la viudez, como en el último cuento del libro Respirar, enfocadas desde distintas perspectivas.
–Escribí un montón de cosas sobre la viudez. Lo femenino termina con un cuento que se llama “Cleopatra” porque vengo haciendo como un camino de los ensayitos cortos a los cuentos. La viudez es un núcleo biográfico que me marcó; entonces aparece, reaparece de una manera y de otra, no lo puedo evitar. Y creo que va a seguir porque es una sensación de pérdida. En “Respirar” comparto la pérdida con la nena, en “Cleopatra” no lo compartía: la nena no existía, no aparece. La viudez es una sensación abismal, por lo menos a esa edad. Mi marido tenía 38 años cuando murió y eso me partió la vida. La viudez aparece como un núcleo desde el que se explican un montón de cosas que tienen que ver con la desestructuración, que te obliga a tener que armar todo de nuevo. Yo no reboto esta marca cuando aparece porque dispara cosas que puedo reconocer y que puedo transmitir claramente. Hay muchas mujeres a las que les ha pasado, no de la misma manera, no a la misma edad. En Respirar pasé por esa experiencia de que la primera vez que a mi hija la llevaron al dentista la llevó el padre. Y la segunda vez la llevé yo y el padre ya no estaba... ese momento para mí fue uno de los más dolorosos de mi vida, más que el velorio, más que lo ritual. Cuando algo te duele mucho, lo guardás porque en algún momento sabés que lo vas a usar para la escritura.
–Hay también separaciones y finales de la vida en pareja, que tienen que ver con la pérdida, porque al fin y cabo se pierde algo, ¿no?
–Pero en el libro no lo trabajé como pérdida. Ahí aparece el “falso light”; los cuatro o cinco cuentos donde se habla del final de una pareja son los más divertidos. Para mí que se termine una pareja no es dramático, porque después de que pasás por la experiencia de la pérdida de lo real freudiano, lo demás se vuelve menos dramático. No me he pasado llorando por el fin de una pareja ni nada ha sido lacrimógeno. En eso soy demasiado racional. Lo dramático en los finales tiene que ver con un resabio del amor romántico que ya no funciona más. No digo que no he llorado nunca, pero tampoco me quedé seis meses clavándome un puñal. No me interesan los vínculos tipo bolero. No me lo creo (risas). Todos en algún vínculo tenemos momentos de ligera obsesión, pero para mi gusto deben ser rápidos. Yo no creo que otro tenga la llave de mi felicidad, pero sí creo que podemos encontrar a otro que nos haga la vida mejor. Hace mucho que me dejó de interesar la cosa romántica. El amor romántico me parece profundamente patriarcal. Los sentimientos son una construcción; nos enseñaron cosas que nos duelen en lo general, pero en lo particular a cada uno le duele algo distinto. La cultura de masas, el bolero, el tango, el reguetón, todo lo que vemos por la tele, las parejas de famosos, te diseñan una subjetividad deformada. Yo no podría cantar un puto bolero (risas).
– “No sé tú” no le sale...
–Ah, pero justo ese me encanta porque no sabe, porque está construido desde la duda y la asimetría. Pero “la puerta se cerró detrás de ti y nunca más volviste aparecer”... no es para mí (risas).