Cristina fue proscripta. No estamos ante una decisión judicial tomada en expedientes de prístina corrección. Sino ante unas carpetas manchada por el repique de pelotas de tenis, pisadas por botines de fútbol, con rastros de barro de los alrededores de un lago escondido, asados y brindis: surgidas del largo amasado de una amistad de esas que permiten que se vaya resolviendo lo que tus querendones anfitriones pretenden. Y esa red de vínculos que las distintas instancias del poder judicial fueron honrando, con sus sentencias amañadas, responde, con una claridad enceguecedora, a las necesidades de los sectores económicos más poderosos.

Cristina es proscripta y esperan que baje el riesgo país por ese acto. Que suban las acciones, se dispare el Merval y la Argentina pueda ser endeudada a paso más rápido. Esperan que el festejo de las clases dominantes se traduzca en platita contante y sonante, mientras se regodean con expropiar, cada vez más, a quienes trabajan. 

Porque es expropiación cuando se privatizan o devalúan los bienes comunes -como los hospitales, universidades, escuelas-; cuando hay que trabajar cada vez más tiempo para sostener la vida; cuando quienes llegaron a la edad de jubilarse no pueden vivir dignamente; cuando no hay acceso a remedios y medicina. Mientras un pequeño sector acumula y acumula, y un anillo un poco más amplio consume de modos inéditos.

Cristina es condenada a la cárcel y en esa expulsión del campo de la política esperan condensar los múltiples avances contra derechos, instituciones y libertades. Castigo ejemplar, apelación a las disciplinas: si a ella le pasa, qué queda para el resto. Sucede porque hubo dramáticas derrotas previas: la prisión que aún continúa de Milagro Sala -ese sí que fue una punición disciplinadora contra las militancias sociales- y la tibia reacción al atentado contra la propia Cristina. 

El movimiento popular en un caso se dejó arrastrar por antiguas diferencias y por la altisonancia de la idea de corrupción a la zona de una respuesta escasa y negligente; en el otro, disfrazó su impotencia en una marcha que tuvo más de feria doliente que de movilización política. Lo diría de otro modo: hace ocho años tendríamos que cultivar la templanza de la defensa y la lucidez de las alianzas para sostenerla y no ha sucedido. Más bien ocurrió lo contrario: se multiplicaron las pequeñas diferencias, se bifurcaron las líneas, las disidencias se comprendieron como traiciones.

Cristina es condenada por los hechos de sus gobiernos, por la osadía de sus palabras, por el modo en que el kirchnerismo interpretó la conflictividad social, por el vínculo con las políticas de memoria, verdad y justicia. También por la fuerza que en otros momentos sí demostramos y cultivamos: por la rebelión feminista, por la modificación de costumbres, sensibilidades y prácticas que esa rebelión disparó, y que hoy está acechada por la restauración misógina. 

Esos tres jueces que hoy componen la injusta corte restauran también la mellada jerarquía viril, alterada por esa mujer que no dejó de marcar la cancha durante años.

Cristina es proscripta porque hoy la ultraderecha se siente lo suficientemente fuerte para hacer lo que quiere. En un terreno global que se reconfigura alrededor de una guerra fuera y dentro de cada territorio, llevada adelante por las derechas más cruentas. 

Porque si en Gaza, el Estado de Israel lleva adelante un genocidio con vistas a un entero desplazamiento poblacional; en USA se convierte en persecución política e ideológica y batalla cotidiana contra las poblaciones migrantes. 

En Argentina, lo sabemos en carne propia, están bajo ataque todas las instancias de producción de lazo social no mercantil, los movimientos igualitaristas, las clases laboriosas. Van ganando. En todos esos lugares. Tienen de su lado enormes poderes y los ampara un cansancio social del cual no podemos desentendernos.

Cristina fue proscripta. Eso puede llevar a una derrota aún más profunda o ser la piedra de toque de una nueva politización. La moneda está en el aire, pero ese aire es el de las múltiples y dispersas militancias, el de las dispares responsabilidades, el de las aspiraciones a conducir o a organizar. Es el aire de las voluntades, de las ganas y de los límites. 

Puede ser la ocasión -¡eso es lo que deseamos!- para que la política vuelva a conmover y entusiasmar, a mostrar su necesidad, a proponer un cobijo para los intentos transformadores. 

Pero eso requerirá tantos desplazamientos, tanta revisión de las palabras que se usan, tanta generosidad para sortear dificultades, tanta apertura para fundar unas tramas nuevas, que no parece sencillo. 

Habrá que auscultar, insistir, errar, inventar, multiplicar las paciencias y también las hospitalidades, suspender las chicanas en redes y perseverar en las conversaciones en cada ámbito, pensar los problemas antes que ponerlos bajo la alfombra.

No es sencillo. Nada fácil. En principio, se trata de volver a leer el trazo del antagonismo social. Interpretar qué se juega. Y diría: no es la democracia como principio formal e institucional solamente, sino la potencia de la situación democrática para permitir que un conjunto de luchas que son distributivas, igualitaristas, reparatorias, se diriman. 

Menos Lousteau y más Bregman. Porque alcanza con ver quiénes en el campo político festejan la condena a Cristina para encontrar, además de la runfla macrista y libertaria, a los adocenados cultores de las buenas formas, que a veces se pintan de progresistas pero sólo para maquillar su tenaz adversidad al movimiento popular. 

También ver quienes acompañan a Cristina, más allá del peronismo, para encontrar las militancias de izquierda, los activismos sociales, los transfeminismos, que no se reconocen kirchneristas, pero sí sujetos de una alianza posible que la incluye, que incluye el pedido por su libertad.

No es fácil y, valga la insistencia, la moneda está en el aire. El carácter dramático de la hora exige ese arrojo. A lo que no sabemos. A lo que intuimos que hay que hacer.