Siempre me he sentido atraído por las músicas populares latinoamericanas, tanto instrumentales como cantadas. Cuando era adolescente en Lima, muchas de esas músicas que quería escuchar eran difíciles de conseguir y mis posibilidades económicas para adquirirlas eran lejanas. Recuerdo que, para poder hacerme de algún casete, organizaba excursiones con mis amigos al pasaje Quilca del centro de Lima, donde vendedores de libros usados se habían reconvertido a la venta de cintas piratas.

Allí no solo encontré las músicas que buscaba, sino que pude descubrir otras muchas que desconocía y fueron marcando mi camino musical, un camino poco convencional para un estudiante de violonchelo del Conservatorio Nacional de Perú. Así conocí la música de Fito Páez, Paquito D’Rivera, Caetano Veloso o Illapu, y grabaciones que desconocía de artistas admirados como Maria Bethânia, Pablo Milanés, Mercedes Sosa o Juan Carlos Baglietto. Conseguir un casete era un lujo y lo escuchaba con el orgullo de quien tiene una joya única.

Mis padres, atentos a mi ecléctico buceo musical, me regalaron un radiograbador (radiocasetera) portátil, con el que pasaba horas escuchando programas de músicas latinoamericanas en la radio. El ritual se repetía cada noche, grabando y regrabando casetes Basf (de mayor fidelidad y resistencia que otras marcas) con los temas que quería volver a escuchar una y otra vez hasta chancarlos (grabarlos encima) con nuevos temas que iba descubriendo.

En aquel momento escuché mucha música de la Nueva Trova Cubana y el autor que más me marcó fue Silvio Rodríguez por su riqueza poética y musical. Había algo de sencillo y al mismo tiempo complejo que me atrapaba del fraseo de Silvio. En particular me ensañé con la escucha del casete doble de Causas y azares, que contó con la colaboración de Afro Cuba y la producción musical del pianista Frank Fernández.

Incluido en estas cintas se encontraba “Canto arena”, un tema que me encantaba y me costaba descifrar tanto poética como musicalmente. En mi cabeza de adolescente se agolpaban las metáforas sobre la vitalidad y la potencia de la creación artística, tan necesaria como frágil. Además, mi cerebro musical no dejaba de emocionarse con la riqueza del arreglo y la instrumentación de latin jazz con metales, la batería chacarerosa, los bajos acéfalos muteados, los solos de piano y las increíbles secciones instrumentales. No voy a negar que fantaseaba con hacer sonar esas músicas con mí chelo alguna vez.

Así me encontré a inicios de 1993, con el secundario terminado y con los trámites de traslado a Buenos Aires para continuar con mis estudios en el Conservatorio Nacional Carlos López Buchardo, hoy Departamento de Artes Musicales y Sonoras de la Universidad Nacional de las Artes. Eso sí, con 16 años el viaje de Lima a Buenos Aires debía ser por transporte terrestre acompañado de mi abuela materna.

Con mi paciente abuela Lolita atravesamos durante tres días los desiertos del sur de Perú y del norte de Chile en un colectivo que tenía una escala obligada en Santiago y que incluía una noche de hotel cerca del centro de la ciudad. Lolita siempre tuvo un espíritu andariego así que no fue difícil convencerla de salir a pasear, tomar el metro (toda una experiencia para unos peruanos sin transportes subterráneos) e irnos a jironear por el Paseo Ahumada como si fuera el Jirón de la Unión.

En el recorrido encontramos algunas disquerías, y no pude resistir la tentación de comprar dos casetes originales, tampoco Lolita se opuso a que quemara mis reservas. Uno de los que elegí en esa oportunidad fue Silvio, que como era de edición reciente aún no había llegado a las bandejas de los piratas de la calle Quilca. Me pegó muy fuerte, era mi primer original de Silvio, con las letras de las canciones incluidas.

A la mañana siguiente salimos rumbo a Argentina vía Mendoza, y así llegué a Buenos Aires, con mi violonchelo y mis sueños, y en mi walkman sonando este nuevo botín musical. Hoy pienso que fue un amuleto para sobrellevar el desarraigo como migrante.

Treinta años después, nos encontrábamos planificando lo que sería el disco Chelfie II Migrante de Rafael Delgado Sexteto junto al productor, Mariano Agustín Fernández, como un recorrido por las músicas populares de Latinoamérica con el violonchelo al frente de este colectivo camarístico. Le propuse incluir “Canto arena” de Silvio, que ambos habíamos escuchado en la edición doble de Causas y azares. Mariano redobló la apuesta e hizo un super arreglo con aportes que yo le fui alcanzando con transcripciones de la versión original y citas a otros temas del autor a manera de homenaje.

Es cierto que nuestra versión no tiene la letra, es instrumental, pero tiene en su interior todo el simbolismo y la magia que Silvio ha sembrado en nosotros. La música instrumental también tiene un contenido político implícito. Habilitar la escucha poética musical en un medio que está plagado de literalidad plana también es un acto de resistencia cultural.

Rafael Delgado Es violonchelista, arreglista y compositor argentino-peruano. Participó en proyectos de folclore, tango, música afroperuana, pop y rock, siendo músico sesionista en más de sesenta producciones discográficas. Editó los discos Chelfie I Territorios (2017), Rafael Delgado Trío, en vivo (2021) y Chelfie II Migrante (2023) en los que explora las posibilidades sonoras del violonchelo en las músicas populares latinoamericanas. Desde 2021 es promotor y director del Festival Puntal. Tocará junto a su sexteto este viernes a las 21 en Hasta Trilce, Maza 177.