El desertor de guerras poéticas estériles, Benjamín Prado, despliega una miríada de conversaciones con María, el motivo de su último libro de poemas Ya no es tarde (Colección Visor de Poesía), que aglutina eso que por prejuicios y murallas mentales parece estar condenado a estar escindido. La celebración del amor no está reñida con la denuncia social: “ser feliz no es cerrar los ojos” (…) “Mira cómo funciona/ el negocio de la desigualdad:/ para que sigan llenas algunas cajas fuertes,/ tiene que haber millones de neveras vacías”. La poesía de la experiencia puede implicar una transformación radical del yo: “si antes escribía para poder vivir,/ ahora/ quiero vivir/ para contarlo”. Hondura, belleza y fluidez emergen de las páginas de este excepcional libro del poeta y narrador español, autor de las novelas Mala gente que camina y Ajustes de cuentas –ambas protagonizadas por el profesor Juan Urbano– que ha coescrito las canciones de varios discos de su amigo Joaquín Sabina, entre los que se destacan Vinagre y Rosas y Lo niego todo. Pocos libros consiguen dejar tatuados versos y pequeños pensamientos. El primero que viene a la mente es que “no existe equilibro más bello que el de las cosas que se tambalean”.
Prado pide una cerveza y habla de lo que implica escribir un poema que “ponga en peligro la poesía”, como postula en “Cuestión de principios”, el primer poema de Ya no es tarde. “Esa es una idea sobre hacer una poesía que no sea acomodaticia, que no pase por caminos demasiado transitados, y que al que lea poema le produzca esa sensación que me han producido las cosas que me han impresionado siempre, que es una sensación de intranquilidad. Yo recuerdo que cuando leía a (Julio) Cortázar tenía esa sensación de intranquilidad; pasaba algo ahí que no terminaba de entender del todo y que me obligaba a coger una pala y cavar un poco para ver qué había abajo”, dice el escritor español en la entrevista con PáginaI12.
–Esa intranquilidad o perturbación, ¿también la busca cuando escribe un poema?
–Sí. O por el lado contrario, me importa generar fascinación, hechizo. Yo le suelo preguntar a la gente que ha leído un libro mío no qué le ha parecido ni si le gustó, sino qué le ha hecho. Hay libros que me produjeron una perturbación enorme y me convirtieron en otro. Yo creo que no eres igual antes de leer El proceso de Kafka que después. O antes de leer El idiota de Dostoievski que después. No eres igual antes de leer las Odas elementales de Neruda que después. Después de saber que una cebolla puede ser una “redonda rosa de agua” o que unas tijeras pueden ser “un pájaro que vuela en las peluquerías”, ya no ves las cebollas ni las tijeras igual que antes de leer a Neruda. Eso es a lo que aspira uno cuando escribe: a lo memorable, aquello que llega a cambiar el significado que las cosas.
–“El silencio es igual en todos los idiomas”, se lee en el poema “Luna de miel”. ¿Cómo llega a estos momentos que son como grandes revelaciones?
–Sé lo que quiero decir, pero no te voy a poder responder cómo llega. No lo sé… Yo no creo en la inspiración, salvo que le llamemos inspiración a eso que ocurre después de buscar mucho, tachar mucho, e intentar poner muchas piezas a ver si son las que les falta al puzzle. Y de pronto aparece una que lo es. Uno tiene la impresión de que escribe la mitad de lo que escribe. Hay una parte que sale no solamente de la propia literatura o del propio lenguaje, sino del propio poema que estás escribiendo. El poema que estás escribiendo te pide cosas, te exige cosas. De pronto te dice: “oye, y si pusieras esto…”. Es una sensación muy difícil de explicar. Lo divertido de escribir es cuando se te ocurren esas cosas que te das cuenta de que son las que mejor dicen aquello que quieres decir; no sabes muy de dónde han llegado y no sabes si vas hacia ellas o ellas vienen hacia ti. Pero sí sabes que eso era exactamente lo que estabas buscando; entonces te levantas y lo celebras como un gol por la escuadra.
–¿Qué significó el poeta Ángel González, que aparece evocado en uno de los poemas de “Ya no es tarde”?
–Una lección de humanidad, de sencillez; la demostración de que se puede ser un gran poeta y no mirar a nadie por encima del hombro. Yo no he conocido a nadie que escuchase como Ángel, tú estabas con él y te escuchaba con todo el cuerpo. Te escuchaba también con los dedos de los pies y con los dedos de las manos. Esa atención maravillosa y ese respeto está en su poesía, que es una poesía muy solidaria y atenta a lo que pasa a su alrededor; y con una falsa sencillez que la hace una puerta de entrada maravillosa a la poesía. Cuando alguien me dice: “yo poesía no leo mucho”, le digo que lea a Ángel González. Ya verás cómo vas a entrar a una poesía de apariencia casi inofensiva, que sin embargo puede ser capaz de definir toda una época de un país, como la posguerra en España, el horror de la dictadura y la desesperación de tanta gente que perdió esa guerra con un solo verso: “quien no pudo morir continuó andando”. Eso no se puede decir mejor. Hay que ser un gran poeta para escribir ese verso.
–¿Hay una tradición de “falsa” sencillez en su poesía?
–No. Yo soy un desertor de los dos ejércitos porque esa no es mi guerra (risas). En España siempre se ha dicho o (Luis de) Góngora o (Francisco de) Quevedo. O (Antonio) Machado o Juan Ramón (Jiménez). O Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente. Yo deserto de esa guerra, no es la mía. Yo no puedo vivir sin Paul Celan, como no puedo vivir sin Antonio Machado. No puedo vivir sin (Federico García) Lorca, el Lorca que más me gusta que es el de Poeta en Nueva York, pero tampoco puedo vivir sin Jaime Gil de Biedma, que es todo lo contrario. Me ha extrañado siempre esa batalla, que además no ocurre en otras artes. Yo no he escuchado nadie que dijera o (Francisco de) Goya o (Diego) Velázquez o (Pablo) Picasso o Juan Gris. Ni he oído a nadie que me dijese o (Benito Pérez) Galdós o (Leopoldo Alas) Clarín. Yo tuve la suerte de tener de maestro a Rafael Alberti; lo conocí cuando tenía 17 años y estuve catorce o quince años con él aprendiendo cada segundo. Rafael, una de las cosas que me decía siempre era: “tú no seas nunca sectario, porque si eres sectario te vas a perder la otra mitad que es fantástica”. La poesía clara, la poesía oscura, la poesía irracional, es maravillosa cuando es buena. Él era la prueba evidente de eso porque Alberti es autor de una de las obras maestras del surrealismo europeo, Sobre los ángeles, y es el autor de libros tan claros como Balada y canciones del Paraná, escrito aquí en la Argentina, o Pleamar y hasta de una poesía que me parece casi infantil, Marinero en tierra. Para mí el buen poema es el que tiene una mezcla de lo explicable y lo inexplicable, es decir, como la propia vida. Me gusta la poesía que además de decir sugiera, es decir que diga más de lo que dice.
–“Si hablamos de política,/ sostiene/ que en España/ eso es el arte/ de hacer de la otra orilla lo contrario del río”, se lee en el poema “María y el fantasma”. ¿Por qué resuenan tanto estos versos en el presente de España?
–Así es, es la historia de España. Ángel González encarnaba el drama de los perdedores de la Guerra Civil. Tenía tres hermanos: a uno lo “pasearon”, como se decía entonces; fíjate qué significado siniestro adquieren las palabras más inocentes en momentos terribles, como aquí con los “vuelos de la muerte”. Ese hermano está enterrado en una fosa común, quién sabe dónde, por Asturias. Otra, que era una maestra, fue represaliada y le hicieron de todo: desde beber aceite de ricino hasta raparle el pelo e inhabilitarla para ejercer su tarea de maestra. Y el tercero se fue al exilio, a Chile. Para gran disgusto de Ángel, cuando lo volvió a ver treinta años después, era un pinochetista convencido. Le pregunté a Ángel, ¿qué le has dicho? Él le dijo a su hermano que se podría haber ahorrado el viaje (risas). Ángel encarnaba el drama de esa España intencionadamente dividida en dos, en la que yo no creo. No creo que los españoles sean especialmente guerracivilistas ni puedan ser representados por ese cuadro de Goya en que dos tipos hundidos hasta la rodilla de barro se sacuden a garrotazos. Sí creo que hay dirigentes políticos que viven de las dos Españas.
–¿Qué pasa con esas dos Españas desde que emergió con fuerza el independentismo catalán?
–Es otra historia. El nacionalismo no puede ser otra cosa que un resto de Edad Media en el siglo XXI. Estábamos produciendo la Europa sin fronteras y ahora aparece gente que quiere poner nuevas fronteras. En España como la dictadura prohibió las lenguas autonómicas existió la confusión durante muchos años de que ser nacionalista era ser de izquierda. Yo creo que lo que no se termina de entender es que gran parte del nacionalismo catalán y el partido Popular eran los mismos perros con diferentes collares. Esto viene del neoliberalismo feroz que ha sometido al mundo a la dictadura del dinero y creo que es el origen del independentismo catalán y es la raíz del renacimiento de la extrema derecha en Alemania. Y creo que es la razón por la que se ha producido el Brexit y que haya un individuo como (Donald) Trump en la Casa Blanca. El neoliberalismo es una doctrina en la que cada uno tiene los derechos que se pueda pagar.
–¿Por qué en dos poemas muy distintos del libro se asocia la tristeza con la cobardía?
–Yo soy un optimista que intento no llegar al borde de la idiotez. La cobardía puede ser pública o privada. España es un país donde la gente se queja más de lo que protesta. Yo soy muy protestón y si no lo fuera no tendría esa extraña vida que tengo para un escritor al estar en radio, televisión, y tener que opinar tanto, porque soy muy peleón y no soporto las injusticias. Si veo que en España mucha gente vive a oscuras cuando llega el invierno y no puede poner la calefacción y se muere de frío y el presidente de la compañía gana 43 mil euros diarios, no me puedo callar. Pero hay una tristeza que es más íntima. Yo quería tanto a mi madre, tenía una relación tan intensa con ella y estaba tan poco preparado para que se muriera, que cargué todo el peso de la agonía en mis hermanos. Yo entraba a ver a mi madre con gafas de sol y procuraba no mirarla, porque no quería ver eso. Fui absolutamente cobarde.
La cerveza que pidió llega justo en el momento indicado para hacer una pausa. “Mi madre murió en 2014 y ese poema –‘Su viva imagen’– el más largo que he escrito en mi vida, lo escribí como no he escrito nunca nada: en caliente –revela Prado–. Muchas veces a la poesía le sobra exceso de confesionalismo, exceso de sinceridad, exceso de primera persona, exceso de romanticismo y de emociones. Siempre recuerdo la frase del poeta romántico (William) Wordsworth: ‘un poema es una emoción reelaborada en calma’. Yo me fijo en la emoción, en la calma y también en la reelaboración. En este mundo en que parece que todo lo gobierna el dinero, uno a veces se refugia en su pequeño mundito, que en mi caso es el mundo de la poesía, que es muy chiquito y no va a cambiar nada en ninguna parte del mundo”.
–La calma a la que alude Wordsworth para la poesía, ¿se aplica también en la narrativa? ¿O a la novela le vienen mejor sentimientos como la ira o la rabia?
–Una cosa no es la contraria de la otra. Hace poco fue el aniversario de Pío Baroja, que tenía fama de escribir casi desmañadamente, y yo nunca estuve de acuerdo. En un congreso de escritores donde fueron autores de la “Generación del 98”, como Azorín o Unamuno, de pronto lo vieron bajar muy torturado por la mañana al desayuno en el hotel en que estaban y le preguntaron qué le pasaba. “No he pegado ojo en toda la noche”, dijo Pío. “Estoy escribiendo una novela en la que un personaje baja una escalera como esta y no sé si la tiene que bajar ‘con’ zapatillas, ‘de’ zapatillas o ‘a’ zapatillas”. Escribir es estar toda la noche decidiendo si tiene que ser “con” “a” o “de”. Yo no soporto las asonancias, las consonancias indeseadas, no soporto las palabras que se mordisquean entre ellas, como animales incompatibles dentro de una jaula. Lo divertido es el taller donde fabricas, donde limas, donde pruebas.
–Hay un poema “Tablón de anuncios” que podría entrar en diálogo con alguna zona de la poesía de Juan Gelman, ¿no?
–Si se parece en algo a Juan, que es un ejemplo de esa poesía menos clara, más alambicada y que yo adoro, me parece fantástico. Ese poema proviene de una idea que a su vez viene de una lejana conversación que tuve con Octavio Paz hace muchos años. Él había publicado La llama doble, un libro sobre la felicidad y el erotismo. Y me acuerdo que le dije: “No ha pensado, Octavio, que en este mundo donde ocurren tantos horrores y tanta gente lo pasa tan mal la felicidad puede producir, a la vez que placer, vergüenza”. Octavio me miró y me dijo: “Para mí ese es un argumento repugnante”. Eso se me quedó clavado como un tornillo. Las cosas salen cuando salen. Por eso para escribir no hay que tener prisa.