No hacen falta advertencias sobre el cine de Wes Anderson o sobre las señas particulares para pensar su puesta en escena. Si la simetría, si los colores, si las actuaciones, si los pasos de comedia, si el encanto naif. Todos elementos que, dado el caso, también son aplicables a cualquier otro realizador; el asunto está en qué se hace con ellos, en cómo se los emplea. En la organización cada vez más obsesiva de los planos y sus relaciones, Wes Anderson encontró una veta propia que lo ha llevado al presumible riesgo de la monotonía o reiteración. No es más que una suposición. Pero el control obsesivo de tantos detalles, a veces cansa. Y sin embargo, así y todo, allí está, otra vez, el encanto de alguien que sabe cómo pulsar sus imágenes para ganar un encanto renovado.

En El esquema fenicio –estrenada hace un mes en Cannes en Competencia Oficial-, Wes Anderson elige al cine clásico como su personal cajón de juguetes: apela a las formas estéticas y de producción del viejo Hollywood para traerlas a un presente fílmico con el que contrastan pero siempre dialogan. De maneras diferentes, pero consecuentes con un mismo fin, lo que hace El esquema fenicio es lo mismo que hicieron, por ejemplo, Luca Guadagnino con Queer y Miguel Gomes en Grand Tour: respetar o “simular” un estándar de producción, el blanco y negro, el rodaje en estudios, las actuaciones,  para evocar el encanto de algo que ya no funciona igual pero, sin embargo, aún seduce.

No es la primera vez que Anderson apela a tales cuestiones -el ADN de la estética clásica está en su cine-, pero en El esquema fenicio se permite una serie de guiños cómplices, que abren el juego a un divertimento mayor. En primer término, a partir de la caracterización de Benicio del Toro como Zsa Zsa Korda, nombre que advierte alusiones cinéfilas; pero eso no es lo que importa, o tal vez sí. En todo caso, lo que sobresale es la alusión al Charles Foster Kane de Orson Welles. Así como aquél, Korda es alguien encumbrado, un industrial europeo que lo tiene todo, y que sobrevive a atentados contra su vida. Llegado a la cumbre, pareciera notar que solo queda desbarrancar. Apela, por eso, a su hija Liesl (Mia Threapleton), de cuya vida casi todo lo ignora, tanto como para descubrirla siendo monja.

La parquedad entre ambos es un sello perfecto para el despliegue que Anderson necesita: actores que funcionen como muñequitos a los que accionar según determinadas pautas (no es casual que Anderson dirija también películas en stop-motion, como Isla de Perros y El Fantástico Señor Zorro). Del Toro tiene el rostro esculpido de manera perfecta para el grandote de Korda -iracundo, tempestuoso, wellesiano-, pero con un costado que insinúa algo distinto, y Threapleton es toda un hallazgo: su monja incólume es digna hija del padre. Siempre y cuando se trate de su hija, porque allí hay un misterio por resolver.

El tercero en cuestión es Bjorn (Michael Cera), alguien que sabe mucho de insectos y parece tener ganas de seducir a la hija monja. Que el actor sea Michael Cera señala de manera parecida a cuando James Woods protagonizó su primera película de John Carpenter (Vampiros), ¿por qué esperaron tanto para trabajar juntos? La alquimia es perfecta. Pocos como Cera para tener la cara justa de nada y decirlo todo, y esto es algo que el actor sabrá dejar bien en claro cuando, en la misma toma, se desprenda del personaje que se creía y revele finalmente a otro. Un juego de máscaras que es, en esencia, el asunto de este film.

A propósito de todo esto, el “asunto fenicio” tendrá que ver con la construcción de un megaproyecto que le permita a Korda dejar algo de valía al mundo; para ello, deberá recolectar adhesiones de parte de los grupos más variopintos como irreconciliables, en compañía de su hija-monja y del entomólogo. La sucesión de personajes es tan entrañable como la lista de sus intérpretes (el dúo compuesto por Bryan Cranston y Tom Hanks es un sueño cumplido). Al mismo tiempo, otra escalada no menos atractiva es la que tiene lugar durante los sueños místicos de Korda, en un más allá que amenaza con estar próximo. Ahora bien, y más allá de los muchos hijos tenidos, ¿es Liesl hija suya?

La mascarada alude a la fiesta, y esta película lo es: la pirotecnia visual es irresistible, los planos se abren como páginas coloridas y fascinantes, exóticas y aventureras. Pero la mascarada alude también a la confusión, al juego de espejos, a las réplicas; algo que Welles desarrolló ampliamente en su cine y sobre todo en Mr. Arkadin, en donde el personaje instiga una investigación sobre sí mismo. Pasado y presente confluyen. En su cita cinéfila, Anderson articula todo aquello para volverlo parte de su poética, lo logra y alcanza un sabio momento de esplendor en el desenlace; pero también, reclama desde el gesto poético un acto de justicia para Welles: poco más de una década separan a Citizen Kane (1941) y Mr. Arkadin (1955); esta última, ya filmada en el exterior, y con su director dedicado a buscar financiamiento en otras latitudes.

 

No todo brilla bajo el oropel del cine clásico. Anderson, el cineasta autor norteamericano, lo señala. Además de indicar, claro, que Welles ya había roto las fórmulas estándar de ese cine, proyectándolo hacia un futuro –moderno, posmoderno, digital o lo que sea- con el que todavía dialoga.

El esquema fenicio 8

(The Phoenician Scheme)

EE.UU./Alemania, 2025

Dirección: Wes Anderson.

Guion: Wes Anderson, Roman Coppola.

Fotografía: Bruno Delbonnel.

Música: Alexandre Desplat.

Montaje: Barney Pilling.

Intérpretes: Benicio del Toro, Mia Threapleton, Michael Cera, Jeffrey Wright, Scarlett Johansson, Bryan Cranston, Tom Hanks.

Distribuidora: UIP

Duración: 101 minutos.