El Now This Trío de Gary Peacock, Marc Copland y Joey Baron inaugurando el Buenos Aires jazz en la Usina del Arte. Una hermosa imagen de lo que dejó este 2017 para las crónicas del jazz. Si hiciese falta, sin mayores discusiones, aquel podría recordarse como el “Concierto del año”. Y si bien el festival que dirige Adrián Iaies también este año resultó ser el evento central del jazz en Buenos Aires, en otros ámbitos también pasaron cosas dignas de ser destacadas. La escena porteña resulta siempre dinámica y atractiva, hablando de jazz y sus adyacencias estéticas e ideológicas, que son muchas y ricas. A grandes rasgos, el que pasó fue un año que no trajo mayores sorpresas, produjo menos discos, pero mantuvo el espesor artístico que es parte de una época que no puede dejar de considerarse importante para estas maneras de pensar y hacer música. 

Como sucede también con la música clásica, en las dinámicas del gusto y la fruición del jazz juegan un papel importante los equilibrios entre propuestas internacionales y desarrollos locales. Es decir, la posibilidad de escuchar por un lado a los artífices de las distintas tradiciones que sustentan el género, y por el otro percibir de qué modo esas tradiciones se sintetizan en la música que se produce acá. 

En este sentido, el circuito comercial, donde el público paga y los productores corren los riesgos de una economía inestable, logró persistir con propuestas interesantes. Entre ellas el cantante Gregory Porter, crooner convincente; la pianista japonesa Hiromi Uehara en un dúo poderoso y atractivo con el arpista colombiano Edmar Castañeda; el infalible Chick Corea que reeditó el ritual de jazz-rock con el baterista Steve Gadd; y el saxofonista Kenny Garrett. Compitiendo más que complementando, el ámbito público presentó con entrada gratuita a artistas que en otras épocas circulaban por el circuito comercial. Bill Frisell con su trío, trazando las pautas de nuevos estándares americanos; Stefano Bollani, con un show de solopiano; la maquinaria del cuarteto de Ravi Coltrane; Egberto Gismonti solo y con la Orquesta Nacional de Música argentina Juan de Dios Filiberto, y el pianista Terry Riley, fueron algunos de los momentos importantes del CCK en materia de jazz internacional. Como lo fue Joe Lovano en la Usina del Arte. 

En cambio, el Buenos Aires Jazz, según una idea que perdura desde su primera edición hace diez años, propuso artistas que no podrían llegar a Buenos Aires sin el apoyo de una estructura estatal. De esta manera fue posible escuchar en distintas situaciones y espacios de la ciudad, gratis a o precios accesibles, a pianistas como Matthew Sheep, Marc Copland, Jacky Terrason, Rita Marcotulli y André Mehmari; los trompetista Ralph Alessi y  Stéphane Belmondo; contrabajistas como Michael Bisio o el mismísimo Gary Peacock; las cantantes Lina Nyberg y María Pía De Vito; el saxofonista Andreas Broger o los Bateristas Joey Baron y Sir G. Earl Grice, por nombrar sólo algunos. 

El jazz que se hace acá, bien representado en el festival con proyectos propios o en cruces con los invitados internacionales, trazó su rutina anual en los tradicionales reductos, que a pesar de condiciones objetivas poco favorables, persisten. Lugares como Thelonious, Notorious, Virasoro,  Bebop o Vicente el Absurdo, albergaron ciclos y presentaciones varias y constituyeron la columna vertebral de un circuito sin el cual la noche porteña sería mucho más pobre. También el CCK ofreció ciclos integradores para jazzistas argentinos, curados por César Pradines, además de impulsar proyectos como la Big Orchestra, dirigida por Mariano Loiácono. La Usina del arte, entre otras cosas, impulsó el ciclo Songbooks, en el que el contrabajista Pablo Aslan recreó a Pugliese y el pianista Diego Schissi hizo lo propio con el repertorio de Mariano Mores.

Los conciertos pasan, los disco quedan y si bien este año hubo menos ediciones que en años inmediatamente anteriores hay cosas para destacar. El sello rosarino BlueArt records cumplió quince años y lo celebró con lanzamientos como Edén, del quinteto del trompetista Sergio Wagner, y el notable Dispositivo, del contrabajista Maximiliano Kirszner, con Nataniel Edelman en piano y Fermín Merlo en batería. Por otra parte, Adrián Iaies editó dos discos: La casa de un pianista de jazz, en trío con Juan Manuel Bayón en contrabajo y Bruno Varela en batería, y Nikli Song, con el trompetista Mariano Loiácono. Del saxofonista Andrés Hayes apareció Alondra, con quinteto y  orquesta de cuerdas con arreglos y dirección de Gustavo Hernández.  El saxofonista Juani Méndez presentó Otra parte del todo, y Frido ter Beek editó Entonces qué? con su cuarteto. El guitarrista Lucio Balduini, con Esteban Sehinkman en Fender Rhodes, Mariano Sivori en contrabajo y Pipi Piazzolla en batería, presentó El bosque brillante, un trabajo que por concepto podría considerarse entre los mejores discos del año. 

Con 18 años de trayectoria, once discos grabados y numerosos proyectos en desarrollo, Escalandrum bien podría ser un ejemplo de proyección y apertura del jazz que se hace en Argentina. En 2017 el sexteto giró por el mundo junto a Elena Roger y el repertorio de Piazzolla y grabó en los estudios de Abbey Road música propia para el próximo disco. 

En la amplitud generosa del término jazz podrían encontrar también lugar trabajos como el excelente 9, del pianista Marcos Sanguinetti; Chimichurri, del percusionista Minino Garay con el pianista Baptiste Trotignon; Sindrome de Estocolmo, de Luis Gurevich; el encantador Sefard, del dúo Lerner-Moguilevski; o Universo invertido, de Pájaro de Fuego con Mariana Bianchini. Ejemplo de músicas en tránsito por las zonas francas entre lo que deja de ser y lo que todavía no empieza.