La construcción del otro, de ese otro diferente que no se mueve bajo las reglas del sistema dominante, es funcional a la sociedad del control. En el caso de los graves y prolongados incidentes en la zona del Congreso y la avenida 9 de julio, ese otro fueron los encapuchados tirapiedras. O los “veinte troskos sueltos” según la macartista definición televisiva de Samuel Chiche Gelblung en Crónica TV. El gobierno nacional, cuando legitima su acotado mundo social, los pone por afuera del perímetro que contiene su selectivo concepto de ciudadanía. De orden y progreso, como reza la bandera brasileña. 

Los tirapiedras son aquellos que encuadrarían en la versión más politizada de los barrabravas, lúmpenes que vendrían a explicar todo el continente de una batalla campal. Que justifican la represión del Estado instrumentada por la Gendarmería o la Policía de la ciudad, lo mismo da. 

Son la coartada perfecta para desnaturalizar una masiva movilización popular contra la discusión de una ley que perjudica a los sectores más indefensos: jubilados, pensionados, mujeres jefas de familia, receptores de la asignación universal por hijo. En ese contexto, su violencia paga dos veces. Contribuye a la victimización del gobierno, cuando en realidad se lanzó a la ofensiva. Como si buscara mimetizarse en una situación de debilidad democrática para aprobar un régimen confiscatorio que nadie votó y que, en campaña, sus candidatos dijeron que nunca aplicarían. 

Además, esa violencia siembra el terreno para suprimir derechos individuales, aun cuando el oficialismo rompió el contrato electoral, como lo hizo el menemismo en la década del ‘90. De aquella revolución productiva a la revolución de la alegría, la consigna no modificó el sustantivo. 

En las calles, en cualquier concentración masiva y en la circunstancia que fuera - una movilización política, un paro activo, un partido de fútbol, un recital - los tirapiedras son la representación de la violencia real, la mejor materia prima de los medios que reproducen la mirada de la clase dominante y que torna invisible la violencia simbólica que necesita reproducirlos. Un gobierno como el actual, siempre requerirá de ellos, los inadaptados. Sujetos sin aparente conciencia social que asisten a una movilización movidos por una módica suma de dinero, un choripan o esa consigna que les atribuyen de, cuanto peor, mejor.

Es una idea de manual. Una práctica que estereotipa al otro y que intenta disciplinar a la mayoría. Porque lo que más temen gobiernos como el de Mauricio Macri no es a lúmpenes que arrojan piedras más o menos inorgánicos. A lo que temen es a un pueblo movilizado contra el ajuste.

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