Otra vez los teléfonos transmitieron mensajes de asombro. Cacerolazos en Cabildo y Juramente. Cacerolazos en la Quinta de Olivos. Cacerolazos en Villa Crespo. Cacerolazos en Acoyte y Rivadavia. Cacerolazos en Córdoba. Cacerolazos en Lomas de Zamora. En Avellaneda. En Vicente López. En Callao y Corrientes. Y tres horas largas después de las nueve de la noche, pasadas las 12, seguían los ruidos.
Una señora le da a la sartén.
Un señor anda con dos martillos por la calle. Uno en cada mano. Peligro. Camina como un poseído. Peligro. Hasta que encuentra un poste de luz. Y le pega con ganas con los dos martillos. Suenan bien los postes. Se escuchan en varias cuadras a la redonda.
Muchos chicos. Muchas chicas. Sub-30. O sub-25. Pocas consignas. “Si este no es el pueblo/ el pueblo dónde está” y “El pueblo/ unido/ jamás será vencido”. Pero más bien nada de consignas. La mayoría camina por las avenidas con la misma expresión en la cara. Todos carecen de lo mismo: bronca. Todos muestra lo mismo: una sonrisa. ¿Alivio? Parece desahogo.
No son columnas. Se miran unos a otros, unas a otras, unos a otras, unas a otros, como si fuera el primer reconocimiento mutuo.
Filman frenéticamente. Ésa es una de las diferencias con aquel 19 de diciembre de 2001 en que los teléfonos de la redacción sonaban desde las casas de todos y todas. No se decía todos y todas pero era así. La primera fuente venía de las casas, porque los redactores viven en algún hogar además del propio diario, y el primer croquis se fue armando con esos relatos breves. Quedaba claro que no bien Fernando de la Rúa terminó de anunciar el estado de sitio todas las ciudades de la Argentina se llenaron de un mismo estruendo.
Este 2017 no es aquel 2001. El gobierno de Mauricio Macri acaba de ser revalidado en las urnas. El gobierno de Fernando de la Rúa venía de ser derrotado. Arrasado. La crisis política se sumaba a la social y al estallido desprolijo de la convertibilidad.
Pero igual que De la Rúa, que al día siguiente se fue mientras hacía sangrar a la Argentina, Macri pasó un límite. O varios juntos. La misma encuesta de Ricardo Rouvier y Asociados que le da un 54 por ciento de imagen positiva al Presidente revela que el 75,8 por ciento considera que el recorte jubilatorio es “una medida innecesaria” y que el Gobierno “debería ajustar a otros sectores”. Muchos gobiernos atacaron a los débiles. Pero la ostentación en el ataque es otra cosa. Lo mismo sucede con la proliferación de balas de goma y la ineficacia de las fuerzas de seguridad, cebadas, feroces y carentes de una orden sencilla: “No quiero heridos, oficial, porque se juega su carrera”. O con la impericia en aislar a los profesionales y a los voluntarios de la provocación que arruinan las manifestaciones pacíficas y masivas. Si es que hubiera voluntad de aislarlos, claro. También fue un límite traspasado la humillación a los gobernadores. La presión ya es gravosa. El monitoreo de los diputados, más aún. Pero una foto parece más la perversidad del ganador que la expresión de un gran pacto nacional.
Imposible determinar, en este bar de Corrientes y Montevideo a las 0.40 de 19 de diciembre de 2017, qué herida representan las cacerolas para el Gobierno. Pero que son una herida política para el oficialismo, son. Aunque apruebe la poda. Y no se trata de un helicóptero con el que nadie sensato fantasea. Es simplemente una reacción muy humana ante el poder crudo. Como respirar hondo para tomar aire fresco.