Hay un viejo concepto del lenguaje cinematográfico (¿algo puede sonar más anacrónico que “lenguaje cinematográfico” en plena era digital?) que sin embargo sirve para pensar la manera en que se planteó la puesta en escena de los acontecimientos de la Plaza del Congreso en la tarde del lunes. Es la noción de “campo”, el espacio donde se disponen todos los márgenes visibles dentro de la pantalla. Porque es en las pantallas donde el gobierno, que ha demostrado un manejo soberbio de la comunicación social, define no sólo su estrategia sino también su política.
¿Qué cambió de la tarde del jueves a la del lunes? Mucho más que el color y las siglas de los uniformes de las llamadas “fuerzas del orden”. Sin sutilezas de ningún tipo –y acorde con la ausencia de una narrativa oficial que intentara siquiera disfrazar el despojo que significa la flamante reforma previsional– el jueves quedó expuesta, una vez más, la matriz ferozmente represiva de la Gendarmería Nacional. Lo que estuvo en “campo” aquella tarde, lo que se vio en todas las pantallas, fue un ejército de ocupación descargando su furia ciega contra un pueblo inerme.
Sin duda consciente del error, que se pagó adentro del recinto parlamentario con el aborto de la sesión, el gobierno urdió esta vez una estrategia muy distinta, que le resultó de una eficacia absoluta. Retiró a la temible Gendarmería del “campo” y en su lugar puso a la Policía de la Ciudad, de aspecto y vestuario mucho menos agresivo, un cuerpo integrado incluso por muchas mujeres. No sólo eso. La puesta en escena –ideada a la manera de un Mabuse contemporáneo– tendió a invertir los términos y convertir a esa fuerza en un conjunto de mártires que, como los soldados de infantería en un western, se abroquelaban en círculos y resistían temerosos el avance de los indios, que los cercaban cada vez más y les producían una importante cantidad de bajas. La idea, claramente, era que en ese escenario en disputa la fuerza represiva resultara esta vez víctima y no victimario.
Estas imágenes de la plaza tomada por los bárbaros habilitaban a su vez –montaje paralelo mediante– a que en el interior del recinto el presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, rechazara la infinidad de mociones de privilegio con que la oposición pretendía suspender la sesión, por la violencia que se vivía en la plaza. Mientras los diputados del Frente para la Victoria y el FIT denunciaban una nueva represión, lo que las cámaras de televisión registraban en “campo” era en cambio la frágil resistencia de los uniformados ante el asedio de una turba en llamas, de la que nunca se sabrá en verdad quién encendió la mecha (el especialista en temas de seguridad Marcelo Saín dijo haber detectado allí la mano negra de infiltrados y agentes encubiertos de Inteligencia).
Esa puesta en escena debió sostenerse durante más de tres horas, tantas como las que fueran necesarias para aguantar la prosecución de la sesión parlamentaria, aún a costa de las crecientes bajas policiales, carne de cañón que sirvió para alimentar el “campo” televisual, cuando la mera aparición de un par de carros hidrantes (que asomaban tímidamente y ni siquiera protegían con su voluminosa carrocería a su propio cuerpo de infantería) hubiera sido suficiente para despejar la plaza en cuestión de minutos.
Y mientras tanto, ¿qué sucedía en el “fuera de campo”, ese espacio que no se ve pero se define en función del campo con el cual está vinculado? No muy lejos de las cámaras de televisión, fascinadas con las escenas de acción, estaba apostada estratégicamente la Gendarmería, en caso de que fuera necesaria. Pero no lo fue, porque le bastó a la propia policía hacer “fuera de campo” lo que no hacía en pantalla: reprimir salvajemente. Mientras en la plaza sus colegas aguantaban para las cámaras el asalto, las motos artilladas recorrían las calles aledañas y detenían y agredían a mansalva, con la certeza de no ser registradas por los móviles de televisión.
Hubo, sin embargo, lo que en cine se denomina un “contra-campo”, el lado opuesto del plano, en este caso imágenes amateurs tomadas por particulares con sus teléfonos móviles, que dieron cuenta de por lo menos dos situaciones espeluznantes: un joven caído en el piso, a quien una motocicleta policial le pasa deliberadamente por encima, y una persona mayor (muy probablemente un jubilado) solo en la vereda, que de pronto y sin mediar siquiera una advertencia es rociado con gas pimienta por tres agentes distintos y luego golpeado con un bastonazo por un cuarto. Esa es la policía a quien el presidente Macri felicitó: la que actuó para la televisión en “campo” de una manera y de otra muy distinta cuando se presumía “fuera de campo”.