La atracción por lo fantástico y la ciencia ficción siempre ha sido fuerte en la obra de Miguel Harte (Buenos Aires, 1961) que ahora presenta La salida, una exposición “de cámara”, en la que despliega su mundo: insectos disecados, solos o en grupo, en actitudes y actividades que cruzan lo animal con lo humano.
La obra de Harte durante los años noventa y parte de los dos mil se condensa en las “inclusiones” que el artista inserta como supuestos accidentes en superficies pulidas, brillantes y engañosas, como la fórmica, primero, y la pintura para autos y cajas fuertes, después.
Aquello que a comienzos de los noventa era apenas una “inclusión” diminuta, con el paso del tiempo y el desarrollo de la obra, pasa a convertirse en pequeños mundos incluidos, de modo que las gotas se transforman en burbujas y en esferas: en mundos autogenerados y autosuficientes, en los que crece una naturaleza que combina lo artificial y lo disecado. Allí conviven extrañas criaturas (híbridos entre insectos y humanos) rodeados de un ambiente que sugiere tanto la hipótesis submarina como la galáctica o la de algún inframundo. Cualquiera de estas ensoñaciones funciona como microcosmos. Su obra, de complejidad creciente fue avanzando hacia la hipertrofia de las “inclusiones”, como abismos abiertos a partir de fallas, cráteres, fisuras, orificios, túneles y demás accidentes surgidos al amparo de superficies magmáticas o, como en este caso, de la pared.
Así, las inclusiones crecen hacia adentro de las formas que las contienen, o bien desbordan esas mismas formas, que ya no pueden oficiar de continente. En este sentido, la idea de la “falla” como ruptura de una lógica naturalizada es notoria en varias de sus piezas iniciales. Y la falla puede pensarse como irrupción, tanto en el lenguaje del artista como en la mirada del espectador.
En la nueva exposición que presenta en estos días, la mayor parte de la sala la ocupa un charco hecho de resina y resaca de río. De allí emergen formas de vida, una suerte de raíces, en que se cruza lo vegetal con lo animal.
En las pared frontal se incrusta un nudo de árbol que conforma un nicho en el que anida una familia de enormes escarabajos disecados.
En la pared lateral derecha pequeñas repisas sostienen esferas de vidrio que contienen formas de resina en las que “viven” otros escarabajos.
Los grandes coleópteros que utiliza Harte están transformados. Al revés que en la metamorfosis kafkiana, en este caso son los insectos los se van humanizando: sus patas están giradas de modo que se articulan al revés de su especie; o sea: al modo de las humanas. Y tienen piecitos agregados, muy verosímiles. Estas mutaciones, al mismo tiempo que los vuelven más humanos, los hacen más monstruosos.
En la obra de Harte hay una mirada de laboratorio, no solo sobre los insectos sino también sobre los humanos. Y una obra que va y viene de la insectización de lo humano a la humanización de los insectos.
Aquí se transcribe parte de la entrevista realizada al artista en la galería.
–En la hoja que se entrega a los visitantes de la exposición se cita un fragmento de la novela de La vida de los insectos, del escritor ruso de culto Víktor Pelevin.
–La exposición se llama La salida, pero también podría ser “La entrada”. Son conceptos a veces reversibles, tomados de la obra de Víctor Pelevin, un autor que yo ya había utilizado en una muestra anterior, en 2008. En ese libro los insectos van mutando y hacen vida de humanos. Por ejemplo, están fumando; o de pronto se viene una pisada gigante para aplastarlos. O un chicle que estaba pegado en la suela de un zapato, les pasa casi por encima y se les queda pegado al lado. Una vez que uno entra en ese mundo, los insectos resultan familiares.
–¿Cuándo empezaste a incluir insectos en tu obra?
–En 1992. Y poco después empecé a coleccionarlos. Me hice amigo de un entomólogo, Javier Muzón, una autoridad en su materia, profesor en La Plata, que me enseño a colectar. El me cedió colecciones de insectos que sus alumnos habían descartado. Desde entonces veo a los insectos de otra manera. Me doy cuenta de que me miran; de cómo interactúan, de cómo reaccionan. Los insectos pasan, te miran y siguen. Los ves y te ven.
–¿Los capturabas?
–Sí. Y después tenía que ponerlos en un sobrecito. El paso que sigue es inyectarles acetona. Yo coleccionaba y trabajaba mucho con libélulas. Me gustaban mucho las alas, sus formas, la dureza, los ojos enormes, las antenas, los pelos, la cabeza y el aparato bucal, el abdomen, los colores... al observarlos los vas conociendo. Me afectaba matarlos, inyectarlos. Porque uno entabla una suerte de relación con los insectos.
En 2004, Javier, junto con un discípulo, publicó un artículo en la revista Science en el que presenta un descubrimiento: una libélula que presenta una diferencia en su aparato sexual. Entonces en homenaje a mi interés, la bautizó con el nombre Acanthagrion Hartei.
–Los insectos te interesan en relación con lo humano.
–Sí. Y con la posibilidad de vernos asociados a otras formas de vida. Son intereses que van junto con otras preguntas, quizás de tipo existencial, como cuando uno se pregunta quién soy, cómo funciono. O uno también se pregunta por la memoria, los recuerdos... y a media que pasa el tiempo sufrimos cambios importantes. Con el paso del tiempo somos diferentes, nos transformamos, ponemos en duda lo aprendido; lo que creíamos sobre las cosas, cambia; lo que servia para algo ahora sirve para otra cosa; o no sirve.
Los insectos de mi obra tienen algo de monstruoso, pero también algo piadoso. Y creo que además ponen lo humano en cuestión. Yo coloco a los insectos en escenas familiares.
–También hay escenas de películas “serie B” o referencias a ciertas mitologías.
–Aquella obra que hice en los noventa, en la que hay una mosca disecada a la que le había injertado un autorretrato con mi cabeza, tomaba como referencia la película La mosca, la primera versión. Y por otra parte, el escarabajo es el animal sagrado de los antiguos egipcios.
–Cada obra parece ser el efecto de una narración. Y al mismo tiempo siempre hay algo disruptivo.
–Obligo a los insectos a formar parte de una escena humana. Pero también siento que narro hasta cuando estoy lijando, o en la actitud más sencilla y más abstracta. En cuanto a lo disruptivo… con lo humano pasa lo mismo: Nunca se sabe, siempre puede haber una irrupción de otra cosa.
* En la galería Big Sur, Carlos Calvo 637, hasta fines de enero.