Desde Barcelona
UNO Buenos días, semanas, meses, años, siglos: mientras ustedes, en tierra más o menos firme, leen esto en un lugar donde florece la primavera (o aquí nomás, más o menos bien calefaccionados, en un país donde se suceden las muertes por “pobreza energética”; muertos por utilizar métodos peligrosos para entrar en calor esquivando la impagable factura del gas o de la electricidad) un espécimen de Somnius microcephalus nada y nada y nada en la nada y por las profundidades de mares árticos. Nada por ahí y nada por allá, en la oscuridad y el frío, desde hace más de cuatrocientos años, siendo el vertebrado más longevo del planeta y compartiendo territorio con el organismo vivo más viviente de la Tierra: la almeja de Islandia que alcanza sin apuro el medio milenio. El Somnius sin depredadores naturales que le hagan sombra, cinco metros de largo, las hembras de la especie mayores que los machos. Y creciendo a un ritmo lentísimo, envejeciendo en cámara lenta, creciendo apenas un centímetro al año y alcanzando la madurez sexual al siglo y medio y, recién ahora, pudiendo medirse su edad con precisión. Rodríguez lo leyó en El País: “El misterio se ha podido resolver en parte por las bombas atómicas detonadas durante la Guerra Fría. Las partículas radiactivas de las explosiones se extendieron por todos los océanos y se acumularon en los organismos que estaban vivos por entonces. Los investigadores han analizado las células del cristalino de veintiocho tiburones hembra, todas pescadas de forma accidental. Usaron las marcas de la bomba como referencia para saber cuántas nacieron antes de mediados de los años 50 y luego aplicaron la datación de carbono para estimar la edad total”.
La foto que acompaña al artículo –y que Rodríguez recorta y pega en la puerta novelística de su refrigerador– muestra al Somnius microcephalus como a una especie de fósil viviente: algo entre lo ancestral y la modernidad y lo atemporal, como en algún sitio entre el molde volcánico y pompeyano y aquel The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living que el alguna vez “Young british artista” Damien Hirst metió en 1991 en una enorme pecera con formaldehído hasta los bordes. Ese tiburón que acabó pudriéndose y debió ser reemplazado por otro planteando gran duda existencial: ¿era esa obra ahora un falsificación o una copia fiel o un renovado original? Síntoma que –un cuarto de siglo después– parece haber alcanzado y mordido a casi todo fenómeno artístico que flota por ahí: todo suena y luce y se mira como algo que ya se miró y se lució y se escuchó.
En este contexto, el Somnius sigue siendo el mismo de siempre. Ahí está: vivo pero sin parecer demasiado vivaz aunque haya nacido en el año en que murió Cervantes y, probablemente, como Sancho Panza, tan cansado de preguntarse cuánto falta para llegar a alguna parte.
La clave de que el Somnius viva tanto, dicen los científicos (quienes ya están pensando rápido en cómo aplicar el modus vivendi del escualo a los movimientos vertiginosos de la especie humana), está en la lentitud: las enfermedades como el cáncer se “aburren” antes de desarrollarse, o demoran mucho en alcanzar su más destructivo esplendor. Y así –flotando– no pasa la vida.
DOS Los días de diciembre que conducen hacia las fiestas findeañeras son los días flotantes. Ya todo está dicho o hecho (o no dicho o no hecho; porque no se dirá ni se hará) y, por las calles, la gente parece ir como arrastrada por pausadas y pesadas corrientes submarinas. Algunos, con el rostro atiburonado y las mandíbulas dispuestas a consumir lo que sea. Otros haciendo cola larga para conseguir su dosis de optimismo-fantasioso con forma de billete de lotería mientras evocan el nuevo aviso epifánico-miserabilista del Gordo (primero fue el del pobre tipo que no compró décimo justo cuando tocaba, el del fetichista sereno del turno noche adicto a la manipulación de maniquíes y ahora el de la madre senil o no, quién sabe) o para llorar frente a una tumba con forma de meteorito victorioso como el que tarde o temprano acabará con toda vida e ideología sobre la superficie de este planeta. Y unos cuantos –Rodríguez entre ellos– esperando que todo pase y algo quede más allá de estos días flotantes. Y todos con algo entre manos. Y no, no son buenos deseos o promesas benéficas. No: son teléfonos móviles que los llevan de aquí para allá como a ciegos. Ahí, en la garra que alguna vez tironeó la correa de un perro o la manito de un niño o se hundió en las orillas del mar para sentir cuán fría estaba el agua y si valía la pena meterse ahí para nadar o ahogarse o flotar.
TRES Son los días, también, en que se sacan cuentas y se suma y se resta y se busca el resultado de al menos no haber bajado mucho. Y –entre las peleítas revolucionarias entre los héroes de Podemos, entre los amores y posibles defraudaciones impositivas de Cristiano Ronaldo, entre las fotos de esa Familia Addams que va conformando Trump para su próximo gobierno, entre el tinglado de beneficencia que montó ese padre con hijita enferma para recaudar fondos para darse la buena vida, entre el atiburonado inmovilismo de Rajoy para hacer mucho para no hacer nada– se publican también todas esas noticias sobre los beneficios de la madurez. Semanas atrás la revista Journal of Clinical Psychiatry publicó un trabajo de investigadores de la Universidad de California en San Diego, donde se muestra una tendencia a sentirse mejor con uno mismo y con la vida “año tras año y década tras década”. Además, allí, se observa la paradoja de que, pese al deterioro físico y cognitivo, la salud mental de las personas mayores sea mejor que la de los más jóvenes. Y –aunque no consigan explicarse muy bien por qué–son cada vez más felices. Una hipótesis, aventuran, sería la de la existencia de una “reserva emocional” que ayuda a soportar los rigores de perder agilidad y ganar arruga y a ver la mitad del vaso lleno. Otra posibilidad, piensa Rodríguez, que esa mejoría no sea otra cosa que una de las tantas manifestaciones de la locura. Por contrario, los autores del estudio vieron que los jóvenes en la veintena y la treintena tenían elevados niveles de estrés y más síntomas de depresión y ansiedad. Esas cosas producto del caminar en lugar de correr, de los espantos de ser joven o “adulto emergente” entre 18 y 35 años de edad en un mundo anciano que no los asume y no sabe dónde meterlos (en España el 92,5% de las contrataciones a menores de 30 años son temporales y mal pagas y el 38,2% está bajo el umbral de la pobreza). Un país en un mundo al que se le vaticina en un par de décadas la desaparición del 60% de los trabajos (a ser realizado por laboriosos robots) y donde el gasto en cosas de la tercera edad es treinta y cuatro veces mayor que en cuestiones de infancia y juventud como la educación. Un océano en el que se entra en el adolescencia a los nueve años y se es joven por lo menos hasta los cincuenta y los ancianos vivirán cada vez más (la esperanza de vida en España en 1900 era de treinta y cuatro años) y habrá cada vez menos tataranietos; porque, de seguir así las cosas, se los van a comer todos esos tiburones eternamente somnolientos pero siempre listos para mostrar los colmillos porque todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es flotar, flotar deshaciendo caminos, caminos bajo la mar.