“Que sus cuadros se vuelvan invisibles” repetían obedientes –cuando la repetición le copia cadencia al rezo pedigüeño– los amanuenses de la conservadora historia oficial. La emboscada duró años y fueron muchos los que Arango vivió en sombras, catastros de insomnios lentos. Pero a pesar de la capa de invisibilidad (la de Harry Potter es de mejor calidad y tiene mejores intenciones) bordada a medias entre la iglesia y la clase alta, las acuarelas de Débora denunciaron la crueldad silenciada mucho antes de que el arte combativo de Colombia se pusiera de moda portando nombres y apellidos de hombres. El destierro al que la confinaron por ser mujer -la rebeldía masculina se hubiera negociado con mejor suerte de exposición- y que Débora convirtió en concepto de vigilia empedernida, en custodia, a la espera de un picnic prodigioso, no alteró su aliento corajudo y sus mujeres desnudas, voluminosas y fuertes enfrentando a la miseria y a la violencia política, mostraron cuando se deshilachó la capa la razón de su esencia cromática como si recién hubieran sido coloreadas. “¡Que la excomulguen por pintar cuadros sórdidos, desvergonzados, escabrosos, pornográficos e inmundos!” pedía la Liga de Decencia colombiana; unos años después, del otro lado del Atlántico, Franco les hizo caso a las decentes y cerró una muestra (duró un día) en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. En el taller de la expresionista pecadora, el general Rojas Pinilla era un sapo con medallas; la justicia, un militar con alas de vampiro; seis monjas se entretenían con un cardenal enjaulado y una adolescente desnuda respiraba edad (un hombre de la iglesia le prohibió seguir pintando desnudos después de verla y cuando Débora le dijo que Pedro Nel Gómez también exponía desnudos el cura le contestó: “él es hombre”). El propio Gómez la censuró en una muestra colectiva descolgando La Procesión, conocida también como El Obispo o Indulgencia, por temor al escándalo.
“Los hombres nunca pensaron mucho de mí, y tampoco pensé mucho en ellos”, decía Arango le preguntaban por su vida o cuando le recordaban, como miscelánea inevitable de biografía efectista que de niña cabalgaba, se vestía con la ropa de los muchachos de la casa (once hijos, ella era la séptima) y conducía el auto de su padre cuando en aquella Medellín solo sabían hacerlo una extranjera y la hija de un camionero.
Una embarazada con hambre, un recién nacido en cautiverio, una mujer abusada por policías, un vagón de tren con cadáveres o los sucesos de la masacre del 9 de abril de 1948 (el asesinato de Gaitán y el inicio del Bogotazo) son algunas de las obras emblemáticas de Arango que los años en deuda convirtieron en retrospectivas, en premios, en cruces honoríficas y hasta en un billete de dos mil pesos colombianos con su cara en tonos verdes, azules, amarillos y grises. Sus pinceladas grandes y gruesas empujaron el borde de los límites hacia una geometría esencial que instauraba en correspondencia épica la voz de la protesta. “Muchos artistas esperan y retratan los acontecimientos después de que ocurrieron, Débora lo hacía mientras ocurrían”. Nunca dejó de pintar ni siquiera cuando la molestaban las lágrimas de sus ojos casi centenarios. Ó