Necesito un café. Debo mantenerme en pie; de poseer las raíces del árbol de la pintura de la Khalo, no me caería. Pero la situación es en sí, surrealista, tengo que sostenerme tieso a medio metro de la pared, encadenados los tobillos al parante metálico de entrada al municipio, hora tras hora... Y mientras, sostener en alto el cartel de denuncia. Mi acusación y protesta.

Esperan que me desplome. Si me desmorono, me barren, me tiran al basurero.

-‑¡Un café, por favor!, se trata de una emergencia!‑ suplico.

La gente sigue, vista clavada en lo que importa, sus pasos enfilados al trabajo, el horario estricto, el plato de sopa.

Y los "otros", los vigilantes, se aprovechan. Vienen de noche, me quitan el cartel que explica quién soy, qué hago aquí, vienen con su séquito de mamelucos, raspan la pared donde había pegado el otro afiche, limpian, me desaparecen. Queda un loco atado al poste, que clama por café o se derrumba.

Ese tipo que pasa, esquivando el ojo, arroja a mis pies una petaca de licor. Pero si lo bebo me desarmo.

"¡Estoy!" Protesto: "¡Soy!". ¿Soy? ¿Pero dónde, cómo? Y Luciana, mi esposa ¿por qué no aparece? ¿qué le pasó, qué le pueden haber hecho? Hace siete días, sí, siete aquí. Abro los ojos. Me rodea una decena de bomberos observándome y rascándose las barbillas. Acercan un vaso de agua, un sandwich, comienzan su expulsión desatándome. "Tengo documentos en regla, poseo este derecho, vean el por qué". Saco, les muestro el papel de prueba, firmado, sellado. Comienzan a menear cabezas, hablan entre ellos, discuten, deciden lo que hacen, marcharse. Antes me cercan con botellas de agua. Me convierto en un santuario del Gauchito Gil. Otros transeúntes lanzan ofrendas, un cigarrillo, un pedazo de pan.

Es de noche. Despierto o creo despertar. Hay rieles que surcan el espacio rodeando la rotonda donde me hallo atado ahora. ¿Cómo? ¿Lo hicieron aprovechando mi inconciencia? Trenes corren en direcciones inversas. Petardos que desaparecen tras nubes de chispas. En el cruce de las vías, me pellizco entre el pulgar y el índice, me muerdo hasta lastimarme; la sangre habla, siempre habla ¿habrá alguien que escuche? ¿O tendré que desatarme y renunciar a lo que soy, dejar de ser, abandonarme como un paquete perdido y dar vueltas, buscándome? Tirado a la calle. Cesante sin sumario ni causa. Les grito a los trenes. Una mano me arroja caramelos, alguien se asoma y dice "adelante". Otro me escupe. Me llamo Juan Paredes, nacido en Avellaneda, con domicilio en Pasco 21, barrendero de la Municipalidad durante veintidós años. Recito y recito.

Soy ese paquete completo. Si me mutilan uno de tales miembros ¿qué queda de mí? Un espacio agujereado. Nada. Y eso han hecho y aquí me han tirado.

Despierto encadenado al pasamanos de un vagón repleto del subte. Anoche me bebí la petaca de licor de un trago. Subí ebrio. ¿Cómo hacer para actuar correctamente y que no me expulsen? Pero nadie controla los vagones, no aparecen inspectores. Los pasajeros no me molestan ya que no invado su espacio, arrinconado en el ángulo de la puerta cerrada.

Repito como una oración, "cesanteado sin sumario ni indemnización". Esa pasajera responde "amén". La de enfrente me da vuelta la cara. El metro hace un recorrido circular. Una y otra vez.

Cierto sindicalista se me acerca, fabrica un cartel con una caja de zapatos, anota en él mis datos y me lo cuelga con cuidado del cuello. Se despide, "suerte".

Ya no puedo continuar orinándome encima. O apuntando al ángulo de las paredes cuando no hay nadie. Apesto, y también el reducto cerrado donde me hallo en amarras. Pero ¿qué puedo hacer?

Tendiéndome la mano, de lejos, alguien me presta su celular. Llamo a Luciana. Apenas oye mi voz, replica: "No me jodás más". Con otro teléfono que consigo a regañadientes de un pasajero prestamista, me comunico con el compañero Camilo, dirigente de mi gremio. "Hola, amigo, nos estamos ocupando de tu caso" responde.

-‑¿Me reincorporarán?‑ gimo.

-‑No lo dudes.

-‑Pero ¿cuándo?

-‑Apenas salga la ordenanza te avisamos.

-‑Decime el tiempo que puede durar el proceso.

-‑Tengo otro llamado en línea. Quedo a tu disposición.

Y corta.

Trato de manotear el pan que me cabecea ese pibe.

Cae sobre el piso orinado. Lo miro.

Intento no oír el "andá a trabajar" y los insultos que me dirige esa mujer airada.

Debo mantenerme en pie. No puedo, no quiero tirarme al cesto de los residuos. Todavía.

-‑Un café por favor. Un café...

 

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