Uno de los diablos en esto de entender las ciudades es el entorno de las grandes estaciones ferroviarias. Es rara la ciudad que no las tenga al menos como una anomalía, una especie de corte en su tejido, y es común la ciudad que las termina viendo como un agujero negro que se traga todas las buenas intenciones. Quien ve la Estaçao Central de San Pablo, Brasil, reconoce enseguida el problema, que es el mismo de Constitución y Once. Quien termina en la Paddington de Londres o la Gare du Nord parisina, ve el mismo corte urbano que en Retiro (ahora que el entorno mejoró). Hasta la estación de Addis Abeba, la única de la ciudad, no logra disimular con parques y bulevares el carácter excepcional del edificio ferroviario. Y la modernidad del edificio no resuelve el tema, como lo prueban la Termini romana y la porteña Lacroze.
Las explicaciones serán muchas, pero hay que arriesgar una simple: la estación es un agregado tardío al repertorio de la ciudad. Viviendas, templos, avenidas, calles, costaneras, pasajes, palacios, parques, centros administrativos, son piezas que de una forma u otra existen desde hace milenios. Por así decirlo, un romano antiguo se daría cuenta de qué es la Casa Rosada reconocería en nuestras torres una versión gigantona y boba de la ísolas de su época. Pero difícil que acierte con eso del aeropuerto y de la estación ferroviaria.
La invención del tren data apenas de la primera mitad del siglo diecinueve, con lo que su llegada a las ciudades de América fue un símbolo de modernidad, de tecnología y velocidad. Las terminales se van a la monumentalidad y son de los espacios más vastos y airosos que podamos frecuentar porque reflejan el milagro de la reducción de distancias, de la seguridad y regularidad. No es por nada que se inventaron hasta los usos horarios para reflejar el rigor de la tabla de llegadas y salidas. El aparato cultural que se construyó alrededor del viaje en tren es notable, desde las clases de primera a tercera, hasta la costumbre de instalar restaurantes gloriosos en las terminales de fuste.
Con lo que esto que vemos hoy es un símbolo de doble decadencia, la del ferrocarril en sí -falto de inversiones, anticuado como tecnología- y la de lo asociado a su presencia urbana. En esta ciudad, la opción fue el recorte de Retiro o Lacroze, o la sinonimia con la mugre y la berretez de Constitución y Once. Estas dos últimas presiden de hecho dos barrios que, por razones y con resultados diversos, terminaron en símbolos de anomia urbana. Con lo que hay que saludar una parte del programa de revitalización de Once que lleva adelante la dirección general de Regeneración Urbana, porque incluye la restauración de algunos edificios señeros, de increíble calidad, y de la recova de la primera cuadra de avenida Pueyrredón. Bajo la batuta de Juan Pablo Vacas, se están dando algunos pasos para destacar entre tanta cartelería algunas piezas de patrimonio de primera calidad.
Lo que hay que entender es que Once fue un barrio que recibió inversiones inmobiliarias excelentes. En un radio de caminata corta desde la terminal hay dos joyas de Virginio Colombo, bellezas como el edificio Concepción, una extravagancia hispanista de Luis Sabó en Perón 2759, y piezas realmente notables como el Saint, una pieza Art Decó particularmente italiana -y fascista- curiosamente firmada por Robert Charles Tifaine, cuyos exteriores se están arreglando como parte del programa. Caminar el barrio es ver edificios bellos y muy bien construidos en diversos estados de mugre y abandono, carcomidos por la planta baja unánimemente gastada por cartelerías ínfimas. Los que conocen esta zona van a discutir por arbitraria esta breve lista, ya que cada uno tiene sus favoritos.
La pieza central del proyecto, en cuanto a patrimonio, es la recova frente a la plaza. La idea original era que este elemento tomara los tres lados de la enorme plaza Miserere, haciendo pendant con las arquerías de la estación. Como se sabe, esto nunca se completó pero la recova creció en esos cien metros de Rivadavia a Bartolomé Mitre. El primer edificio de la serie es el de esta esquina, una simple planta baja que sostiene hoy gigantografías varias. Luego viene el criollazo e italiano Hotel Pueyrredón, un lote triple que mostraba la íntima asociación entre terminales de pasajeros y hotelería, y que grita por una restauración que muestra su calidad. El siguiente es un edificio de Petersen, Thiele y Cruz típico de esas firmas: alto de ocho pisos, finito, francés, rematado en mansarda, hermano digno de los tantos en Recoleta y el Centro de ese trío productivo. A continuación, hay una modesta casita de ladrillo y cal, de buenos revoques, y tomando airosa la esquina de Rivadavia está la pieza principal, que es también una sorpresa.
Es el Mercado Frigorífico que diseñó en los años veinte Alejandro Christophersen, el español de apellido noruego que tantas alegrías nos dio. Pese a la mugre de décadas, a la planta baja maltratada y a un techo de chaperío en la terraza, el edificio mantiene una nobleza llamativa. El primer piso tiene unas grandes ventanas serlianas, en arco, el segundo se va a la verticales, y el remate es una fantasía de buena vida. La gran terraza muestra dos volúmenes, como si fueran casas independientes, que separan la terraza en tres grandes espacios con el perímetro marcado por columnas sobre el repecho. Estos edificios siguen la receta del conjunto, secos pero profundamente clásicos en sus proporciones y pedimentos triangulares.
Originalmente, la planta baja era el mercado en sí, abastecido con la tecnología de las cámaras frigoríficas que llenaban el subsuelo. Hace mucho que este espacio fue dividido en locales, cada uno tomando un arco del original, pero la entrada en Pueyrredón 19 todavía guarda los restos de un portón francés y elegante, y una escalera bien pensada y con peldaños de buena piedra.
Lo que los arquitectos de la Ciudad (Flavia Rinaldi, Virginia Turinetto, Julieta Gravier, Pilar Iturralde, Daniela Gallo, Pedro Videla, Lucía Maglio, Agustín García Ortiz, Flavio Becerro) están haciendo es recuperar la recova, lo que implica el interior en sí y la fachada en planta baja. Se están limpiando revoques, reconstituyendo lo mucho perdido, iluminando a nuevo. Para no afectar a los comercios, el andamio se va moviendo y siempre deja paso por abajo, de modo de no cortar el pesado tránsito peatonal. Ya van reapareciendo molduras y capiteles, se puede volver a ver la bovedilla y hasta se recuerda la buena proporción de la recova, pensada como se hacía antes. Los comerciantes ya bajaron cartelerías y se está trabajando en una señalética menos cacofónica, aunque falta el eterno problema de las cortinas metálicas baratamente colgadas del exterior. Los indispensables aires acondicionados -raramente hay un patio al fondo en estos locales básicamente inventados a costa de otros espacios- serán subidos a la accesible terraza hacia Mitre, pero en el resto de la manzana seguirán siendo un problema. Una novedad muy visible será el sistema de toldos unificado, necesario porque el conjunto apunta exactamente al oeste y al caer del sol es un horno microondas. Los toldos, todos iguales, reemplazarán una colección de telas y medias sombras que hoy hacen lo que pueden.
Darle un poco de dignidad a esta recova puede parecer una gota de agua en un vasto océano de groserías, pero por algo se empieza. El porteño más pintado tendrá que concluir que no pasaba por este triste lugar desde hace años, tal vez por tristeza. Y quien lo haga ahora hasta puede descubrir el bar Gilda, un sobreviviente casi intacto de los años sesenta, un American Bar que hoy resulta pieza única.