Una de las tantas deudas que tiene este país olvidadizo con su patrimonio es la falta de una real autoridad nacional, una con fuerza de ley, con verdadero poder para regular, conservar, detener abusos. Hay, es verdad, muchas entidades locales y provinciales, pero la única nacional nunca termina de recibir los poderes de un British Heritage. La Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos es una red muy grande de voluntarios que, liviana de recursos, hace una tarea enorme por nuestro patrimonio. En lugar de reconocimiento, en lugar de una ampliación legal de sus potencias, en lugar de al fin transformarla en una Autoridad Nacional, ronda un proyecto para reducir la Comisión a una mera dirección general. Es un grave error que puede evitarse porque para ahorrar centavos se va a perder una fortuna.
La Comisión es un ente “desconcentrado”, figura curiosa que marca una autonomía ambigua. Fundada en 1940, cuando el patrimonio se concebía únicamente como lo hispánico, lo monumental, lo asociado al prócer, la entidad fue construyendo una notable red de voluntarios. Es que de sus once miembros centrales, nueve trabajan ad honorem. De sus 24 delegados provinciales, los 24 son voluntarios. De sus seis delegados, todos son patriotas. Y de la larga lista de asesores eméritos, consultos y honorarios, prácticamente todos hacen lo suyo por ganas de ayudar. No debe haber otra entidad en esta Argentina que tenga semejante voluntariado, al que hay que un batallón de arquitectos, ingenieros, restauradores y dueños de oficios constructivos que no figuran en estas listas pero contestan de inmediato el teléfono para dar bastante más que una mano en trabajos puntuales en todo el país. En los dos últimos años, con la gestión de Teresa de Anchorena, estas redes se ampliaron y ganaron energía.
Por supuesto, la Comisión tiene un personal de planta, todos empleados del Estado, que resulta pequeño para una entidad pública que abarca todo el país. Sólo el voluntariado de tanto profesional explica que la Comisión pueda remotamente hacerse cargo de casi 1400 monumentos nacionales, más una maraña de convenios con provincias y municipios, más convenios internacionales para cercar conocimientos y entrenamiento, más el trabajazo de supervisar y asesorar emprendimientos privados que afecten tesoros públicos. Por si no alcanza, la Comisión tiene además a su cargo la Escuela de Museología, el sitio sanmartiniano de Yapeyú, la iglesia de Yavi y uno de los museos de San Ignacio Miní. Quien pregunte cuánto cobran los que cuidan full time estas piezas increíbles no sabrá si reír o llorar.
Pese a tanto trabajo, parece que la Comisión es vista como un lugar a donde debe llegar el ajuste. Según fuentes preocupadas, se habla de reducir la autonomía de la entidad colocándola por abajo de la Secretaría de Patrimonio, o sea dejándola como una mera dirección general. Esto sería un desastre, no sólo porque no se ahorraría nada en absoluto sino porque la Comisión podría perder la buena voluntad de tanto profesional que pone el hombro sin esperar recompensa. Quien revise estas largas listas de delegados y asesores debe recordar que ninguno cobra nada, con lo que no hay nada que recortar, ni un vintén que ahorrar.
El Estado debería agrandar la Comisión y transformarla en una entidad capaz de cuidar nuestro patrimonio. Recortada y reducida, la Comisión ni siquiera podría soñar en hacer cumplir la ley que le ordena al propio Estado tratar sus edificios de 50 años o más según las reglas del arte. Es mucho encargo para tan poca estructura, y ciertamente no hay nada que recortar, reducir o ahorrar.