Un tuit de Sebastián Crosta (@sebacrosta), periodista especializado en el Ascenso, dejó entrever una historia. “Lo más curioso. Se probó un volante por derecha afgano, ex inferiores del Tottenham Hotspurs, que no hablaba español. No la tocó”, escribió el 18 de julio, en referencia a una prueba que Lamadrid había ofrecido a futbolistas libres para reforzar el plantel que jugará la próxima temporada de la Primera D.

Ese jugador afgano se llama Khyber Khan y ESPN podría contratarlo para un reality. O, tal vez, Nat Geo. Su historia nos habla tanto de fútbol como de migraciones modernas. Khyber vive a pocas cuadras de la quinta presidencial, en Olivos. Muy lejos de Kabul, donde nació hace 20 años. Afganistán en 1997 evoca a talibanes, torturas en espacios públicos y un país fuera de cause. En ese contexto, la decisión que tomó la familia, a los pocos meses del nacimiento de Khyber, fue mudarse al extranjero, a Peshawar, la ciudad pakistaní que remite al fundador de Al Qaeda. “En septiembre de 2001, Osama Bin Laden era un emblema en Peshawar, una ciudad de Pakistán fronteriza con Afganistán en la que se había instalado para tejer su imperio de terror con la inagotable ayuda que, en tiempos de Guerra Fría y con Afganistán invadido por ex Unión Soviética, le había proporcionado Estados Unidos. En casi todas las escuelas coránicas de Peshawar, el retrato de Bin Laden era omnipresente”, escribió el periodista Eduardo Febbro en Página 12, el 3 de mayo de 2011, dos días después de la muerte del terrorista.

Como los paisajes no pueden elegirse y las pasiones no pueden evitarse, Khyber Khan descubrió el fútbol en ese contexto. Todos tenemos un Mundial que nos ilumina la infancia, y el suyo fue el de Alemania 2006. Lo inspiraban un brasileño, Ronaldo, y un inglés, Frank Lampard. Sin embargo, su divertimento principal todavía era el cricket, el padre de todos los deportes en Afganistán, Pakistán y la vecina India. Suele ocurrir en Asia: el fútbol es un juego vouyerista. Se miran y se admiran los campeonatos europeos, pero muy pocos, casi nadie, patea una pelota en calles y clubes locales.

El estadio de General Lamadrid, enfrente a la cárcel de Villa Devoto, queda muy lejos de Kabul y de Peshawar, aunque no tanto como de Coventry, en el centro de Inglaterra, adonde los Khan volvieron a mudarse cuando Khyber ya había cumplido 10 años. En suelo británico comprendió que no sólo podía mirar partidos, sino también jugarlos. No le importó comenzar mucho más tarde de lo que es habitual para los niños ingleses. Tenía 14 y se sumó a Coventrians FC, un equipo recreativo. Ese punto de partida informal se tornó algo más competitivo cuando se instaló en Londres para estudiar en el Barnet and Southgate College, un establecimiento enlazado a la Fundación del Tottenham Hotspurs mediante un convenio que establece, entre otras cuestiones, que los técnicos de las inferiores del equipo que dirige Mauricio Pochettino también enseñen fútbol en el colegio.

Definitivamente encantado con su nuevo deporte, y decidido a no desvincularse del flamante motor de su juventud, Khyber quería seguir jugando cuando terminó el secundario. El problema fue que, advirtió, en Inglaterra sería muy difícil sumarse a otro equipo. Entonces tomó la decisión más lógica en un sentido, aunque la más ilógica en todos los otros: averiguó en qué ciudad del mundo había más clubes de fútbol. La respuesta que encontró junto con su padre fue la de una capital que no habían sentido nombrar, Buenos Aires, y acá llegaron en diciembre de 2016, listos para encontrar un club en el que el kabulí –tal es el gentilicio de los oriundos de Kabul- pudiera jugar. Al comienzo se quedaron en San Telmo, el padre se volvió a Inglaterra a las pocas semanas y Khyber, solo, se dedicó a buscar clubes que aceptaran una prueba. Entonces aprendió sus primeras palabras en español: “Hola, ¿tienes información de si este club hará una prueba? ¿Cómo puedo contactar?”, se memorizó como un mantra divino.

Averiguó las direcciones de San Telmo, Dock Sud, Deportivo Armenio, Deportivo Paraguayo, la UAI Urquiza y otros cinco equipos que ya no recuerda, todos de la clase más modesta del fútbol argentino. Y se presentó con el latiguillo recién aprendido. Su primera prueba fue en febrero, en San Telmo, pero descubrió un fútbol mucho más físico y urgente que el que había jugado en el Barnet and Southgate College. “Me di cuenta de que sólo podía tener la pelota dos o tres segundos porque enseguida los rivales se me venían encima. Iniesta y Busquets no podrían jugar acá como en España. Pero igual me encanta”, dice, un poco en español, otro poco en inglés, sonrisa diáfana, sentado en un bar de Vicente López. Khyler ya tiene 20 años, una edad en la que es difícil incorporar conceptos para aplicarlos al deporte profesional, y en su prueba inicial no cumplió el objetivo para el que voló 14 horas hasta Buenos Aires: ser aceptado en un equipo, jugar al fútbol. “Pero en San Telmo anduve bien”, se consuela.

Le siguieron semanas y meses en la que se entrenó a la espera de otra oportunidad. A veces corriendo por la costanera de Olivos y otras ganando ritmo (o tratando de no perderlo) en los picaditos informales que el Buenos Aires Fútbol Amigos, una comunidad para residentes extranjeros, organiza en las canchas de Fútbol 5 de Palermo pegadas a las vías del ferrocarril San Martín. La tenacidad para concretar su desiderátum, pero también su soledad y su inocencia, generan ternura. Acaso, también, compasión. Continuó averiguando direcciones de clubes a los que un día llegó, se presentó y dijo de corrido: “Hola, ¿tienes información de si este club hará una prueba? ¿Cómo puedo contactar?”.

Su segundo intento fue en Lamadrid, a mediados de julio. Se había lesionado unos días atrás, ¿pero cómo iba a dejar de intentarlo? La planilla de los muchachos que se probaron contaba con cinco columnas: nombre, apellido, categoría, puesto y clubes anteriores. En este último espacio, muchos escribieron “Yupanqui”, “Excursionistas”, “Ferro”, “Brown de Adrogué”, “Temperley”, incluso “Argentinos Juniors” y “Boca”. La de Khyber Khan decía “Tottenham”, seguramente por su dificultad para explicar que el colegio de Londres en el que jugó, y que participaba en una liga colegial, tenía un convenio con el reciente subcampeón de la Premier League, pero el dato era erróneo: de ninguna manera Khyber había jugado en las inferiores del Tottenham. En todo caso, la confusión se duplicó porque Khyber, en la prueba, vistió un pantaloncito del equipo inglés. “Lo habrá comprado en La Salada o Retiro”, pensó Crosta, sin conocer el origen del malentendido.

Los pocos testigos que vieron jugar al único afgano que pisó una cancha del fútbol argentino coinciden en que vieron a un volante ofensivo por derecha que casi no participó en los 30 minutos del partido. Que tocó una o dos pelotas. Que sus compañeros le gritaban “abrite” o “cerrate” pero que no los entendía. Que no hablaba español. Que recién sobre el final bajó a colaborar con la defensa y trabó una pelota, pero la perdió. Y hasta aventuraron que el representante que lo había acercado a Lamadrid “se cagaría de hambre” si intentaba llevarlo a las pruebas que otros clubes de la Primera D, Puerto Nuevo y Muñiz, harían en los próximos días.

 Lo que nadie sabía, y no tenían por qué saberlo, es que el afgano estaba lesionado y que no tenía representante, sino que había llegado por su cuenta desde muy lejos, dispuesto a jugar en el fútbol argentino. Y que lo seguirá intentando, al menos unos meses más, porque la de Khyber Khan es una historia para Fox Sports o Nat Geo.