“La biografía será siempre la suma de todo lo que no se pudo oír. Y la vida de Alberto Migré nunca será esto. Porque esto es la búsqueda de un imposible, la caja negra de los años cursis y la memoria de una Argentina íntima que aprendió a besar por TV. En una de las últimas entrevistas le preguntaron: ‘Si tuviera que escribir la novela de su vida por dónde empezaría?’. Su respuesta turba y guía la escritura de este libro: ‘La empezaría por el principio. Por las cosas que ya no tengo’”.
El prólogo de Migré prepara así la lectura de casi 400 páginas de una biografía como quien se dispone al cortejo, una síntesis impecable que a la vez maneja el suspenso justo y un tono que estremece. Sugiere cada eje de análisis sin dejar hilo suelto y sin embargo no anticipa ni una sola de las escenas que se leerán a continuación. Ya desde el principio, la biografía de Migré se revela como una escritura fiel a los códigos implícitos en la arquitectura de un relato novelesco, un relato a la altura del personaje que nació, vivió y murió bajo el signo de autor. Liliana Viola concibe esta biografía como se observa la imagen de un negativo,una secuencia de escenas latentes de las que solo puede recuperarse una parte y a puro filo de intuición,entendiendo la oscuridad como el secreto fundante y necesario que actuará de estrella guía. ¿Migré habría empezado por lo que ya no tenía?; Viola empieza entonces por lo que no va a ser. Para leer la vida del hombre que escribió setecientas historias de amor, el que nunca se mudó del barrio que lo vio nacer, el hombre que reunía frente a la pantalla al más amplio abanico ideológico-cultural en el que se encontraban (a la misma hora y por el mismo canal) desde el carnicero de la esquina, el militante revolucionario, Victoria Ocampo hasta el dictador Lanusse, era necesario bucear dentro de su obra, como un libro que se lee teniendo en cuenta las condiciones de su producción: el contexto país que la determinaba, el elenco elegido para representarla, la música que narraba tanto como la trama y un lenguaje construido meticulosamente entre el idioma de los argentinos y la cita literaria. Migré, nombre adjetivo y marca, cinco letras para titular una biografía cuyo subtítulo se extiende en intentar advertir, como si hiciera falta, que el libro irá más allá del recorrido de una vida: “El maestro de las telenovelas que revolucionó la educación sentimental de un país” tendrá a toda su familia: actores, discípulos y amigos más cercanos, dando cuenta de lo que significaba trabajar junto a él, su escuela, sus miedos y sus fracasos en forma de testimonios que Viola estructura transformándolos en un coro de voces, donde la pregunta no será la formulada por el entrevistador, ya invisible, sino la que quede flotando en el aire de eso que no se cuenta, lo que no se llega a oír.
Entonces, como en esos amores batallados, en la imposibilidad reside la fuerza y se hace imperioso desplegar todas las armas en pos de la narración de la historia. Viola escribe una biografía que contiene el análisis literario y sociológico de una época volcada en la vida y los libretos de Migré, pero no se priva de esbozar al mismo tiempo algo de la propia novela familiar que la encuadra en tanto implicancia como autora, a la vez que deja entrar las voces de los fans a pie de página, que en varios tramos le ganan en espacio a la narración principal, como si fueran esos personajes secundarios que en algún capítulo de la novela le disputan la importancia a los protagonistas: “Fanático 12: La mía con Rolando es una historia de coincidencias. En 1972 era una maestro de primaria recién recibido cuando conozco a la hija de una de la cooperadora de mi escuela. Nos vimos y nos gustamos: ¿Cómo se llama ella? ¡Mónica! ¿Y yo? Mi papá era obrero y había comprado un taxi para que yo lo manejara. ¡Así que yo era un taxista enamorado de Mónica! Pero había más coincidencias: teníamos una diferencia social, su padre era profesional y además yo era católico y ella judía. Diferencia que se hacía sentir mucho por entonces. Me súper enganché con la novela, tenía 27 años como Rolo y era y sigo siendo bastante novelero a pesar de mi formación académica, tanto que llegué a consultar a más de un psicólogo. Siempre me responden: Es tu forma de vivir a través del otro”. Este testimonio sigue, él se casa con Mónica luego de muchos desencuentros en los que le transcribe vía carta larga distancia, cada episodio que ella se pierde de Rolando, incluida por supuesto la banda sonora que le manda a Israel en LP. Y las historias se repiten y son tantas que se podría hacer un libro aparte con ellas.
Si bien todos los autores conciben la realidad como una caja de herramientas, Migré invoca una especie de magia en la que la realidad copia su ficción y su ficción moldea la realidad: “Los testimonios coinciden en que Migré se adelantaba a los acontecimientos de las vidas reales. Además, a medida que pasaron los años, fue aumentando su necesidad de alimentarse con vidas cercanas, necesidad de incluir material cada vez más actualizado en un mundo que iba quedándole cada vez más ajeno. Él mismo decía que salía a escuchar a la calle el habla de la gente. Hablaba horas por teléfono con las madres de sus actores y actrices y parte de esos diálogos, modismos, anécdotas, estaban siendo vampirizados.” Ahora son los personajes y los espectadores quienes cuentan al autor porque, acertadamente, su biografía no deja ninguno de estos fenómenos afuera y produce un relato con muchas entradas a su vida, tanto en forma de voces como de formato. Viola logra un libro tan anotado como los guiones de Migré, quien escribía en la columna izquierda del libreto, adelantándose en esto también a su tiempo, cada tema musical, suspiro u objeto de la escenografía que veía en sus historias mientras las tipeaba. En caracteres diferenciados para cada tipo de relato, a la biografía se suman las entradas tituladas “Método Migré” en las que se desgrana el ars poética del autor mientras lo cruza con una fina observación que pone el ojo en la sociedad que retrató. Allí habrá sinopsis, análisis de cada telenovela y hasta los once mandamientos escritos por él, haciendo de esta biografía, también, las notas de un seminario que podría haber dictado el propio Migré.
La presentación que no fue
“Este será un momento y una noche puramente evocativos, nos dedicaremos a evocar la figura de Alberto Migré, su educación sentimental, las maneras en las que Migré ha entrenado nuestros sentimientos, nuestras emociones”. El conductor de la ceremonia, Franco Torchia –que en palabras de Viola es “la versión moderna y mejorada de los conductores de la época de Migré”– abre así la noche más migreliana de los últimos tiempos, porque si la biografía se define por lo que no es, la presentación del libro tampoco será tal cosa. La noche del pasado primero de diciembre, unas semanas antes de que las calles del centro de la ciudad se convirtieran en un campo de batalla, hubo una cita con la historia de amor más impregnada en la piel de los argentinos. El subsuelo del bar Nacional se transforma en el living del teleteatro, una logia a puertas abiertas en la que la única contraseña posible es el nombre de Migré, una escenografía montada para convocar al Rey Midas, al padre de la lágrima, al señor éxito de la televisión argentina. La autora, los cantantes, los protagonistas y el público de sus novelas están congregados allí para ser parte de un poderoso sortilegio: traer a Migré a la vida. Cada uno de ellos, en algún momento, lo encarnará sin darse cuenta.
En primera fila, tomados de la mano, están Soledad Silveyra y Claudio García Satur, Viola subraya su intercambio con el actor, días antes de esta noche: “Cuando invité a Claudio, con quien me he comunicado siempre por mail, ya me tocó vivir una escena de telenovela. Le escribí: ‘Me encantaría que vinieras a la presentación que es el 1 de diciembre’. Me respondió, como siempre con una sentencia más que breve: ‘Me parece que primero debería leer el libro’. Seco. Nada más que eso. Se lo mandé a su casa el mismo día y a la noche me escribió otro mensaje igual de escueto pero con el espíritu de Rolando, un galán de antes: ‘¿La presentación que me dijiste, sigue siendo el 1 de diciembre? ¿Mandarán un remís?’ Le respondí: ‘Jamás remís, siempre taxi’. Y eso fue todo”.
El locutor llama a silencio y acto seguido se escucha un teléfono como los de antes. Son Mónica y Rolando en su primera comunicación telefónica. Enseguida se proyecta la primera escena en la que Mónica sube al taxi llorando para tirarse minutos más tarde desde el auto en marcha, cuando Rolando frena y corre para tomarla entre sus brazos. “Vivir enamorados”, el tema de la banda de sonido suena como cortina de fondo, mientras estallan los aplausos y las lágrimas se preparan en todos lo que están presentes ahí esa noche.
Liliana Viola hace ahora de Migré cuando sube al escenario, antes de leer un adelanto del libro, da indicaciones de libreto al sonidista: “Cuando diga la palabra Soledad, entra la música”. Risa generalizada porque se percibe un aire de radioteatro en vivo, aunque el público de a pie solo entenderá ese guiño cuando lea la biografía. García Satur lo recuerda así: “Lo que escribía en esa columna no eran indicaciones, era sabiduría. ¿Puso ese cielo? Será para que acompañe. Él no te escribía nunca Rolando camina por la calle aturdido por lo que le acaba de pasar. Te decía: camina por la calle aturdido como un moscardón que se da la cabeza contra los vidrios. (...) Sus acotaciones no eran órdenes, eran imágenes. Tenías que ser un burro emocionalmente hablando para que no te llegue”. Haciendo las veces de director, a Darín le indicó una vez: Quiero que salgas por esa puerta, vuelvas a entrar y me demuestres que venís de ver el sol”.
La noche de Migré continúa con Cristina Alberó quien en Esos que dicen amarse encarna a Mariné, el personaje con el que el autor se atreve a tocar por primera vez el tema del lesbianismo en una telenovela y para el que escribe un extenso parlamento en el que ella arremete contra el amor “anormal” de su hombre “normal”. Alberó entonces lee el poema “Cómo decir de pronto” de Pablo en nuestra piel y se hace un silencio rotundo en la sala. La convocatoria incluye a Picky Taboada que canta “Dos a quererse” y a Marta Albertini, que –creer o reventar– en cuanto el conductor la nombra como a “la mala malísima de Migré” se le cae encima el micrófono de pie.
Llega entonces el momento más esperado por todos, el conductor llama al escenario a la pareja de la noche, Soledad Silveyra y García Satur, que en medio de la ovación de su público responden con evasivas a la pregunta del conductor: “¿hubo o no hubo un romance de verdad?”. Él, galán de los de antes, responde primero diciendo que “Un hombre jamás señala a una mujer”. Ella –aludiendo a su salida intempestiva al finalizar la primera parte de Rolando Rivas– dice ambigua entre sonrisas: “Yo solo sé que en el ‘73 terminé en otra novela”. Torchia les pide un beso para la audiencia pero ella, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, antes quiere hacer público lo que él acaba de decirle al oído mientras eran espectadores de esa ceremonia evocativa. Le pasa el micrófono y él vuelve a repetir, esta vez en voz alta y mirando a la gente: “Solita, no es fantástico que hoy, después de 45 años de ese primer capítulo, tengamos una fiesta por esos personajes, estemos en la tapa de un libro escrito tan amorosamente, y nos canten las canciones después de tanto tiempo?…. Ellos se merecen un beso”. Mónica y Rolando entonces se besan y la platea estalla en aplausos y lágrimas. Pero no termina ahí. Luego del beso, Garcia Satur oficia ahora de Migré: está comprobando la emoción silenciosa de un auditorio que los mira alucinado, como si los dos fueran aun esos jóvenes que en el ‘73 enamoraban a un país entero con solo mirarse. Mónica, secándose las lágrimas con un pañuelo, abraza a Rolando por la cintura y le da el pie para que él diga el último y más sublime parlamento de la noche. Él se seca las lágrimas con un pañuelo blanco, sabe que tiene que ir despacio, se acomoda la voz y empieza a decir así: “Una sola cosa quiero decirles... En los últimos capítulos de la primera temporada, cuando ella se va de la casa, le deja una carta sobre la cama. En esa escena, en la que él lee la carta que lo derrumba, de rodillas sobre la cama, con los brazos abiertos, dice esta frase de Alberto que yo creo que lo resume todo. Rolando dice entonces esta frase que nos puede tocar a cada uno de los que estamos hoy acá. Rolando dice así: Si el amor es el amor perdido, ¿Dónde encontrar el amor?”.
Todos los que asisten casi sin respirar a lo que acaba de pasar, saben que el grito de “corten” es imposible no porque no estén en un estudio de filmación, sino porque la invocación de esa escena, esa noche, 45 años después, no es de ninguna manera una actuación sino un intento de exorcismo a esa pregunta que sobrevive en el tiempo y en el espacio de todos los que, de alguna manera, aún buscan una respuesta cierta para ese gran malentendido amoroso.
Nuestros años cursis
La telenovela ha sido siempre considerada un género menor dentro de la históricamente menospreciada cultura de masas, y un claro ejemplo de esto es que son pocos los trabajos académicos que en nuestro país se dedican a su estudio, a pesar del alto grado de influencia que tienen en la conformación de significados, prácticas y valores dentro del conjunto de la sociedad. En el caso de Migré –y exceptuando a Nora Mazziotti que fue pionera en el trabajo teórico sobre su obra– es llamativo el olvido de este autor cuando, casi medio siglo después de su primer éxito arrollador, sus historias siguen viviendo entre la gente. Porque esa noche de la presentación que no fue, había más de una generación cantando las canciones que acompañaron las tardes de un país entero. Sus melodías, los latiguillos de sus personajes fueron pasando de generación en generación como una herencia tan naturalizada en el ser nacional de los argentinos, que hoy en día la mayoría de la gente no sabe que cuando repite una frase como “mamita sabe” está citando a China Zorrilla en Piel naranja. Por eso esta biografía hace justicia no solo a un gran escritor sino también a todo un género tachado durante años con la palabra cursi. “Lo cursi, señalado por la clase media como signo de ignorancia de la clase inferior, a partir de la estética peronista recobra una marca pueblo, una cultura propia de los pobres.” señala Viola cuando analiza la escena bautismo de la televisión argentina el 17 de octubre de 1951, el día del abrazo más conmovedor del amor argentino: el renunciamiento de Evita en el balcón. Cuando se le pregunta qué la llevó a hacer esta biografía Liliana Viola reflexiona al respecto, y de su respuesta se desprenden algunos ejes para pensar el fenómeno Migré dentro de la cultura popular argentina: “Me interesó meterme en la vida de alguien que se ha convertido en una palabra dentro del vocabulario de una nación. Alguien que, durante un periodo de tiempo, convirtió en deseables objetos indeseados, como por ejemplo el haber elevado a la categoría de galán a un tipo de hombre común como García Satur y haber vuelto sexy al personaje más odiado de la sociedad, como es ni más ni menos que el taxista. Creo que ese escritor popular, con Rolando y a partir de él, lo que hizo fue generarse desafíos imposibles y muchas veces cumplirlos. Todos asociados con la ruptura entre ficción, intimidad y realidad. Trabajó en esa ruptura y sin embargo fue siempre considerado menor. Y el punto de contacto conmigo es el trabajo del biógrafo, un género que también es considerado menor, subsidiario de una historia ajena. No tan imaginativo como para una ficción, no tan serio como para armar una historia. Mientras escribía la historia de Migré sentí el dolor de los registros que son considerados menores. Escribir como alguien que escribe algo menor. Él, aunque tenía una fuerza increíble y nunca dejó que le arrebataran sus derechos de autor, jamás pensó que debía luchar para que no grabaran telenovelas arriba de las cintas donde estaba granadas las suyas, y eso es porque en realidad, también estaba influido por esa convicción de que lo que hacía no merecía perdurar. Esa convicción efímera, venga de donde venga, es parte de su gracia, de la gracia de sus porductos y que sólo se mantiene por la gente que cuando escucha la palabra Migré, empieza a contar historias individuales, íntimas, que nada tienen que ver con los argumentos de la telenovela, sino con toda una situación de mirar la tv, de sentarse en un sillón a tomar la leche mientras pasaba un capítulo, es decir: lo efímero a la enésima potencia”.
Si el trabajo de Migré se encarga entonces de la ruptura entre ficción, realidad e intimidad, es tan inevitable como instantáneo relacionar su obra con la Manuel Puig y Leonardo Favio. Porque si Puig incorpora la cultura de masas trayendo la tradición del cine a la literatura y la mezcla con elementos de la novela y el folletín, Migré hace el camino inverso y se focalizará, en su ficción para televisión, en la construcción de parlamentos que “pertenecen claramente al código del lenguaje escrito. Lo que él llama en numerosas entrevistas como su “defensa de la palabra” también es una de las señales de que estamos presenciando un artificio y que ese artificio tiene un autor”. Migré pone a competir en boca de sus personajes, en un formato para el público masivo, a los dichos de la abuela con citas de Proust, poemas de Neruda y cortinas de Chopin. Lleva el registro de la “alta cultura” a la pantalla chica, al barrio. Tampoco se priva de filmar, en clave cinematográfica, escenas lentas en primeros planos de una mano acariciando la espalda desnuda de Arnaldo André, o las manos entrelazadas de esos mismos amantes durante minutos, cuando ya se acerca la hora de su muerte. Como se apunta en la biografía: “Favio nombraba a Alberto Migré cuando le preguntaban por los cineastas nacionales que influyeron sobre él. “No hace cine pero es el que mejor maneja los planos y los tiempos, el suspenso y la dramaticidad de los rostros”. Otro de los caminos que Migré recorre en sentido inverso y que Viola resalta en su libro es que, desde sus libretos, se adelanta en el tiempo intuyendo hasta las alusiones más oscuras del lenguaje de los argentinos: en 1972, el hermano de Rolando, militante de la guerrilla armada, es asesinado por las fuerzas de seguridad y entonces Rolando nombra a los desaparecidos. Contradiciendo la afirmación de Alejandro Dumas que define al folletín como el realismo aplicado al pasado, “el episodio de Quique Rivas, su impacto y sus relecturas permiten ser leídos exactamente al revés. Un folletín aplicado al futuro”. Quizás porque trabajaba con material de la realidad, porque salía a la calle para escuchar a su gente, podía impregnarse de lo que estaba en el aire de una sociedad que aún no se daba cuenta cabal de la ruina que se avecinaba. Tal vez Migré haya sido un gran escritor de la tragedia argentina en forma de telenovela, una versión amorosa del derrotero de un país que “lo tenía todo para ser feliz y sin embargo...”. La fórmula repetida de la pareja a quererse desde los dos extremos de la división de clases, a diferencia del resto de los países latinos y telenoveleros, en Argentina cobra una dimensión política aun mayor, cuando con la llegada del peronismo una de las partes se constituye en rival eterno de la otra. El final feliz es siempre tan improbable como las dos visiones que nuestra sociedad tiene frente a una misma escena de la catástrofe (basta recorrer las redes para encontrar lecturas diametralmente opuestas de la represión del jueves frente al Congreso). Tal vez Migré le haya dado al pueblo argentino sus horas de tregua, su historia en forma de telenovela, la certeza de saber que a pesar de los obstáculos capítulo a capítulo, en esta tierra podía triunfar siempre el amor, sobre nuestro propio espanto.