Hay pocos momentos más embarazosos en la filmografía de Hong Sang-soo –una obra pletórica de situaciones que van de la ligera incomodidad al franco bochorno– que la escena en la cual una mujer abofetea reiteradas veces a otra más joven, llamándola puta y recriminándole a los gritos el hecho de mantener una relación amorosa con su marido. El espectador sabe fehacientemente (o, al menos, lo intuye) que se trata de un error, que la supuesta amante no es ella sino otra persona, y no puede impedir un sentimiento de vergüenza ajena que no hace más que potenciarse cuando todas las explicaciones del caso de la joven y de su jefe, alias el marido de la mujer que grita y golpea no logran convencerla de que la realidad es otra, bien distinta. La secuencia en cuestión pertenece a El día después, la última película del realizador surcoreano y apenas la segunda en disfrutar de un estreno comercial en nuestro país. Cada mojón en la extensa obra de Hong (veintiún films a la fecha desde su ópera prima, The Day a Pig Fell Into the Well, producida en 1996) ha sido, sin embargo, un número fijo en los festivales de cine más importantes del mundo y de la Argentina y una cita obligada para cualquier cinéfilo que se precie de serlo. Un corpulento corpus cinematográfico que –de manera similar a la última etapa del japonés Yasujiro Ozu décadas atrás o a los cuentos “contemporáneos” del francés Eric Rohmer en tiempos un poco más cercanos– parece elaborarse en gran medida a partir de una serie de temas y circunstancias que se repiten incansablemente película a película, con variaciones muchas veces sutiles. Y si en la variación está el gusto, el sabor del cine de Hong mejora con cada nueva incursión en sus espacios y recovecos, las películas comentándose o complementándose mutuamente, los personajes nuevos reflejándose en otros del pasado y viceversa. Un cine bañado a su vez en el gusto del soju, la bebida alcohólica más popular en Corea: el centro de mesa alla Hong evita los arreglos florales y prefiere el atiborramiento de esas pequeñas botellas usualmente verdosas, envases vacíos que señalan la hora de la charla, la conversación animada, los gritos, los recuerdos, las risas, las recriminaciones y los llantos, entre muchas otras cosas que suelen ocurrir cuando el licor ha ingresado en cantidades importantes en el sistema nervioso de los personajes. Un cine pensado y creado a partir del complejo tapiz de las relaciones humanas, es decir, un cine hecho de amores y rencores, deseos y miedos, frustraciones y esperanzas, vacíos y satisfacciones.

En el comienzo de El día después, el dueño de una pequeña editorial de apellido Kim (el actor Kwon Hae-hyo, en su cuarta colaboración con el director), un hombre de unos cincuenta años, desayuna muy temprano en su departamento de Seúl. Muy temprano: el reloj marca las cuatro y media y todavía es de noche. Su esposa, quien horas más tarde gritará y golpeará a la nueva empleada de Kim, aparece en cuadro y pregunta, en un tono sutilmente inquisitivo, por qué se ha levantado a esa hora. El diálogo de cuatro minutos que sigue virará de aspectos absolutamente triviales –la clase de diálogo que puede llegar a tener una pareja de muchos años recién amanecida– a un planteo mucho más profundo. “Estás raro últimamente. Tu rostro es diferente al de antes”, afirma la mujer, poco antes de dispararle a quemarropa la inquietud: ¿acaso la está engañando y es esa la razón por la cual sale tan temprano de su casa? En estricto blanco y negro, como el resto del film, ese prólogo pone en evidencia y anticipa algunos de los temas centrales de todo aquello que ocupará la siguiente hora y media, una serie de encuentros del señor Kim –tanto en el presente como en el pasado– con tres mujeres: su reluciente empleada, su mujer y su amante. Un delicado rompecabezas narrativo en el que las distintas piezas temporales comienzan a adquirir su forma definitiva luego de varios minutos de proyección. Un nuevo juego cinematográfico en el que, a diferencia del tono más amable e incluso humorístico de films previos como Our Sunhi o Hahaha, se pone de relieve una amargura que sólo puede definirse como existencial, una sensación de insatisfacción que atraviesa a todos los personajes relacionada con aquello que podría llegar a ser o pudiese haber sido y, tal vez, nunca sea. ¿Un drama romántico? En algún punto, todos los films de Hong Sang-soo lo son, entendiendo el romance no como un camino de espinas espolvoreado con alguna ocasional lluvia de pétalos sino como el choque frontal entre dos seres humanos que pueden tanto atraerse como rechazarse. Claro que el número dos no es el ideal para describir El día después. O cualquier otro título del realizador. Tres, cuatro, cinco e incluso seis serían cifras mucho más adecuadas.

La ecología creativa

Prolífico por costumbre y por necesidades artísticas, el año 2017 fue testigo del nacimiento de tres largometrajes en la extendida descendencia cinematográfica de Hong: On the Beach at Night Alone, presentada en febrero en la Berlinale, Claire’s Cámera (segunda colaboración del director con la actriz francesa Isabelle Huppert) y El día después, estas dos últimas estrenadas en mayo pasado, durante el Festival de Cannes. El ritmo de producción no ha hecho más que acelerarse luego de la fundación de su propia empresa productora, Jeonwonsa Film –emplazada en el mismo edificio universitario donde imparte sus clases de cine–, lo cual le ha permitido poner en funcionamiento un dispositivo de producción que se encuentra en constante movimiento, una ecología creativa auto sustentada. El método de trabajo es casi siempre el mismo: guiones sencillos, de pocas páginas, donde la ausencia casi total de diálogos es reemplazada por ideas básicas, momentos, situaciones, “disparadores” que serán desarrollados y pulidos con la ayuda indispensable de los actores y actrices. Luego, los ensayos y a escribir durante las mañanas aquello que será filmado algunas horas más tarde. Rodajes breves apoyados por un equipo técnico que no supera la decena de personas en el set, entendido este último como locación real: el cineasta no suele filmar en estudios profesionales. Finalmente, un proceso de montaje que aplica la economía de los cortes como norte estético, basado en el uso de los planos extendidos en el tiempo. Allí es donde descansa otro de los secretos del estilo Hong, el gran revitalizador contemporáneo de ese recurso algo olvidado, el zoom. Gracias a ese particular lente bastardeado por el abuso en décadas pasadas (y a los paneos, desde luego), el realizador ha logrado edificar un particular estilo de reencuadre sin necesidad de recurrir al corte, elemento indispensable a la hora de dirigir a los actores, siempre según su particular ética de trabajo. “Los zooms son funcionales, pero cuando funcionan bien, supongo que se transforman en otra cosa”, declaró recientemente, en una de sus típicas respuestas breves y amables, aunque algo taciturnas. A pesar de ser famoso por un carácter elusivo a la hora de ser reporteado, el cineasta conversó hace un par de meses con el público presente en el Festival de Nueva York, luego de la proyección de su última película: “Nunca he sufrido el bloqueo del escritor, usualmente termino escribiendo algo. Siempre quise ser libre y para ello he experimentado con muchos métodos diferentes. Uno de ellos, que todavía utilizo, es mirar las cosas tal cual son. O al menos lo intento. Para lograr que eso se traslade a la pantalla trato de darles a los actores diálogos con los cuales se sientan cómodos y evitar cualquier tipo de historia previa o motivaciones de los personajes, de manera que no tengan forma de prepararlos previamente. Cuando llegan al rodaje están tan ocupados memorizando las líneas de diálogo que no tienen tiempo de pensar qué cosas mueven a los personajes”. 

En On the Beach at Night Alone la actriz Kim Min-hee interpreta a una famosa actriz que tiene un amorío con un director de cine casado. Detrás de cámaras, durante el rodaje, Kim mantenía una relación secreta con el director de la película, Hong Sang-soo, quien tampoco forma parte del pelotón de los cineastas solteros. El caso llegó a todas las revistas del corazón publicadas en Corea del Sur, en particular luego del “blanqueo” del amorío durante el Festival de Berlín, logrando así que Hong fuera finalmente –aunque por las razones equivocadas– reconocido por el gran público de su país (sus películas nunca han sido masivamente consumidas allí), al tiempo que comenzaba un espinoso juicio de divorcio que continúa hasta el momento de escribir estas líneas. ¿La vida imita al arte o viceversa? Se ha dicho muchas veces que el componente autobiográfico forma parte de la esencia de sus films, pero nunca la ligazón entre ficción y realidad había sido tan evidente. En una entrevista reciente con la revista especializada Film Comment, Hong afirmaba que “todas mis películas son autobiográficas, en el sentido de que cualquier cosa que haga termina mostrando algún aspecto de mí mismo. Al mismo tiempo, ninguna de mis películas es autobiográfica, en el sentido de que nunca me interesó que el hecho de hacer una película represente mi vida o una parte de ella. Cuando me encuentro con un actor en un casting lo veo como una persona, no como un actor. El encuentro generalmente dispara recuerdos de mi propia vida. Ciertas situaciones, relaciones, dilemas, etcétera, que están ligados a esos recuerdos. Si esas evocaciones son lo suficientemente fuertes y sinceras respecto del trabajo, les pido que trabajen conmigo”. En El día después, Kim Min-hee encarna a Areum, la nueva empleada del dueño de la editorial, una joven estudiante de literatura que se encuentra realizando su tesis y que, de pronto y sin tener voz ni voto en la coyuntura, transforma ese triángulo en construcción en un insospechado cuadrángulo.

Cuando comienza el fin

El día después del título es indefinido. ¿El día después de qué cosa? ¿Del reconocimiento del señor Kim de su infidelidad con una mujer bastante más joven? ¿Del comienzo del fin del nuevo empleo de Areum? ¿De la clausura de un matrimonio tal y como se lo conocía? Los delicados juegos espaciotemporales de El día después tienden no tanto a confundir como a hacer confluir esos intervalos y ámbitos, quebrando la lógica mentirosamente naturalista que el realizador construye sólo para ir dinamitándola luego, lenta pero inexorablemente. Cuando Areum regrese un tiempo después a la oficina (¿meses, años?) y se reencuentre con Kim, se sentará en la misma silla, en la misma posición, y dará inicio a una conversación que orbitará alrededor de temas similares a los que ya habían compartido con anterioridad. ¿Está Hong jugando nuevamente el juego de las variaciones, como si se tratara de un universo paralelo con ligeros cambios? ¿O tanto Kim como Areum han olvidado esas preguntas y esas respuestas, que vuelven a compartir como si se tratara de la primera vez? ¿Y qué ha ocurrido mientras tanto con el hombre y con las tres mujeres? Kim encarna al personaje masculino hongiano por excelencia: dedicado a una profesión ligada directa o indirectamente a la creación artística, ostenta una posición de poder relativo dentro de ese universo; desea, sufre y duda. Es esencialmente frágil, débil incluso, a pesar de las apariencias que indican lo contrario. Las mujeres, en tanto, como suele ocurrir en el universo de Hong y a pesar de ser dueñas también de sus propias dudas, deseos y fragilidades son más atrevidas, espontáneas, frescas. Y parecen tener un poco más claras ciertas cosas. En una fría noche del invierno de Seúl, Areum regresa en taxi a su casa. En ese preciso momento, comienza a nevar. Baja la ventanilla del auto y observa con deleite el espectáculo natural que se le ofrece a sus ojos. De pronto, la conversación previa con el señor Kim sobre las creencias personales y los modos de entender el mundo, acerca de la posibilidad de la fe, pierden un poco de su sentido. O, al menos, quedan totalmente eclipsadas por esos copos que no dejan de caer del cielo. Una fugaz y quizás evanescente iluminación. Un momento de felicidad que recuerda el título de otra película de Hong Sang-soo, tan extraño como poético, un bello sinsentido o una verdad revelada: La mujer es el futuro del hombre.