Son el alimento de todos, pero no se alimentan de nadie. Ofrecen todo y no piden casi nada: agua, suelo, aire, luz. A diferencia de otras formas de vida, que de manera caníbal requieren de los otros para sobrevivir, las plantas se bastan a sí mismas como nadie. Estiran sus ramas hacia el sol, hunden sus raíces hacia el centro de la tierra, respiran al ritmo de la atmósfera porque ellas son sus creadoras. Inmersas en el universo, se confunden injustamente con lo inanimado siendo ellas mismas las principales creadoras de vida. Aun así, indispensables pero al mismo tiempo rebajadas, eterno último peldaño de la cadena alimentaria, las plantas parecen condenadas a ocupar un escalón inferior en el concierto de los seres.
El hombre construyó un sistema de pensamiento y se puso a sí mismo en el centro, como referencia ineludible para todo lo que existe. La especulación que propone el filósofo italiano Emanuele Coccia consiste en observar y definir al mundo desde el punto de vista de las plantas, quienes le dieron forma y están en él desde miles de años antes que los hombres pero no poseen un estatuto trascendente para el pensamiento. Sostienen la vida, pero están excluidas de las divinidades modernas. Tienen una ciencia (la botánica), un espacio de recreación y ornamento (la decoración, el urbanismo), un ámbito reproductivo específico (la reserva forestal), pero no un estatuto de trascendencia, un rango ontológico que permita pensar su existencia como fundamento filosófico.
Empoderado, el hombre moderno diluye su dominio sobre otras especies, a quienes concede derechos y un estatuto en la creación. El antropocentrismo derivó durante los últimos años en un zoocentrismo que incorporó la dimensión animal como rasgo ampliado de su señorío. Pero las plantas parecen confinadas al silencio interpretativo, a su negación en el orden metafísico y su ascenso como elementos de explotación, diseño y decoración. “Parece que nunca nadie ha querido poner en cuestión la superioridad de la vida animal sobre la vida vegetal, y el derecho de vida y de muerte de la primera sobre la segunda: vida sin personalidad y sin dignidad, ella no merece ninguna empatía benévola ni el ejercicio del moralismo que los vivientes superiores sí alcanzan a movilizar”, se queja el autor, y agrega: “El animalismo antiespecista no es más que un darwinismo interiorizado: ha extendido el narcisismo humano al reino animal”.
Frente a la pregunta central de la metafísica sobre qué es el mundo, interrogante que atraviesa la historia del pensamiento como un tajo, el autor, hastiado del sesgo antropocéntrico de la filosofía moderna, ensaya aquí una respuesta desde el punto de vista de las plantas. Su solamente estar ahí, a disposición, en un estado de contemplación ciega y permanente, es un silencio que en su reverso expresa que nada se adhiere al mundo mejor que ellas y que ningún otro ser viviente expresa mejor la definición sobre lo que implica estar en el mundo. Hojas, tallos, raíces y flores, más que atributos específicos de una variedad de vida, encierran con elocuencia una concepción metafísica basada en la mixtura y la contaminación incesante y perpetua entre las diferentes sustancias que componen el universo. El autor sugiere que el cosmos es ante todo un estado de intercambios recíprocos representado en la figura del soplo, un contagio sin fin entre los elementos, que nunca son nada en sí mismos y siempre deben ser aprehendidos en diálogo con todo lo que existe.
El hombre no habita el mundo de manera sólida y terráquea como se ha querido, sino que se encuentra en un estado inevitable de inmersión atmosférica. Más que en la firmeza impenetrable del suelo donde edifica, vive de manera gaseosa en una atmósfera, un espacio de fluidez donde todo se combina con todo y nada existe sin implicarse con el resto. La separación y clasificación de los entes, la disección sistemática de todo lo existente bajo la lupa de la ciencia, es el efecto posterior de la deriva antropológica emprendida por los humanos, que, vistos desde el milenario ojo clorofílico de la planta, son comparativamente una especie recién llegada al universo. El autor apunta que “las hojas han impuesto a la gran mayoría de los vivientes un medio único: la atmósfera”. Resultado de miles de años de respiración vegetal, es el efecto prodigioso de la fotosíntesis, el soplo vegetal que mantiene todo el ecosistema funcionando. Así, vista desde las plantas, la especie humana no sería más que el resultado inesperado de un ensayo biológico involuntario a escala planetaria. El autor advierte que esta obsesión moderna centrada en el suelo, en la tierra como agente que todo lo puede contener y todo lo puede explicar –casi como una extensión de los dominios de la razón expresada en una confianza absoluta en la certeza de lo terráqueo– es una fijación geocéntrica, una “falsa inmanencia” que impide comprender la condición astrológica del planeta y su diálogo permanente e insustituible con el sol. Son las plantas quienes mejor encarnan esta simbiosis equilibrada que permitió la vida. Sus raíces se dirigen, sin vacilar, guiadas por la gravedad, hacia el centro del planeta; sus ramas, tallos y hojas miran hacia el sol, hacia el infinito; el soplo de su respiración es el combustible gaseoso que formatea al mundo como “una cosmogonía en acto”. “Nuestro mundo es un hecho vegetal antes de ser un hecho animal”, sostiene.
El mundo, entonces, no es un contenido, un conjunto de cosas, sino un procedimiento que todo el tiempo recombina los materiales existentes; un collage permanente y natural, cósmico e involuntario, que tiende a mezclar los elementos del universo. Un movimiento de inteligencia y racionalidad no humanas, sin dueño ni tiempo, que encuentra en la flor y la semilla sus expresiones más cercanas y misteriosas. La razón vegetal propone comprender el devenir del mundo y la vida como un estado de inmersión en donde los límites impuestos por la racionalidad se desdibujan y reina la mixtura de los seres y los elementos.
Mientras que el animal luce asediado por el hambre o el cansancio, perturbado por la necesidad y desinhibido para satisfacerse, en perpetua tensión con el entorno, que se ofrece como remedio y al mismo tiempo como amenaza, la planta nace y muere sosegada. Su estado de apertura nos resulta inaccesible. Su signo parece ser la contemplación de un reino modesto y grandioso que, la mayor parte de las veces pero tal vez hasta ahora, pasa desapercibido a las “grandes ideas”.
La vida de las plantas
Emanuele Coccia
Miño y Dávila
143 páginas