La bautizaron como la “princesita del Nerón”. Cuando nació Edda, hija única de Hermann Göring, comandante supremo de la Fuerza Aérea Alemana –conocida como la Luftwaffe– y uno de los creadores de la Gestapo, las criadas de la familia vivieron una jornada maratónica: la princesita había recibido 628 mil telegramas de saludo. Göring fue padre a los 45 años y se festejó a nivel nacional: el Führer fue el padrino y una fila de aviones dibujaron la esvástica en el cielo. Edda, que todavía vive, tiene 79 años y es la última sobreviviente del clan Göring. En una de sus últimas entrevistas dijo que por las noches, en ciertas vigilias, recuerda esos días gloriosos, cuando era una de las niñas más famosas del país.
A los hijos de los jerarcas nazis se los rodeó de lujos: vivían en fortalezas, alejados de la ciudad, en una especie de crianza-burbuja, con guardias fuertemente armados, niñeras por doquier y sin amigos más que los de su clase. La de Edda no fue la excepción. Refugiada en la mansión de Carinhall, a sesenta kilómetros de Berlín, creció solitaria, feliz y con mascotas como cachorros de león, con miles de hectáreas de bosques y una colección de obras de arte sustraídas por su padre en su insaciable caza de tesoros. La opulencia, el culto a la naturaleza y a los deportes, en una intimidad retirada entre murallas campestres, había sido un signo de los nazis más encumbrados. Y las excentricidades ocupaban un espacio fundamental. Las pocas visitas que llegaban a Carinhall veían cómo Edda se divertía en una sala de 25 metros de largo, con un tren eléctrico que manejaba su padre desde una butaca.
Hermman Göring –que se suicidó con la ingesta de cianuro la noche anterior a su ejecución, en 1946– se hacía llamar como el “Mecenas del Tercer Reich”. Uno de los supuestos obsequios recibidos, el cuadro La virgen con el niño, una obra de Lucas Cranach El Viejo, fue motivo de un proceso entre Edda, su hija, y la ciudad de Colonia hasta que, en 1968, el Tribunal Federal dictaminó que su donación había sido “inmoral”. El patrimonio de la familia fue intervenido durante los juicios de Nüremberg: Göring, el segundo hombre más poderoso del nazismo y mano derecha de Adolf Hitler tanto como Heinrich Himmler y Joseph Goebbels, era dueño de casi 1400 cuadros, 250 esculturas y 168 tapices antiguos, 200 muebles antiguos, 60 alfombras persas y francesas y 75 vidrieras.
Hasta hoy, Edda sigue reclamando a la justicia lo que considera su fortuna, calculada en millones. Hasta hoy, sigue hablando con orgullo de su padre. En la familia había una devoción del pasado hasta que, hace unos años, se conoció la historia de su tío, Albert Göring, empresario y hermano de Hermann, de quien se descubrió que fue un acérrimo opositor a las prácticas del gobierno nazi y, además, ayudó a judíos a escaparse. Entre las paradojas del destino, el jerarca nazi evitó que su hermano pisara un campo de concentración. “Cuando se trataba de la familia, Hermann tenía un corazón cálido”, había dicho Albert en un juicio. Pero en la familia no todo terminó allí. Bettina Goering, sobrina-nieta del mariscal, contó a los medios que se ligó las trompas de Falopio a los 30 años para no tener descendencia.
A más de setenta años de la Shoá, la(s) historia(s) de los nazis aún siguen inconclusas. Esas contracciones y rupturas en el seno de familias de genocidas, esas luces y sombras de los represores, capaces de ser buenos vecinos y parientes a la vez que fríos asesinos en masa, no son relatos que antes no hubieran sido escuchados. Pero la novedad está dada por un nuevo protagonista de esta memoria traumática: las voces de los descendientes. La historia de Edda Göring, en efecto, está contada en Hijos de nazis (El Ateneo), de la abogada y periodista Tania Crasnianski, un libro que selecciona ocho historias de hijos de figuras emblemáticas del nazismo. En él, aparecen Gudrun Himmler, Wolf Hess, Niklas Frank, Martin Adolf Bormann, los hijos de Rudolf Hoss, los de Albert Speer, y Rolf Mengele, el hijo del “ángel de la muerte”. De ellos, la periodista sólo pudo entrevistar a Frank. El resto no quiso hablar. El cono de silencio es tan grande como la dimensión del genocidio que parece pesar como vigas en sus espaldas.
“¿Por qué ese tema? ¿Por qué seguir hablando de eso? No se suele formular esta clase de preguntas”, se interroga la autora. En el afán de averiguar cómo fue que vivieron con una herencia tan macabra, Crasnianski se dio cuenta que la mayoría de los hijos no podían juzgar a sus padres. Y que no había punto medio: o se los rechazaba o se los defendía.
En rigor, es la segunda posición la que predomina. “La mayoría de los hijos de dignatarios nazis no se cambiaron los apellidos, aunque estos les resultaran molestos. Algunos, como los hijos de Albert Speer o de Martin Bormann, llevan el mismo nombre de pila que sus padres. Matthias Göring, sobrino nieto de Hermann Göring, dice que le gusta su apellido; otros sostienen que el apellido que heredaron no tiene importancia. El hijo de Eichmman dijo: ‘Huir ante ese apellido no habría cambiado nada. Uno no puede escapar de su pasado’. En cuanto a Gudrun Himmler y Edda Göring, están orgullosas de su patronímico y veneran a sus padres”.
Por eso la historia de Niklas Frank, de 78 años, hijo de Hans el “carnicero de Polonia”, uno de los más grandes criminales nazis, se convirtió en una suerte de oasis en el desierto. Mientras unos negaban, otros idolatraban y algunos se paraban en una indiferencia que develaba cierta complicidad, Niklas se erigió como el contraejemplo: lleva toda su vida expiando la culpa de su padre a través de libros y charlas para evitar que la historia se repita.
Hijos de nazis, que ha sido un suceso editorial, no es el único relato que cuenta las heridas que permanecen abiertas desde la caída del totalitarismo alemán. A series como SS-GB, producida por la BBC, que plantea qué hubiera pasado si los nazis ganaban la Segunda Guerra Mundial, o El caso Menten, un repaso histórico de Europa Europa sobre el robo de obras de arte a manos de los genocidas, se suma un documental que despertó polémicas en una actualidad que ha resucitado manifestaciones que se creían vencidas por la democracia occidental y ocultas en las sombras. Lo cierto es que el pasado ha vuelto en forma legislativa, con la fuerza neonazi Alternativa para Alemania consolidada como tercera fuerza política. Y las reacciones no se han hecho esperar.
El duelo y el legado
El relato de Niklas Frank, en efecto, también aparece en el documental de Netflix What Our Fathers Did: A Nazi Legacy y funciona como una especie de antídoto ante el avance del nazismo en las nuevas generaciones, que mezcla xenofobia, homosexualidad, veganismo y CEOS empresariales. En el documental aparece Philippe Sands, judío y juez internacional especializado en derechos humanos, cuyo abuelo ha sido sobreviviente del Holocausto, entrevistando a Frank y a otro hijo de un nazi, Horst von Wächter. En un duelo que a veces parece ser armado para las cámaras pero que por momentos concentra una tensión pocas veces vista en la pantalla, ambos muestran posiciones contrarias: Niklas no perdona a su padre, lo llama cobarde; Horst, por el contrario, cree que su padre es inocente, se refugia en la negación y se muestra nostálgico de aquella época en la que, como Edda, llevaba una vida perfecta hasta que llegaron los aliados. Y el castillo de naipes se derrumbó.
Hans Frank y Otto von Wächter no fueron nazis de elenco secundario: ocuparon puestos de responsabilidad en la Polonia ocupada. No mataron directamente, pero dieron órdenes y avalaron el genocidio. “Mi padre era una buena persona, él ayudó a las personas y no mandó a matar a nadie, la responsabilidad de los crímenes es de los altos cargos. Él no sabía nada”, se defiende Horst, vástago de Otto, ex gobernador de Cracovia. Aunque defendió a su padre, también se supo que devolvió recientemente tres obras de artes que su familia había saqueado de un museo. “El pillaje no estuvo bien”, dijo.
En el documental, Niklas intenta convencer a Horst de la responsabilidad común de sus padres en los crímenes del nazismo. Pese a las evidencias irrefutables, su misión fracasa. Horst se muestra simpático, pero cuando habla de su padre se convierte en alguien serio, implacable. En una escena se encuentra con personas que defienden el legado de su progenitor, quizá como un reflejo de lo que ocurre en el presente con el éxito de los neonazis en regiones del viejo continente.
En cambio, Niklas busca romper con su vieja identidad para gestar otra manera de vivir. En otra escena, muestra una foto que conserva de su padre antes de su ejecución. “Me masturbaba imaginando sus últimas horas en la celda, la llegada de los guardas, el trayecto hacia la horca y su muerte; justo entonces alcanzaba el orgasmo”, revela, sin pudor. Y luego: “Ya no lo odio, más bien lo desprecio. Me dolerá el resto de mi vida lo que hizo, sobre todo ahora que tengo tres nietos maravillosos, y pienso cómo no les importaban nada los niños, los asesinaron, fue terrible, siempre que lo pienso me enfurezco con mi padre”.
A diferencia de otros hijos de dignatarios nazis, Niklas lo quiso conocer todo. “La falta de remordimiento y contrición, y el intento de su padre de justificarse a sí mismo, le resultaron intolerables”, dice Tania Crasnianski en Hijos de nazis. En una parte de la entrevista, en el libro, Niklas dice: “Ese bastardo arde en el infierno y me obsesiona. Desde niño tenía la convicción de pertenecer a una familia criminal. Era algo confuso, pero yo lo sabía, a diferencia de mis hermanos y hermanas. Siento el sufrimiento de las víctimas en mi propio cuerpo. Y no le temo al pasado: quiero saberlo todo”. Luego de dar testimonio, su hermano Michael lo atacó públicamente y sus amigos le dieron la espalda.
La culpa de la herencia
Otro de los pocos casos de rechazo al legado nazi es el de Martín Adolf Bormann, hijo del homónimo ex secretario privado de Hitler. En el análisis de su singularidad, Crasnianski cree que Martín “encontró su salvación en Dios” y abrazó el cristianismo, al que su padre había combatido encarnizadamente. Luego se ordenó como sacerdote, viajó al África, conoció a una mujer y rompió los votos. Pero el quiebre más radical de su vida la hizo con su padre: no lo condenó pero dese- chó cargar con la culpa de la herencia.
En los años ochenta, el psicólogo israelí Dan Bar-On quiso comprender cómo habían logrado superar los hijos de criminales el muro levantado por sus padres, para vivir con esa herencia y trazar su propio camino. Para el psicólogo, los hijos de los verdugos también fueron víctimas del nazismo, porque cargaron con una culpa que no les pertenecía. “Yo tuve que guardar silencio por miedo de ser descubierto y perseguido como hijo de mi padre” decía Bormann, que murió en 2013. “Con mis padres, nunca tuve la oportunidad de hablar del pasado. No odio a mi padre. Durante años aprendí a diferenciar entre mi padre como individuo y mi padre como político y oficial nazi”.
La historia de los hijos de genocidas parece ser un capítulo que estaba oculto en las narrativas de la memoria. El desafío es la escucha de una nueva voz que surge de lo privado a lo público con actitudes, posturas y procesos subjetivos diferentes, a veces absolutamente opuestos. Sin embargo, no es una experiencia sólo de los descendientes nazis. En Argentina, durante este año y después de la publicación en el periodismo de la historia de Mariana Dopazo, la ex hija del represor Miguel Osvaldo Etchecolatz que se cambió el apellido, otros hijos de ex militares y policías que participaron en la última dictadura militar salieron a la luz como nunca antes y radicalizaron sus posiciones individuales y colectivas.
A diferencia de lo que ocurrió inicialmente con los hijos de los desaparecidos, entre ellos existe una tensión que no es sólo afectiva, sino política e ideológica: el campo está dividido entre los que defienden a sus padres y quienes los rechazan. Sus historias, complejas y tan únicas como delicadas, vuelven a poner el acento en el sentido de la memoria y la herencia recibida como ocurre con los hijos de nazis y de otros genocidios.
A nivel social, el peso de estas historias suele tener un efecto magnánimo. Y a veces, fulminante. En el ocaso de su poder en la cárcel, Etchecolatz recibió un golpe más duro que cualquiera de sus seis sentencias a perpetua por crímenes de lesa humanidad. No fue casual que en una entrevista radial Graciela, su pareja, se sorprendió negativamente con el testimonio de Mariana Dopazo. Nada más doloroso para un genocida, fanático de la moral religiosa, que el rechazo de su propia hija. Y así como lo que se contagió desde el relato de Niklas Frank, da la sensación que en esta época, tras una hegemonía de los que defendían el honor de sus padres, se gesta la palabra de los hijos desobedientes. Como el colectivo argentino que con el mismo nombre se presentó en el poder legislativo con una propuesta inédita para que sus testimonios sirvan para condenar a sus padres. Nombrando, en la denuncia y en la ruptura, una identidad nueva que surge en la resistencia de un pasado ominoso.