Hacia fines de 1657, el reputado escritor inglés John Evelyn conversó amenamente con una mujer alemana que tenía conocimiento de diversos idiomas, había recorrido las Europas, vestía a la moda y tocaba bellamente el clavecín. La mujer lo deslumbró por su cultura e inteligencia; también por su “barba sumamente prolija, y bigotes, y largos mechones de pelo que crecían del centro de su nariz”. Se trataba de Barbara van Beck, la más famosa de las barbudas de su tiempo, que causó sensación en el siglo 17 por su abundante condición pilosa. Condición, aseguran ciertas voces, que no hizo mella en una vida confortable; aunque otras, descreídas, apuntan que su marido y manager, el holandés Michael van Beck, la exhibían como freak de circo en ferias a lo largo y ancho, más flechado por los billetes que por su señora. Y si el peludo asunto viene a cuento es porque un cuadro de la susodicha –de pintor anónimo– ha sido recientemente adquirido por el museo londinense Wellcome Collection, y pasará a emperifollar las lustrosas paredes del sitio desde el venidero 2018. “Aunque Barbara alcanzó su estatus de celebridad debido a su condición, pudo vivir bien, viajar y ganarse la vida conociendo a personas que la admiraban y consideraban una de las maravillas divinas del mundo”, asegura Angela McShane, investigadora del mentado museo y subraya cómo la obra recientemente adquirida “la retrata de manera muy digna: usando un vestido extremadamente caro, de la más alta moda, a base de seda y finos encajes. El corte bajo era furor en este momento y la mayoría de las mujeres de clase alta en la corte se habrían vestido de manera similar. El estilo tenía la intención de enfatizar la belleza de una mujer en estilo clásico, con senos parecidos a los de Venus, y destacar además su fecundidad”. Ergo, acorde a McShane, “Barbara no era vista como un bicho raro, como lo hubieran hecho los victorianos, sino como una mujer con gran presencia, como una maravilla de la naturaleza”. Amén.