En una conversación entre compañeros sobre la posibilidad de hacer una película colectiva juntos. El mayor entre nosotros, con la sagacidad que lo caracteriza, cita un fragmento de la entrevista que Cacho Fontana le hizo a Favio. Allí, nuestro Leonardo, notoriamente conflictuado, da cuenta de la dificultad de pensar su próxima película. Lo aqueja una pregunta fundante: “¿qué cine puedo darle a mi comunidad para que le sea más útil?” ¿Qué cine necesita el pueblo? Favio se muestra angustiado. Filmar por filmar, dice, puede generar daño.

Tiempo después, en el Festival de Mar del Plata, me encontraba en la fila para ver una película de la cual no había conseguido entradas pero que, sabía, no podía dejar de ver. La complicidad de unos amigos y la distracción del boletero me permitieron entrar. Se proyectaba Visages, villages (Caras, pueblos, según el google translate), última película de Agnès Varda donde, en compañía del fotógrafo JR, realizan un viaje haciendo intervenciones visuales en distintos pueblos con las imágenes captadas por la cámara fotográfica de éste.

Si durante los primeros minutos mis prejuicios llenaban de sentido el aspecto de artista irreverente que parecía querer construirse el fotógrafo francés, luego me tuve que rendir ante la evidencia de una obra sensible, original y de un humanismo tan radical como político. 

JR hace fotos gigantes (tan gigantes que la impresora es un camión) de personas que, como dice Lennon en Working Class Hero, desde que nacen hacen que se sientan pequeños. Así, con la complicidad de Varda que propone intervenciones disruptivas (como gigantografías en el masculino territorio del puerto de las mujeres de los portuarios) la película va acercándonos a un universo de personajes de los sectores populares que no son, únicamente, destinatarios del film sino, principalmente, sujetos.  

Pero eso no es todo. Porque la película aparenta ir tomando forma a medida que avanza como un viaje a dedo (no casualmente, esa es una de las imágenes iniciales del film) donde las personas que vamos encontrando van guiando nuestro destino. La película entonces no se hace para el pueblo sino con el pueblo. No es el pueblo de una película de cine militante ni tampoco el de un film costumbrista. No es el pueblo idealizado. No es el pueblo de El ciudadano ilustre, despreciado. Es el pueblo que, sin perder su pertenencia social, está conformado por una serie de individualidades que, un arte (y una política) sensible a su tiempo, no puede dejar de percibir. Un pueblo al cual la directora, con unos jóvenes 89 años, escucha con atención porque entiende que aún tiene mucho que aprender. El film de Varda es, entonces, principalmente un cine de diálogo que se construye en la interacción con el otro. 

Pero en Visages, villages, como en muchos de sus films, ella también se asume como protagonista. No por regodeo narcisista sino para intentar comunicarnos esa experiencia intransferible del paso del tiempo. Para ayudarnos, mientras el film también la ayuda a ella, a prepararnos para lo inexorable de la muerte. Para intentar ayudarnos a soportar, como ella lo intenta, la ausencia de las personas que ya no están con nosotros. Fue inevitable llorar durante todo el film. No lágrimas de tristeza sino, como Anna Karina en Vivir su vida, lágrimas indescriptibles: entre el amor, la esperanza y, por qué negarla si es también necesaria, la tristeza: por mi padre que perdí hace poco, por la reserva de humanidad que vive en el pueblo, por mi hija que quiero ver crecer libre, por el éxtasis del arte. Todo eso es la película de Varda: la vida, la muerte, el arte. Un cine necesario.

Aquí, Argentina 2017, la oscuridad reina. Presos sin sentencia, y en causas extravagantes, por el sólo hecho de pertenecer a un espacio político opositor. Un joven asesinado en un tiro prefecto por la espalda por pelear por un pedazo de tierra y otro joven muerto mientras escapaba de la cacería gendarme. Despidos y más despidos. Amigos que llaman llorando porque les llegó un telegrama, ese que todos temen recibir. Colegas con miedo porque el Estado les dice que ya no habrá más créditos para seguir filmando, lo mejor que sabemos hacer, donde se nos va la vida. Periodistas que pierden su trabajo por criticar a quienes no deben criticar. Abuelos que ya no reciben su medicamento y que deben cobrar menos para ser más sustentables. Y otros, y eso es lo más triste de todo, festejan este carnaval de revancha. Se acabó la fiesta, nos dicen, como si la fiesta fuese algo malo o algo a lo que sólo pocos pueden acceder.

En esta oscuridad debe prenderse una luz. Como cuando en una sala oscura se ilumina la pantalla. El cine. ¿Qué cine necesita el pueblo? Es imposible que nos respondamos eso. Pero, al menos, como hace Varda, nos lo debemos preguntar. Este tiempo, más que nunca, nos lo exige.