El discreto encanto de los encuentros clandestinos nunca desapareció de su imaginación. Robar libros “prohibidos” por su madre –censurados por los pasajes sexuales, referencias a una violación o a la homosexualidad– fue el primer gesto de su identidad en construcción como lectora en tres lenguas: español, inglés y francés. En uno de los ensayos que integran Citas de lectura (Ampersand), Sylvia Molloy revela que fue sensible tempranamente al prestigio de verse y ser vista con un libro en la mano. “Como aquellos cuadros renacentistas donde el sujeto aparece con un objeto que señala su profesión, suerte de metonimia que lo prolonga y lo significa –el médico con su bisturí, el pintor con su pincel, el cazador con su carabina– me imaginaba siempre retratada con un libro y lo sigo haciendo”, confiesa la escritora y crítica literaria que vive en Estados Unidos desde fines de los años 60, donde ha sido catedrática de literatura latinoamericana y comparada en las universidades de Princeton, Yale y en la New York University.
La gota de bromo le quemó el dorso de la mano derecha. Esa cicatriz, muchos años después, es apenas una ínfima rayita que la escritora le muestra a PáginaI12 como el último trofeo de una guerra que perdió con la carrera de Química, durante su breve paso por la Facultad de Ciencias Exactas. Héctor Pozzi, jefe de trabajos prácticos, la llamó a su oficina: “Se sacó la mejor nota, Molloy, pero usted no está contenta aquí”, le dijo. Y la invitó a irse, le dio ese permiso fundamental, el empujón que necesitaba para estudiar literatura. “Mal que bien, uno vuelve a esos libros que ha leído con cierta frecuencia, y siempre me acuerdo de cosas distintas. Me ha pasado de tener un recuerdo nítido y después volver al texto y encontrarme con otra cosa que no había visto”, plantea la autora de las novelas En breve cárcel y El común olvido. “La palabra cita para mí tenía algo un poco dudoso, cierta ambigüedad, algo clandestino, porque yo le robaba los libros a mi madre, como cuento en uno de los textos, para leerlos. Hasta que me descubrieron”.
–Quizá varias generaciones de lectores se formaron un poco al calor de esta especie de clandestinidad inicial, de leer a escondidas de los padres, ¿no?
–Escapar a la vigilancia paterna o materna es uno de los placeres de la niñez, ¿no? A través de la lectura se aumenta ese placer porque estás escapando a la vigilancia y estás haciendo algo que sabés que no tendrías que estar haciendo, porque por algo están esos libros semi escondidos en un cajón, en donde sea; entonces esa transgresión se vuelve sumamente deseable. Uno se vuelve más uno mismo al poder tomar algo que se supone que no corresponde.
–Lo prohibido tiene ese encanto particular.
–Totalmente. Además, quiero esto, ¿por qué no? Mi trayectoria de lectura está marcada por el deseo.
–En “El libro como artículo de viaje” dice: “El miedo de quedarme sin libro que leer me sigue rondando”. ¿Cómo explica ese miedo?
–Es el miedo no solo a sentirme sola, sino literalmente a estar desamparada. El libro me protege, el libro es un refugio, y si no tengo un libro estoy a la intemperie. Eso me perturba enormemente. Me perturba más no tener un libro que no tener un paraguas (risas). Incluso en este último viaje compré un libro en inglés, pero no me acuerdo cuál era porque no lo leí. Muchas veces los libros que compro en los aeropuertos son libros que no leo en el viaje. Pero sé que están ahí. Como el paraguas.
–En “Un posible comienzo” cuenta que le gustaría creer que el primer libro que leyó de chica fue en español, pero que no sabe si fue así.
–Sé que los primeros cuentos que escuché fueron en español, antes de que supiera leer. Muchos de ellos eran traducciones de cuentos de hadas ingleses o franceses. El primer libro que leí no lo recuerdo. Y es algo que me taladra porque pienso que a lo mejor fue en inglés, pero por otro lado me leían los cuentos en español. No sé… son puras conjeturas y ese comienzo está un poco borroso, lo cual me da rabia. Para consolarme pienso que esa indecisión a lo mejor es una buena cosa porque no importa tanto recordar en qué lengua leíste, sino qué leíste. Para mí, que siento que la lectura me ha moldeado en cualquier lengua, leer fue una manera de devenir yo.
–“No sólo vivía a través de los libros, vivía los libros, los volvía performance personal”, afirma en uno de los textos. ¿Por qué las escenas de lectura son tan teatrales?
–Esa teatralidad queda cifrada en la idea del lector o la lectora con el libro en la mano. Ese libro en la mano que leés y que te completa; pero a la vez es una manera de significar algo para el otro que te está mirando. La satisfacción es doble: tener un libro por si quiero leerlo y tener un libro que me completa, que es algo que necesito para ser yo y para que el otro entiendo quién soy. Yo soy una lectora con el libro en la mano. De muy chica volvía loca a mis padres porque no era un libro, sino no sé cuántos que quería llevar cuando viajaba. Y tenían que ser libros, no revistas. Yo quería que me vieran con libros. Algo de autoexposición o de jactancia hay sin duda en ese gesto, pero lo veo como algo más esencial, como parte de mí. Yo quiero que me conozcan con el libro en la mano.
–¿Es su primera identidad?
–Sí, exacto. Yo creo que había una frase “legal”, que siempre la recuerdo porque me divierte, que es “fulana de tal, que sí lee y escribe”. Yo leo y escribo y para mí son una misma cosa; están inextricablemente ligados.
–¿En qué sentido su primo, que aparece homenajeado en uno de los textos, cambió la dirección de sus lecturas?
–Mi primo, que era bilingüe como yo, me abrió a otro tipo de lecturas en un momento en que lo necesitaba. Hay dos personas que me abrieron hacia otro tipo de lecturas: mi profesora de francés, que me abrió hacia la literatura francesa, y por otro lado mi primo, que me llevó a leer a T. S. Eliot. Yo venía de un colegio inglés donde leíamos la literatura del siglo XIX, pero no dábamos ni un paso más adelante.
–¿Cómo no se leía a ningún autor del siglo XX en ese colegio?
–A lo más que llegábamos era a Thomas Hardy. Vi una libertad de escritura en Eliot en la que no había reparado anteriormente en las lecturas prescriptas en el colegio.
–Qué escena tremenda que cuenta con Victoria Ocampo, linda manera de conocerla...
–Esa fue una escena de pavor que todavía recuerdo nítidamente porque la arrogancia de Victoria –a quien conocí después muy bien y llegué a querer mucho– fue temeraria. Yo estaba haciendo un trabajo sobre traducciones de escritores argentinos al francés. Entonces quería hacerle a José Bianco algunas preguntas sobre (Ricardo) Güiraldes. Me di cuenta de que Güiraldes no era un escritor que le interesara demasiado, pero muy amablemente me dijo con quién podía hablar. Y fue entonces cuando irrumpió Victoria diciendo: “¿dónde está mi libro? ¿quién me robó un libro de Jean Giono?”. Ahí se creó una complicidad muy linda con Bianco porque puso los ojos en blanco y dijo: “yo no sé dónde está su libro”. Bianco me dijo a mí: “¿a quién se le ocurre leer a Giono?”. Esa falta de respeto fue liberadora para mí, porque yo había intentado leer a Giono y me parecía ilegible. Esas complicidades son muy lindas en las lecturas. Otro momento muy lindo de complicidad que tuve con “Pepe” Bianco fue a propósito de los cuentos de Katherine Mansfield. En una conversación se hablaba de escritores ingleses y yo dije algo sobre Mansfield y me di cuenta de que la gente no había leído a Mansfield, salvo “Pepe”, que se acordaba del mismo cuento que yo, de un detalle que guardo como quien almacena monedas raras porque sabe que en algún momento van a valer algo y las va a usar en la escritura. Se acordaba de ese cuento donde hay una mujer que anda deambulando por la ciudad buscando un zaguán donde pueda llorar porque acaba de recibir una mala noticia. Los dos nos acordábamos de esa escena; fue un momento de hermandad muy lindo.
Hay otra circunstancia en la que cunde el malentendido con Silvina Ocampo por el título de una novela de Molloy. “Silvina me enseñó muchas cosas, pero ese momento fue increíble –reconoce–. Cuando me preguntó cuál era el título de mi novela, le dije que En breve cárcel. Silvina me dijo que no le gustaba. Y yo con ganas de matarla, aunque reconociendo que tiene derecho a que no le guste un título, me quedé callada. Al rato me preguntó: ‘¿cómo era el título?’ Y se lo repetí. ‘Ah, yo había entendido En breve cáncer’…, me dijo. Me dio un ataque de risa, pero me maravilló que pudiera pensar que una novela se pueda llamar En breve cáncer”.
–En otro de los textos de “Citas de lectura” revela que en la plaza Dorrego compró una primera edición de “Las invitadas”, dedicada a otra persona. ¿Es un gesto de amor hacia Silvina comprar ese libro, tener algo dedicado por ella?
–Debo decir que llegué al amor a través de los celos, porque mi primera reacción fue de celos al descubrir que hay un libro de Silvina dedicado a alguien que era amigo mío. Lo cual añade más celos a los celos que sentí. ¿Por qué había un libro dedicado a Eugenio (Guasta) y no a mí? Yo no tenía ningún libro de Silvina dedicado, no sé por qué… Entonces me dio rabia y lo dejé. Después efectivamente volví porque quería tener un libro de Silvina dedicado, aunque fuera a otra persona.
–¿Qué le debe a Borges?
–Hay dos momentos en mi lectura de Borges. Una es mi primera lectura, que se hace desde un punto de vista más “escolar”, porque en Francia trabajé con la recepción de los escritores latinoamericanos en francés y Borges era figura central en esa recepción, así que lo trabajé desde el punto de vista académico, leyéndolo y viendo además los malentendidos que se planteaban en esa recepción: cómo el país extranjero siempre le pide al texto que ha sido traducido que coincida con la imagen que ellos tienen. Borges rompía todos los moldes y no coincidía con lo que se esperaba de América Latina. Entonces hubo una serie desencuentros muy interesantes. Ese fue mi primer acercamiento a Borges. Pero más allá de esa experiencia académica, yo empezaba a tantear la escritura y me daba cuenta de que era otro el Borges que me interesaba: no el que entra en diálogo con la literatura francesa, sino el Borges que entraba en diálogo conmigo. A partir de ese momento, cuando empiezo yo misma a escribir, me doy cuenta de aspectos básicos de Borges que marcan mi escritura: la idea de traslado de textos, la idea de que la literatura es algo que se repite y que recontamos y que la literatura refiere. Otra cosa muy importante que me enseñó Borges es que la crítica y la ficción no son ejercicios diferentes. Se contaminan provechosamente y eso lo vivo en mi vida diaria: escribo ficción y escribo crítica al mismo tiempo y muy a menudo lo que no voy a usar en una lo uso en la otra. También me enseñó el uso del fragmento; él tiene una frase que me encanta, que trabaja con “pormenores lacónicos de larga proyección”. Para mí ese trabajar con lo pequeño, con lo menor, y poder proyectarlo es algo muy importante. Para decirlo en una palabra, Borge me enseñó la atención literaria.
–En todos sus libros hay una suerte de reservorio de palabras, algunas quizá cayeron en desuso o están un tanto olvidadas. En “Citas de lectura”, la más significativa es “mamarrachientos”. ¿Qué función tienen estas palabras?
–Me divierte usarlas, aunque sé que estoy cometiendo un anacronismo. Me gusta recuperar ciertas palabras que se usan menos ahora. Tengo un museo personal de palabras que oí en mi infancia, que les oí a mi madre y a mis tías, que por cierto hablaban de una manera muy linda, a mí me encantaba oírlas y apropiarme de ellas. A pesar de que el castellano es mi lengua de escritura, al hablar otros idiomas de manera cotidiana, el inglés por ejemplo, esas palabras adquieren un aura especial y me gusta ponerlas de vez en cuando en lo que escribo.
–¿Qué otras palabras recuerda de ese museo personal?
–Cuando mi madre hablaba de una vecina que era un tanto arrogante, me decía: “es una estirada”. Me encanta estirada. También está el vocabulario de amigas mayores que yo, que usan mucho “mangangá”, una persona que habla mucho. Son palabras de las que reconozco su rareza y las uso de manera muy dosificada para que no parezca que estoy haciendo color local.