En 1954 Rodolfo Kusch publica un texto de enorme importancia para la filosofía latinoamericana, La seducción de la barbarie (análisis herético de un continente mestizo). Como su titulo lo sugiere, la obra aspira a saldar cuentas con la muy trajinada antinomia sarmientina, en un sendero que en algún sentido ya había transitado Ezequiel Martínez Estrada cuando en 1933 dio a luz su Radiografía de la pampa.

Las apreciaciones de Kusch se orientaban principalmente en tres direcciones. La primera apuntaba a impugnar las falacias del europeísmo, entendiendo por tal la inclinación mimética de cierto mundo intelectual a interpretar la heteróclita realidad de nuestro continente a partir de categorías geoculturalmente inaptas para tan trascendental empresa. La segunda, trataba de puntualizar el carácter drásticamente ilusorio de la pretendida cruzada civilizatoria alentada por Domingo Faustino Sarmiento, en tanto y en cuanto la radical inadecuación de ese simulacro influenciado por el modelo anglo‑norteamericano se daba de bruces con una vida popular reticente a ser acallada en su irrepetible singularidad. Y la tercera, que es la que más nos interesa a los efectos de estas líneas, rechaza depositar en la ciudad la esperanza de una territorialidad apta el progreso y la sana convivencia.

Bien lo sabemos, el sanjuanino denuncia a la llanura despoblada como la causante de la disociación que desemboca en el imperio montonero, y considera a la urbanidad como aquel espacio virtuoso que facilita aunar voluntades, fundar escuelas y desarrollar una pujante democracia agrícola. Kusch descree absolutamente de toda esa perspectiva aunque reconoce que Sarmiento ha tenido el talento de detectar la potencia simbólica de la barbarie. Esto es, aunque pretende erradicarla admite que justipreciar acabadamente sus alcances es el único camino para quitarla quirúrgicamente del medio.

Ambos quedan así "seducidos" por el componente bárbaro; Sarmiento por la vía del oxímoron civilizatorio (quedar subyugado por aquello que simultáneamente le resulta abominable) y Kusch porque advierte allí una espesura ontológica americana irreductible a la mirada homogeneizante de cualquier despotismo universalista.

Pues bien, la ciudad se vuelve entonces escenario de un duelo interpretativo. Para uno es el espacio salvífico que permite conjurar los vicios congénitos de la idiosincrasia hispano‑criolla, para el otro es el artificio engañoso que procura domesticar las tramas vitales más profundas de la esencia americana. Para uno el ciudadano se afirma en su racionalidad construyendo una república de base municipal, para el otro la ciudad es un enclave de la existencia inauténtica donde el individuo cree fatuamente que puede ocultarse de una barbarie que es constitutiva e inerradicable. Para uno la modernidad que reivindica lo lleva a exaltar la expansión de una individualidad que busca desprenderse de la carga ominosa de la identidad vernácula, para el otro el comunitarismo precolombino que lo entusiasma queda falsamente apresado por los límites de una ciudad destinada a pulverizar el miedo a ser nosotros mismos.

Por cierto, que la tensión entre liberalismo y comunitarismo es de larga data y remite a su vez al origen de la discusión filosófica respecto a las razones que llevan a las personas a obedecer. Para la tradición clásica, los sujetos nacen ya anclados en una trama de relaciones que los configura prereflexivamente, y la conformación de una unidad política superior deviene como lazo evolutivo y natural de una forma primigenia (la familia). El contractualismo moderno parte de un principio antropológico antagónico, por el cual como hipótesis de la razón se postula un átomo pre‑político llamado individuo que toma la decisión consciente de asociarse frente al riesgo de que algunos de sus derechos más elementales (la vida, la propiedad) puedan verse seriamente afectados.

Para la primera orientación, el estado es la coronación sublime de un crescendo organizativo de repercusiones éticas, para la segunda el estado es una externalidad necesaria pero que siembra suspicacias, pues siempre está el riesgo de que avance más allá de aquello para lo fue originariamente solicitado. En esta huella, los comunitaristas reprueban a ese cuasi solipsismo ético como ficcional, pues cada uno de nosotros elige y actúa a partir de coordenadas culturales que nos preexisten y condicionan; mientras que los liberales detectan en esa réplica un acecho totalitario. Suponer un ideal de vida buena que incluya a todos o un anclaje axiológico que no pueda ser permanentemente interpelado restringe formas primordiales de la inajenable libertad individual.

Pues bien, volvamos ahora a Kusch, que por cierto escribe su ya nombrado libro en el contexto del primer peronismo. Su vínculo con ese movimiento no se sencillo de describir, aunque a tientas podríamos calificarlo como filosóficamente intenso y políticamente laxo. Filosóficamente intenso porque a Kusch le atrae el peronismo especialmente como manifestación histórica de esa ontología americana de raigambre indígena, y políticamente laxo justamente porque el principal impacto de esa experiencia tumultuosa no es tanto la estatalidad de sus bienvenidas realizaciones y los vaivenes de sus encarnaciones organizativas, sino la riqueza cultural que estalla cuando el 17 de octubre muestra en el centro de la ciudad a esa Argentina real que el impostado paradigma civilizatorio pretendió infructuosamente obturar.

Pues bien, importa ahora recordar que en 1949 Juan Domingo Perón había presentado en el Congreso de Filosofía de Mendoza el contenido de su libro fundamental La Comunidad Organizada. Allí se señala al egoísmo como el más pernicioso de los disvalores ("la sobreestimación del interés propio"), y ciertamente la preocupación que todo el tiempo se evidencia es la de estructurar un ensamblaje totalizante de la vida nacional con raigambre en la norma suprema de la justicia social.

Sin embargo, ese texto tiene otros dos rasgos llamativos. El primero es la renuente incidencia de la dimensión estatal, y el segundo es que ese comunitarismo no es ni organicista ni premoderno, sino que pretende desplegarse sin ahogar la participación responsable de cada uno de los individuos. Para Perón, la comunidad es una concondia por‑venir y no una imposición de un estado disciplinario. Bien sabemos que en esas líneas toma envergadura filosófica la idea de tercera posición, que en aras de diferenciarse del capitalismo y del comunismo Perón define como la armonización progresiva del yo en el nosotros.

Por cierto que en esa misma dirección tercerista, la identidad peronista se edifica a su vez en torno a la positividad del estado como regulador social (a diferencia del liberalismo que desconfía de su dimensión opresiva y del marxismo que lo visualiza como aparato de dominación de clase). Y toma al pueblo (en tanto articulación contingente de sectores sociales vulnerados por el imperialismo) como actor político central (descartando tanto la centralidad del individuo como la de la clase).

Interesan estas reflexiones a propósito de la reciente fundación de una fuerza política denominada "Unidad Ciudadana", conducida por Cristina Fernández de Kirchner e integrada en gran medida aunque no exclusivamente por militantes y dirigentes de origen justicialista.

Esta aparición trajo aparejadas extrañezas y polémicas. Extrañezas pues ese rótulo de sonoridad liberal en poco parece condecirse con las prosapias doctrinarias del proyecto nacional y popular; y polémicas pues más de un adversario interno del kirchnerismo parece aprovechar la inédita circunstancia para retornar con la cantinela de que el agrupamiento que adquirió fecha de nacimiento el 25 de mayo del 2003 resulta anómalo respecto de una ortodoxia que debería ser raudamente resucitada.

Pero cuidado con estas inquisiciones, pues es claro que uno de los rasgos más cautivantes del kirchnerismo fue su capacidad para emprender una recuperación inteligentemente selectiva del peronismo clásico. Esto es, manteniendo pilares ideológicos vertebrales (el rechazo al endeudamiento con el capitalismo financiero internacional, el latinoamericanismo o el fifty‑fifty), pero incorporando a su arsenal de transformaciones aspectos obviamente ausentes en el pensamiento de Perón (el matrimonio igualitario). Nueva épocas, nuevas hermenéuticas, nuevos énfasis. Una tradición no es un panteón inmutable de certidumbres sino una cantera de inspiraciones que deben ser ubicuamente hermanadas con las heterodoxias del presente.

Para ratificarlo, solo basta observar lo que se ha venido agudizando gravemente en las últimas semanas. A su regresiva agenda económico‑social, el gobierno de Cambiemos le adiciona agresiones flagrantes contra la vigencia del estado (liberal) de derecho. Periodistas críticos silenciados, dirigentes políticos opositores absurdamente apresados, movilizaciones brutalmente reprimidas. Ciudadanos discrepantes avasallados por el poder estatal, en la afectación de los elementales derechos de mantenerse con vida, desplazarse libremente y opinar sin coerciones.

Por cierto que ninguna construcción de mayorías en la Argentina puede concretarse sin alimentarse respetuosamente de lo mejor de la tradición peronista, aunque la creciente oscuridad de la hora exige a su vez mensurar que cada uno de nosotros (en tanto ciudadanos dispuestos a evitar el avance de esta restauración conservadora) estamos en inquietante peligro.