Parece haber pasado mucha agua debajo del puente, pero en realidad, no fue tanta. En julio de 2014 Daniel Scioli anunciaba públicamente, aún sin el pronunciamiento de Cristina Fernández de Kirchner, su intención de postularse para suceder a la, por aquel entonces, Presidenta de la Nación. En las filas del Frente para la Victoria se abría un debate interno sobre el futuro del proyecto populista sin Cristina. El lema de aquellos tiempos, que intentaba convencer a las y los que dudaban fue “el candidato es el proyecto”.
Frente a esa propuesta cuyo fundamento ético, económico y discursivo era un proyecto político se opuso otra que lejos de confrontarla se propuso deslegitimarla y, estrictamente en función de los resultados de las elecciones, lo logró.
Contra un proyecto que se podría caracterizar principalmente por sus propósitos y, en parte por sus logros como popular, nacional, latinoamericanista, emancipador, tecnológico-científico, industrial y inclusivo se erigió un entramado discursivo que, carente de contenido (siempre en términos discursivos), proponía la necesidad de un “cambio”, ante la inminencia de una “crisis” no sólo económica sino esencialmente de valores resumidos en la necesidad de “defender la república” y “combatir la corrupción”.
Ya lo escribía el padre del neoliberalismo norteamericano Milton Friedman en 1962 cuando en plena hegemonía de los Estados de Bienestar afirmaba que “sólo una crisis –real o percibida– da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que ésa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”.
Frases como “vamos camino a ser Venezuela” o “queremos vivir en un país normal” inundaron los medios de comunicación tradicionales, las redes y el “sentido común” con la misma intensidad y en el 2015 gran parte de las y los argentinos percibieron una crisis inventada e hicieron que lo políticamente imposible (el ajuste y la pérdida de derechos) sea, “pesada herencia” mediante, políticamente inevitable.
El discurso neoliberal se presentó en sus orígenes y lo repite en esta reedición vernácula como neutral, técnico, científico, ahistórico y eficientista. Por más que parezca una contradicción, dicho discurso técnico fue y es un proyecto político. Uno de los principales modos, aunque no el único, en que, medidas antipopulares como la suba de tarifas y precios, la devaluación, los despidos o la flexibilización laboral puedan ser aceptadas y, en algunos sectores hasta apoyadas, es pensarlas desde una racionalidad técnica.
El tipo de cambio estaba “atrasado” debíamos llevarlo a su precio de “mercado”, subsidiar las tarifas y controlar el precio de las naftas nos iba a “dejar sin petróleo”, las rigideces del mercado laboral (en realidad, derechos laborales) son las responsables de la existencia del trabajo no registrado y del creciente desempleo, porque desincentiva la inversión.
Estas ideas no son nuevas ni originales. En 1944 Friedrich von Hayek, padre del neoliberalismo europeo, escribía en su célebre Camino de servidumbre que “Jamás una clase fue explotada de forma tan cruel como lo son las capas más débiles de la clase obrera por sus hermanos privilegiados, explotación que es posible debido a la reglamentación de la competencia. Pocos eslóganes han hecho tanto mal como el de la estabilización de los precios y de los salarios: asegurando los ingresos de unos, se hace cada vez más precaria la situación de los otros.” Es decir, son los convenios colectivos de trabajo, la representación sindical y los derechos laborales los responsables de la precarización laboral y el desempleo que sufren miles de argentinos y argentinas. La solución cae por su propio peso y parece ser que gran parte de nuestros representantes lo ha entendido bien.
El neoliberalismo como el populismo es un proyecto político. Detrás de una máscara seudocientífica y una racionalidad técnica se esconde un proyecto político de raíz meritocrática en el que la creciente desigualdad económica es estrictamente el reflejo de los esfuerzos, las iniciativas y la inventiva individual a la que cualquier mortal puede acceder si lo desea, por lo tanto, la pobreza y la desocupación, serán el resultado, siempre individual, de la falta de deseo y esfuerzo. La alquimia funciona: las víctimas devienen en victimarios de sí mismos.
En este marco, toda regulación estatal (con excepción de las que protegen la propiedad privada y la libertad de empresa) y las políticas públicas de redistribución del ingreso y la riqueza, lejos de ser reconocimiento y restitución de derechos, implican un castigo a la iniciativa personal y una restricción a las libertadas individuales, al mismo tiempo, que premian y fomentan actitudes humanas contrarias la llamada “cultura del trabajo”.
El programa político neoliberal implica, como nos recuerda Bordieu, un sistemático ataque de los colectivos que alientan solidaridades. A la Nación, desfinanciándola; a los grupos de trabajo individualizando salarios y carreras; a los sindicatos y gremios demonizando a sus representantes y a la familia individualizando consumos. Resulta imprescindible resistir el avance de la utopía neoliberal a través de otras tantas utopías y políticas que se basen en criterios éticos, necesariamente no neutrales, y comprometidos con la construcción de una sociedad más justa, igualitaria y democrática
* Docente UNLZ-FCS. CEMU.